¿Cómo impacta la crisis y la pandemia en los hogares sostenidos solo por mujeres? Estigmas, prejuicios, cuerpos y maternidades criminalizadas, el colapso físico y mental. Las tareas de cuidado y las tribus autogestivas para no criar en soledad.
Foto principal: Juliana Faggi
Son las seis de la mañana y todavía no amanece. Anabela apaga el despertador y se levanta para terminar los artículos pendientes del día anterior. Siente el cansancio en el cuerpo porque apenas logró dormir unas horas. Su hijo de 3 años aún no despertó y ella cuenta con el tiempo justo para cerrar las notas y enviarlas al diario.
Una hora y media después, Juan Martín abre los ojos y llama a su mamá. Ya no queda margen para seguir trabajando. Prepara el desayuno, lo viste y lo lleva al jardín. Después tocará cubrir Tribunales, volver a su casa, escribir unas líneas, buscar a Juan Martín, cocinar, jugar un rato, lavar ropa, retomar la escritura de las notas, hacer las compras, cambiar los pañales, bañarlo. Y así hasta la noche, hasta que su hijo se duerma o hasta que sus ojos caigan fusilados de tanto sueño.
-Mi día es trabajo y maternidad, no hay otra cosa- dice Anabela, 38 años, periodista y único sostén de hogar. Desde que nació su hijo, la rutina se debate entre cuidados, crianza y hacer malabares para llegar a fin de mes. A veces tiene que estar entre 10 y 14 horas frente a la computadora. Así divide su tiempo en un día que estira a más no poder: mamá de Juan Martín, trabajo en el diario de San Lorenzo y colaboraciones free lance para medios de Rosario y la región.
Anabela integra la enorme masa de madres precarizadas -y monotributistas- que hacen de todo al mismo tiempo. La cuota alimentaria no le alcanza para cubrir las necesidades de su hijo y la pandemia no hizo más que agudizar una realidad que atraviesa desde que es madre. “Tuve que sumar más horas de trabajo para poder subsistir, para que Juan tenga todo lo que necesita, pagar el alquiler, los impuestos, la ropa, el jardín, todo lo que implica una vida. Y tomar más trabajo angustia porque eso lo siento en la relación con mi hijo, a veces no puedo dedicarle el tiempo a él, o a mi trabajo, y termino agotada y angustiada”.
Cerca de las diez de la noche, Anabela logra dormir a su hijo. Evitando hacer ruido prepara el café, enciende la máquina y repasa los apuntes de la audiencia judicial que cubrió durante la mañana.
Hoy le tocará escribir hasta la madrugada.
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El despertador de Vanesa suena antes de las siete. En sus cálculos está el tiempo que destina para atravesar media ciudad, desde la zona sur hasta el noroeste de Rosario. Allí dá clases en la primaria de la escuela del padre Edgardo Montaldo del barrio Ludueña. A esa hora -y hasta los cuatro años de edad- despertaba a Aimé, que hoy tiene 6, los días en que nadie podía cuidarla durante la mañana, y la llevaba con ella a su trabajo hasta el horario que le tocaba jardín.
Contar con esa posibilidad que le brindaba la escuela fue fundamental. Una red de sostén, una tribu como ella la llama. Y enumera los tres nodos de su red: la comunidad educativa de Ludueña, las amigas, su familia.
Vanesa se separó de su ex pareja cuando su hija cumplió el año. Desde entonces es ella quien se ocupa 100 por ciento del sostén económico de su hogar. Después de cumplir los cuatro años, decidió que Aimé fuera a una escuela de su barrio de zona sur para que pudiera tener más independencia. Eso la obligó a reorganizar sus tiempos y para los traslados contaba con la ayuda imprescindible de su papá quien falleció el año pasado de forma abrupta. “Eso fue tremendo”, recuerda Vanesa y se le entrecorta la voz.
En ese contexto, la pandemia y con ella la suspensión de las clases presenciales en todo el país.
La vida dejó de ser la que era.
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-En el medio nos matan mientras seguimos acá, dando vueltas por los pasillos,- grita Lorena, con la rabia que escupe de su boca.
Minutos antes había sido maltratada por una operadora de justicia cuando fue a solicitar, por segunda vez, una orden de restricción de acercamiento y cese de hostigamiento para su ex pareja y padre de su hijo Juan que hoy tiene 4 años.
Los pasillos de Tribunales suelen ser inhóspitos, aún cuando rebalsan de gente. Lorena los camina más de una vez. Recuerda con detalles aquella mañana de frío, pre pandémica, en la que tuvo que golpear las puertas del Juzgado de Familia para notificar que su ex pareja, quien había solicitado una audiencia de mediación por el régimen de comunicación, tenía denuncias por violencia y una perimetral. En el juzgado quedaron sorprendidos: jamás habían cruzado los datos y por ese motivo, la citaban en 15 días junto a su agresor.
-¿Cómo puede ser que nos expongan a esto?
Lorena llora. La bronca, el miedo, la soledad, el cansancio, todo hace mella en un cuerpo que tiene algunas cicatrices y un tatuaje con el nombre de su hijo.
Hace tiempo que inició el juicio por alimentos pero hasta ahora no hubo avances en la justicia. Las cifras reflejan la realidad: sólo una de cada cuatro mujeres cuenta con los ingresos de la cuota alimentaria.
-Me separe del papá cuando era muy pequeño y nunca se hizo cargo ni desde lo económico ni desde lo afectivo. Después de mucho tiempo decidí empezar con el juicio de alimentos, agotar todas las instancias, sin respuestas todavía. Todos los gastos de mi hijo los afronto yo, sí tengo ayuda con la ropa que vamos heredando, que vamos reciclando y que me llega de parte de compañeras que tienen hijos más grandes.
Otra vez, la red. Para Lorena, la ayuda de su mamá -cuando puede viajar desde su pueblo a Rosario- es fundamental. Pero también hay otras redes que salvan cuando los cuerpos están tan dolidos por la violencia machista, que también es económica.
Es domingo, día de descanso. Juan se entretiene con sus juguetes mientras su mamá prepara el almuerzo. En el departamento que alquila Lorena desde hace más de 15 años -y cuya renta le acaba de aumentar un 90 por ciento –hay fotos y carteles: Néstor y Cristina, Perón y Evita y en la cocina, la pizarra con la frase “se va a caer” escrita en tiza blanca.
-Soy peronista desde que nací. Pero feminista, no. Exponerme a tanta violencia por parte del papá de Juan hizo que la red de compañeras feministas me acompañaran, ayudarán y me guiaran en esta filosofía de vida y en el proceso constante de deconstrucción permanente. Me acerqué a muchas mujeres, grupos, organizaciones que compartían no solo la misma experiencia dolorosa de violencia, sino de maternidades, crianzas, soledades, miedos, culpas-, dice Lorena.
Lo que calla es lo que evidencia su propio cuerpo o los stickers que pega en la heladera: a Lorena la salvó el feminismo.
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Primera ola.
Fase 1.
Aislamiento social, preventivo y obligatorio.
Las calles están semi desiertas y el móvil policial circula vociferando restricciones. Todo se volvió virtual en un mundo que parece ciencia ficción.
Vanesa entra en crisis. La docencia le demanda mucho más tiempo del esperado porque en su escuela no hay virtualidad posible, entonces arma el grupo de Whatsapp, edita videos, responde preguntas de sus alumnos a toda hora, coordina demandas que van más allá de la consulta por una tarea puntual. A las familias del barrio le hace falta abrigo y comida y hay que gestionar la ayuda, estar presente como docente en el marco de una emergencia sanitaria, que también es económica. Llega la noche y Vanesa está agotada. Siente que no pudo jugar con Aimé, que la dejó muchas horas frente al televisor, que no compartió el tiempo que hubiera deseado aunque, literalmente, transcurra las 24 horas del día junto a ella.
Hay noches en que Anabela se encierra en el baño a llorar. Es el momento del desahogo y siente que “la cabeza no le da más”. Su cable a tierra es la terapia, la ayuda profesional. Dice que no sabe cómo pero de algún lado saca fuerzas para no rendirse en la cama, seguir trabajando y criar a su hijo. Pero cuando recuerda los meses de estricto aislamiento, se angustia:
– Tuve que empezar a tomar medicación porque tenía ataques de ansiedad. Incluso, después de la apertura me quedaron sensaciones de mucha angustia. Hice de todo para tratar de sentirme bien porque en ningún momento podía tirarme en la cama a llorar, tenía que trabajar y criar a un nene. No sé como, pero en ese contexto salí adelante.
Para Lorena, los primeros meses de cuarentena fueron un refugio.
-Quedarme adentro, encerrada, me daba tranquilidad.
No tener que salir, para ella, significaba no exponerse a un posible encuentro con su agresor y todo lo que le implica la calle: que el corazón se acelere ante cualquier ruido, el estado de alerta constante, los ojos bien abiertos haciendo fotos panorámicas.
-El único refugio donde puedo estar sin miedo es aquí, en mi casa-, dice.
En ese tiempo, Lorena contó con la presencia de su mamá que vive a 130 kilómetros de distancia. Pero después quedó sola, otra vez, a cargo de Juan y con nueve horas de trabajo homeoffice.
“Barbijo. Alcohol en gel. Salir, desinfectarse. Con un niño de 4 años se me hizo muy difícil”. A pesar de todo, y al igual que Vanesa, Lorena también se siente “una privilegiada”, tal vez por contar con lo básico: un trabajo en relación de dependencia, derechos laborales reconocidos por ley, una obra social en tiempos de pandemia, autonomía económica. “Hay muchas mujeres que la están pasando muy mal y están en muchas peores condiciones de las que me tocó a mi, en un clima adentro de su hogar de mucha hostilidad. En este contexto es muy difícil estar sola, desde lo económico y desde lo emocional”.
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– La plata no alcanza
La Poderosa cuenta con 19 cuidadoras comunitarias que se ocupan de acompañar a les hijes de muchas madres que tienen que salir a trabajar para sostener el hogar. En el barrio Los Pumitas de Rosario, la tribu necesaria, esa red de sostén y acompañamiento, es la Casa de las Mujeres y Disidencias de la organización. Vanesa tiene 34 años, tres hijes de 16, 12 y 6 años y su casa compone el 55% de hogares con ingresos más bajos sostenidos solo por mujeres, según cifras del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec).
Su historia no es tan distinta a la que vivió su mamá a cargo de la economía y la crianza de todos sus hijos. “Desde que tuve a mi primera hija empecé a trabajar, a los 18 años. En ese entonces ganaba 40 pesos por día y con eso me sustentaba para vivir”, cuenta Vanesa que a pesar de tener un trabajo por horas como empleada de limpieza -que disminuye con cada restricción- asegura lo que muchas otras mujeres madres revelan con crudeza:
– la plata no alcanza.
Hace dos años y por insistencia de su hermana se sumó a La Poderosa. Primero empezó cocinando. Después se integró a las asambleas villeras y hoy es una de las mujeres que le da vida a la Casa que fundó la organización, un espacio de referencia para muchas vecinas. El año pasado, pandemia mediante, lograron instalar el nodo de conectividad y eso posibilitó que las familias, entre ellas la de Vanesa, pudieran conectarse a internet y tener acceso a una computadora para realizar las tareas de la escuela y las clases virtuales.
En Los Pumitas hay una canchita de fúbtol que no tiene ni luz ni sombra y calles de tierra que cada vez que llueve se transforman en un barrial. Hace tres años, cuando el calor apretaba un ocho de marzo a plena tarde, una de las mujeres de la Poderosa escribía con fibrón negro un deseo sobre la palma de sus dos manos: “Casa de la mujer Ya”. Tenían un sueño: poder construir un espacio vital para el barrio. “Acá en la villa, no venimos de una universidad ni tenemos 200 libros leídos pero la realidad la vivimos día a día, saliendo a trabajar para que a los pibes no les falta nada. Y ahora estamos en la lucha para poder hacer la Casa de la Mujer en el barrio”, decía una de las mujeres en una ronda de vecinas a metros del merendero.
Un año después, en el 2019, lograron construir la casa que hoy es un refugio. Vanesa dice que allí se están organizando en este contexto pandémico: las trabajadoras de los comedores, de las postas sanitarias y de cuidados. Que necesitan ser vacunadas y tener un reconocimiento salarial por parte del Estado. Vanesa dice lo que la realidad expone a gritos: las redes que salvan en los territorios más vulnerados también son construídas por mujeres las que, a su vez, cargan con las tareas de cuidado, alimentación y escolaridad, adentro y afuera de su hogar.
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– Las putas me salvaron la vida-, dice Gabriela.
Y habla de la red, de esa que te ataja en el peor momento.
– Las compañeras me salvaron, ellas estuvieron para sostenerme y no caerme.
Son las nueve de la noche y se prepara para salir a trabajar. Francesco, su hijo de 9 años quedará al cuidado de una compañera hasta las doce o una de la mañana, según la demanda de trabajo. Cuando su hijo tenía un año comenzó a ejercer el trabajo sexual para poder vivir. Gabriela, quien fue parte del Frente de mujeres del Movimiento Evita, se sumó al gremio de AMMAR y hoy es la secretaria adjunta del sindicato de Mujeres Meretrices que, en Rosario, volvió a refundarse tras el femicidio aún impune de la máxima dirigente sindical, jefa de familia y mamá de Macarena, Sandra Cabrera.
Los días de Gabriela se dividen en horas de militancia, trabajo sexual y maternidad. Ella está a cargo 100 por ciento de la economía y el sostén de su hogar, aunque el padre de su hijo, cada tanto, pasé unos días con él. El 90% de las trabajadoras sexuales son jefas de familia a cargo de 1 a 7 hijes y marcadas por una evidente desigualdad: no cuentan ni con obra social ni aportes jubilatorios a pesar de ejercer el oficio desde hace más de 20 años en muchos casos. Clandestinidad es mayor vulnerabilidad y Gabriela lo tiene muy claro: “la mayoría no accedemos a una vivienda propia, alquilamos en hoteles o en departamentos que nos cobran mucho más caro, y esta pandemia que viene azotando hace un año ha agravado todo. No es lo mismo transitarla con derechos laborales que sin derechos”.
Alquilar es una pesadilla: los dueños suelen subir el precio dos o tres veces más de lo que indica el mercado y al no contar con recibo de sueldo, los abusos son cotidianos. Cuando finalizó el decreto que frenaba los desalojos durante la cuarentena, muchas trabajadoras sexuales tuvieron que acudir a la justicia para presentar un amparo y evitar quedar en la calle. Gabriela está en esa situación, con su hijo a cargo y una familia a 1000 kilómetros de distancia. “Hay diez compañeras en extrema vulnerabilidad y estamos intentando conseguir un subsidio habitacional del gobierno provincial. Hay muchas que debemos cinco o seis meses de alquiler porque nuestro trabajo bajó muchísimo. No tenemos respiro. Antes de la pandemia vivía al día, la remaba en dulce de leche, pero el covid nos arruinó”.
Vendedora ambulante, moza, empleada doméstica. Gaby enumera la lista de sus empleos precarizados. Desde hace 8 años elige el trabajo sexual porque dice que le da autonomía y con lo que gana, puede parar la olla. Dice también que es necesario empoderar a las compañeras para contar con información, para no ser atropelladas por el cliente. Por eso el sindicato. Por eso la remera de “puta feminista” que lleva con orgullo.
-A mí se me infla el pecho cuando una compañera dice ‘ya no soy la misma de antes, hoy las reglas del juego las pongo yo’. El cliente se cree que puede hacer lo que se le cante y que las compañeras puedan plantarse con sus derechos es muy importante. Este sistema patriarcal y machista no perdona que nosotras hagamos un paso al costado y le pongamos un precio a nuestra sexualidad. Y termina siendo mucho más violento cuando sos madre.
-¿Tu hijo sabe de qué trabajas?
-Sí, yo hablo mucho con mi hijo. El sabe que soy trabajadora sexual y a veces me ha preguntado ‘mami ¿hasta cuándo pensas serlo? y yo fui muy clara. Le dije que hasta que no tengamos derechos laborales no vamos a parar.
La calle está difícil. La pandemia agravó la situación laboral y la oferta aumentó muchísimo. Organizarse, para Gabriela, es la clave. Pero también lo son las redes que entre ellas construyen para salvarse unas a otras cuando el Estado les niega derechos y las expone a la clandestinidad. Gestionar bolsones de alimentos, confeccionar un roperito para el invierno, inscribir a las compañeras en el programa nacional Potenciar Trabajo, buscar una abogada para evitar un desalojo, cuidar a les hijes cuando hay que salir a trabajar. Las compañeras son su tribu.
Gabriela lo vuelve a decir, con insistencia y orgullo:
-En el peor momento de mi vida, a mí me salvaron las putas
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Peatonal San Martín entre Rioja y San Luis. Pleno centro de Rosario, plena luz del día. Junio del 2020.
El tipo la agarra de la campera mientras le dice:
-Ahora ya está, cagate mami, vos te la buscaste.
Con esa virulencia recupera la bicicleta al instante e impide que Natalí pueda irse. Llega la Gum, después la policía y finalmente la detienen.
Hace un año que Natalí está presa por un intento de hurto en la vía pública que nunca se consumó. Y hace solo una semana la condenaron en un juicio que duró dos días, por Zoom, a 3 años y 6 meses de prisión efectiva, en una pena unificada por contar con una condena condicional anterior que fue revocada durante la audiencia.
Natalí es cuidacoches y mamá de siete hijxs que viven con sus abuelas. Su vida entera está atravesada por la pobreza y la institucionalización. A los 8 años fue internada en el Hogar del Huérfano, después su “hogar” fue la calle y ahora la cárcel. La respuesta para la desigualdad estructural que marca la trayectoria de vida de Natalí, solo fue punitiva. “¿Dónde estuvo el Estado cuando ella fue institucionalizada en el Hogar del Huérfano a los 8 años, y después en situación de calle con siete hijxs a cargo?”, se pregunta Bernardette Blua, abogada de la Asociación de Pensamiento Penal.
El juicio al que fue sometida el 1 de junio de 2021 es “de clase y de género”, opinan las organizaciones que presentaron sus reparos ante la Fiscalía para evitar llegar a este proceso que consideran “ridículo”. Pese a que también la Colectiva de Abogadas Translesbofeminista se pronunció al respecto, sobre Natalí volvió a recaer el peso de una condena desproporcionada.
“El caso de Natalí no solamente desnudó la falta de perspectiva de género que le asiste al Ministerio Público de la Acusación cuando decide acusar a mujeres en situación de extrema vulnerabilidad, sino que además dejó entrever la discrecionalidad con la que se gastan recursos que son públicos y sostenemos entre todes, puestos al servicio de la persecución de hechos torpes e insignificantes cometidos por personas en contexto de pobreza y que han permanecido invisibles durante toda su existencia”, dicen las abogadas que integran la colectiva autogestiva y feminista.
Natalí es madre.
Es mujer.
Es pobre.
Tendrá al menos que esperar 8 meses para poder solicitar una libertad condicional. Afuera la esperará la noche cuidando autos, el dedo acusador de un enorme sector social, la falta de oportunidades laborales y el sesgo punitivo de una justicia sin perspectiva de género.
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Ocho portones bien custodiados son los que hay atravesar hasta llegar al pabellón de Madres. En el medio, solo pasillos y rejas. Hay un afuera adentro de la cárcel: un pequeño espacio de tierra que tiene un tobogán amarillo y en un rincón, una sillita de plástico color fuccia que rompe con la monotonía de los muros grises.
Ubicado en 27 de febrero y Circunvalación -uno de los límites que tiene Rosario- se impone el nuevo Complejo Penitenciario. En ese penal hay 183 mujeres privadas de libertad y 13 niños menores de 4 años soportando el encierro junto a sus mamás. Hay madres que tienen a sus hijxs afuera, al cuidado de otras mujeres quienes, en general, son las abuelas, y muchas otras que habitan con la angustia de no saber nada de ellxs. Cuando hay sostén, la crianza se realiza colectivamente más allá de las rejas.
Graciela Rojas, directora de la ONG Mujeres Tras las Rejas, escribió hace tiempo en su libro “Nadie las visita”: “ser mujer, delinquir y ser madre termina de sepultarla como persona ante la mirada androcéntrica de una sociedad que simbólicamente la subsume a la procreación, la crianza y el cuidado de los hijos, ya que el ‘delito la desvía del amor maternal’. Se espera de ella que sostenga el mandato de ser madre abnegada, esposa sumisa e hija cariñosa. Ser mujer y delinquir es un doble delito: primero el jurídico, y segundo el social”.
¿Cómo es la rutina adentro de una cárcel?
-Levantarnos, comer, dormir, volver a levantarnos, limpiar, comer, volver a acostarlos. Y eso es lo que conocen los chicos acá adentro, sobretodo los que no tienen un familiar que los venga a buscar para sacarlos afuera. La única alegría es cuando los nenes ven algo nuevo. No sé, un pajarito ponele, para ellos es algo fascinante, verlo comer, verlo volar, verlo cantar, para ellos eso es algo nuevo y quizás para otros chicos de afuera, es algo normal. Acá valoramos por lo menos eso. Así a nosotras también se nos pasa el tiempo.
La que habla es Etelvina. Hace 4 años estaba presa con su pequeña hija en la antigua Unidad 5 de mujeres, la vieja casona de Refinería cuyo patio se parecía a una jaula.
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Segunda ola.
Fin de la Fase 1.
Volver a la escuela de a ratos, el contacto con les pibes, la comunidad de Ludueña. La vida en una burbuja que alterna entre semana y otra vez, reorganizarse: Aimé duerme en la casa de su abuela cuando le toca “burbuja” porque Vanesa no llega con los tiempos, entre las clases que dicta por la mañana y las clases de su hija por la tarde. A Vanesa la salva su propia red de contención. Su mamá, sus amigas. “En general somos las mujeres, aún las que están en pareja, quienes cargamos con esa carga mental de las tareas de cuidado. Yo ahora, si quisiera tener otro hije, necesitaría de esta red personal que tengo, porque parecería que no es posible tener una carrera profesional y ser madre. Tiene que haber una política de Estado, es imprescindible”.
Lorena desde temprano empieza con la limpieza de la casa antes de que Juan despierte. Aprovechará el tiempo para dejar frizada alguna verdura y adelantar el trabajo que más concentración le requiere. 8 y media de la mañana la rutina cambia y la demanda de su hijo le ocupa, al menos, unas dos horas. Después intentará sostener una reunión virtual con su hijo trepado a la espalda y, entre medio, salir corriendo para llevarlo a la burbuja de su jardín donde estará solo 45 minutos, lo esperará en la calle, caminarán rápido las cuadras hasta llegar a la casa, y retomará el trabajo que quedó pendiente. “Entre trabajo y crianza no pude todavía diferenciar los tiempos y tener una rutina como era antes de la pandemia y siento que hago lo que puedo. Estamos todo el día en casa y hay muchos momentos en que colapso, momentos de gritar, de no aguantar más”.
“Yo estuve sola siempre, pero a veces charlo con mis amigas que están en pareja, y la realidad es que en general siempre somos las mujeres quienes estamos al frente de las situaciones para resolverlas”, dice Anabella. La ayuda con la que cuenta para el cuidado de su hijo es su mamá. Al igual que Lorena, su red familiar es fundamental. También comparte la misma mirada cuando habla de las políticas públicas que hacen falta para atender las demandas de las familias monomarentales:
“Con la AUH no se resuelve el problema de fondo y en el plano judicial, hay una ausencia tremenda del Estado. Lo veo en mi trabajo: hay mujeres completamente solas y desamparadas deambulando por los Tribunales con sus hijos a cargo. Por suerte, yo puedo tener independencia económica, pero hay otras madres que hacen el reclamo por la cuota de alimentos y tarda muchísimo en llegar, algunas ni siquiera pueden pagar un abogado. ¿Cómo hacen?”
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La violencia económica es una de las formas de violencia patriarcal que sufren mujeres y disidencias. En los hogares monomarentales, además de las historias de vida, los indicadores demuestran el fuerte impacto de la crisis económica y la pandemia: “las mujeres a cargo de niñes menores de 12 años fueron las más afectadas en la caída de la actividad económica por el incremento de las tareas de cuidado como consecuencia de las medidas sanitarias impuestas para dar respuesta a la pandemia” señala el Equipo Argentino de Justicia y Género.
Ivana Marquez es licenciada en Economía, docente e investigadora de la UNR. “En este contexto, es el mismo sistema que retroalimenta las situaciones de desigualdad y que implica para las mujeres no sólo que tengan que ocuparse de todo el trabajo doméstico y de cuidados al interior del hogar sino que también deban salir a trabajar remuneradamente en condiciones de inequidad, con bajos salarios, trabajos precarizados, sin aportes y sin obra social. Esto también es violencia económica”, define.
También destaca la situación crítica de hogares sostenidos por mujeres durante la pandemia: “Argentina venía de un gobierno neoliberal con políticas económicas de ajustes que recaen sobre el sector más vulnerable de la sociedad. En este sentido, en aquellos hogares monomarentales donde la inserción laboral es precaria, el acceso a la vivienda, a la educación y a la salud es insuficiente, les resultó más complejo encontrar una salida a la crisis. El cierre de escuelas, jardines maternales y otros espacios de cuidados públicos y privados, esto significó que una parte del cuidado que estaba como “resuelto en la esfera de lo público” recaiga sobre las mujeres. Hay mujeres a las que además del home office se le sumaron todas las actividades escolares de sus hijxs. Aquí hay que pensar que tuvieron que coordinar todo el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado, con la educación y con el trabajo remunerado en el mercado. Hay otro sector, por ejemplo, el de empleadas domésticas de casas particulares que en un principio no podían ir a sus lugares de trabajo con lo que esto implicó un descenso en sus ingresos o incertidumbre respecto si lo van a percibir aún no presentándose en su lugar de trabajo, sobre todo para aquellas mujeres donde no se encuentran registradas y no perciben ni aportes jubilatorios ni obra social”.
Algunos datos:
– Durante el tiempo en que hubo mayor cierre de la economía, la tasa de participación económica de las mujeres caía 8,2 puntos porcentuales (pp), dejándolas en un nivel comparable al de dos décadas atrás. Más de 1 millón y medio de mujeres salieron de la actividad, señala el informe elaborado por Unicef y la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía. Para las mujeres jefas de familia, la caída fue aún peor: 14pp. “Es decir, quienes enfrentan las mayores cargas de cuidados son las que se vieron más afectadas por la crisis.”
-En el primer trimestre del 2020, en los hogares monomarentales la pobreza alcanzó al 59% de los hogares y al 68,3% de los niños, niñas y adolescentes en el mismo período, según señala Unicef a partir de datos de la EPH.
-Un informe del Cippec destaca que el 36% de los hogares del país tienen a la mujer como principal sostén y en el 10% de los ingresos más bajos, encabezan el 55% de los hogares, mientras que en el 10% de los hogares con mayor poder adquisitivo, lo ocupan varones.
Es evidente: sobre el cuerpo de las mujeres recaen las tareas del hogar no remuneradas y el peso de generar ingresos para sostener económicamente a sus hijes.
“Son familias que sufren violencia económica de parte de los progenitores varones que incumplen con el deber alimentario”
Si bien el gobierno argentino presidido por Alberto Fernandez creó el Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad y, en febrero del 2020, conformó la Mesa Interministerial de Políticas de Cuidado con el objetivo de articular acciones y estrategias que tengan como foco la problemática, lo cierto es que al interior de los hogares monomarenatales pesa la crisis, el impacto de la pandemia y, a su vez, las medidas económicas de emergencia no han logrado alcanzar a la totalidad de la enorme masa de mujeres madres único sostén de hogar. Así lo señala Paola Urquizo, psicóloga, integrante del Observatorio del Derecho a la Ciudad y cofundadora de Materfem Argentina: “Mientras exista incompatibilidad de las asignaciones familiares por embargo, con prestaciones como la Tarjeta Alimentar, o los bonos IFE o similares, seguirá excluyéndose a miles de niños y niñas de la asistencia que necesitan. De hecho, estas familias monomarentales no recibieron ningún tipo de auxilio económico en el contexto de pandemia debido a las incongruencias en los registros previsionales que aún siguen vigentes. Son familias que sufren violencia económica de parte de los progenitores varones que incumplen con el deber alimentario y también, sufren la ausencia del Estado que profundiza la violencia”.
Al respecto, un informe de Cippec, basado en datos del año 2015, indica que del total de hogares monomarentales, solo el 32% recibe ingresos por cuota de alimento. Paola Urquizo sostiene con claridad al medio Página/12: “Queremos hablar de que el incumplimiento de las cuotas alimentarias es un tipo de violencia y no tiene justificativo. En general los jueces justifican con crisis económicas, falta de empleo y sabemos que en la mayoría de los casos no es así, sabemos que los tipos se insolventan para no cumplir con el deber alimentario”
«la maternidad no es un tema privado e individual sino que es una cuestión pública y colectiva, muy determinada por las políticas y el entorno en que nos encontramos. Desde una perspectiva feminista, es fundamental desindividualizar la maternidad y desfeminizar el cuidado»
La escritora Esther Vivas, autora del libro “Maternidad Desobediente” habla de la necesidad de discutir la “responsabilidad colectiva” que supone maternar. En una entrevista con Agencia Télam, dirá: “La maternidad también viene atravesada por una cuestión de clase y raza. La experiencia materna está condicionada por el contexto socioeconómico, un contexto por cierto hostil al cuidado. Así a las dificultades para ser madres, en una sociedad que da la espalda a la crianza, se tiene que sumar la precariedad económica que golpea a determinados sectores sociales y que dificultan aún más la vivencia materna. La maternidad se asocia a una cuestión personal, con lo que toda la responsabilidad acaba recayendo en las madres. Sin embargo, la maternidad no es un tema privado e individual sino que es una cuestión pública y colectiva, muy determinada por las políticas y el entorno en que nos encontramos. Desde una perspectiva feminista, es fundamental desindividualizar la maternidad y desfeminizar el cuidado, señalando que ambas son responsabilidad de todas las personas”.
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“Eso que llaman amor es trabajo no pago” es la frase que los feminismos instalaron para visibilizar la problemática que afecta principalmente a mujeres y disidencias. La Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género, que conduce Mercedes D’Alessandro, presentó en septiembre del 2020 el informe “Los cuidados, un sector económico estratégico. Medición del aporte del Trabajo doméstico y de cuidados no remunerado al Producto Interno Bruto”. Allí se revela un dato crucial: las tareas domésticas y de cuidado son la actividad que más aporta a la economía: los cuidados representan un 16% del PBI. Las mujeres le dedican más de 96 millones de horas diarias a estas tareas, sin ningún tipo de remuneración pero con un gran costo en términos de tiempo. El 75,7% de las tareas son bancadas con el cuerpo de las mujeres y también de personas travestis-trans quienes sostienen muchas otras redes de cuidado, sin contar con derechos laborales ni posibilidades de acceso a una jubilación.
El flamante Programa Integral de Reconocimiento de Períodos de Servicio por Tareas de Cuidado impulsado por la Anses, es una de las políticas públicas más significativas del gobierno nacional, con un claro impacto en la vida de 155.000 mujeres de entre 59 y 64 años que ahora tendrán la posibilidad de jubilarse, aún sin tener los 30 años de servicios requeridos. Es que el Programa reconocerá, por primera vez, las tareas de cuidado y crianza como años de servicios previsionales: un año de aportes por cada hijo y en el caso de las titulares de la Asignación Universal por Hijo (AUH), se agregarían dos años más por cada uno.
En este sentido, la dimensión del tiempo cobra una relevancia fundamental. Ivana Marquez, consultada por enREDando, analiza: “En pandemia sucedió que las tareas del hogar recayeron aún más en las mujeres, quienes a su vez las que trabajan remuneradamente y lo hicieron desde sus hogares, además del home office tuvieron que hacerse cargo de las tareas de cuidado y el trabajo doméstico. En este contexto también hay que pensar en aquellas mujeres que no disponen de ingresos propios, mujeres que reciben salarios más bajos, en una inserción laboral precaria y fragmentada, en ausencia o baja cobertura de seguridad social y en mujeres con escasa experiencia laboral por dedicarse la mayoría del tiempo a las tareas del hogar… En este sentido es interesante el aporte de otra dimensión, como es el caso del tiempo: ¿se feminiza aún más la pobreza?.”
“La importancia del trabajo no remunerado para alcanzar un mínimo estándar de vida no se refleja en las mediciones oficiales de pobreza”
La economista de la UNR introduce una variable que las mediciones oficiales sobre pobreza no tienen en cuenta: el tiempo de trabajo no pago. “La importancia del trabajo no remunerado para alcanzar un mínimo estándar de vida no se refleja en las mediciones oficiales. En las mediciones de pobreza absoluta, la medición de requerimientos de ingresos no implica que los hogares estén efectivamente consumiendo la canasta de pobreza, sino sólo que tengan los ingresos para adquirirlas. Esto implica que los hogares disponen del tiempo suficiente para transformar los alimentos listos para el consumo, como también para cuidar de lxs niñxs, lo que supone indirectamente que las familias con hijxs tienen tiempo suficiente para los cuidados. Entonces si una calcula pobreza por tiempo, obtiene otros resultados: encuentra pobres invisibilizadxs. En lo concreto, para medir pobreza de tiempo, la Economía Feminista toma como punto de partida el trabajo no remunerado que establece un umbral de requerimientos de tiempo”.
¿Por qué es importante medir la pobreza de tiempo? ¿Por qué es necesario pensar en una nueva normalidad con un sistema de cuidados diferente?
Ivana lo explica con claridad: “En el sistema de cuidados hay una organización muy frágil y muchas veces informal para sostener la atención de las infancias, los adultos mayores y los enfermos. Son tareas que en su mayoría recaen sobre las mujeres y esto es ignorado por el mercado y el sistema laboral. La pandemia revela esta realidad, la cual debe ser tenida en cuenta y darle un abordaje”.
“El ingreso universal, si bien no resuelve las cuestiones estructurales del lugar que ocupan las mujeres en la sociedad y en el sistema económico, es un paso para lograr la autonomía económica”.
Destacará la importancia que se discuta un proyecto de ley para la creación de un Sistema Integral de Cuidados con Perspectiva de Género, ya que “Argentina cuenta con distintos proveedores de cuidados, como por ejemplo, el Sistema de Previsión Social, el Sistema Educativo, el Sistema de Salud Público pero no trabajan de manera coordinada para realmente dar respuesta a las brechas de cuidados existentes” y remarcará la necesidad de pensar en un Ingreso Universal: “tiene la finalidad de la distribución entre todxs lxs ciudadanxs, de una porción de la riqueza generada socialmente, garantizando la cobertura de necesidades básicas. No funciona como un subsidio, no es condicionada y no sería sólo para el sector más vulnerable de la población. De ahí la universalidad. El ingreso universal, si bien no resuelve las cuestiones estructurales del lugar que ocupan las mujeres en la sociedad y en el sistema económico, es un paso para lograr la autonomía económica”.
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-Para las putas, el sostén del hogar pasa por nuestra cabeza, nuestro lomo y nuestro orto.
Gabriela habla sin eufemismos porque lo que le sobra es bronca cuando describe una sociedad “hipócrita y pacata”.
-Un día mi hijo me dijo que en la escuela le podían a hacer bulling si decía de qué trabajaba su mamá y a mi me hirvió la sangre. Imaginate como me puse.
Para cambiar esa realidad, ese estigma que sigue pesando sobre sus compañeras, es que todos los días milita en un sindicato para exigirle al Estado la despenalización del trabajo sexual. “Nosotras somos clase obrera trabajadora y durante muchísimo tiempo nos han hecho creer que no valemos nada, que no servimos para nada. Por eso tenemos que pararnos y decir orgullosamente soy puta y trabajadora sexual. Queremos derechos laborales para quienes decidimos ejercerlo de manera autónoma, y derechos para aquellas que quieran dejarlo y que pueda existir un abanico de oportunidades laborales”.
Lorena dice que está cansada. Que en realidad lo que la agota es la sociedad que alimenta el mito romántico de la maternidad concebida como “color de rosa”. Ni leonas, ni madres superpoderosas, ni abnegadas. Hablamos de una maternidad colapsada que necesita, de manera urgente, políticas públicas que atiendan la demanda del cuidado. De una maternidad criminalizada y precarizada.
“Los medios de comunicación y los productos que te ofrece el mercado para las maternidades “modelos”, te atormenta porque sabes que no podes alcanzar jamás esas expectativas”, dice Lorena quien busca en las últimas horas del día, cuando su hijo ya duerme, un rato de encuentro con ella misma. “Hay una falta de tiempo a solas, de intimidad, de conexión con esa mujer que no sabemos dónde quedó en todo este transitar. Yo estoy aprendiendo a ser mujer primero y después madre”.
1 comentario
EXCELENTES LAS FOTOS DE JULIANA FAGGI
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