Argentina aprobó el primer trigo transgénico resistente a la sequía y con tolerancia a un herbicida cuestionado y prohibido en varios países. El mayor comprador externo de este cereal es Brasil, quien tiene en modo espera a los sectores involucrados. Mientras tanto, más de mil científicos y científicas, organizaciones ambientalistas, sociales, políticas y hasta una parte de la cadena productiva y exportadora ya manifestaron su oposición a esta semilla transgénica. Enredando dialogó con el biólogo e investigador del Conicet Matías Blaustein.
[dropcap]H[/dropcap]ace más de un mes que el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación autorizó la liberación comercial del evento IND-ØØ412-7, un trigo transgénico capaz de resistir el estrés hídrico y con tolerancia al herbicida glufosinato de amonio. La resolución publicada en el Boletín Oficial el 9 de octubre quedó supeditada a la definición de Brasil, principal mercado del cereal argentino. Mientras el gobierno nacional y el sector empresarial directamente involucrado -con Bioceres a la cabeza- esperan que se emitan los permisos de importación en el país vecino, se multiplican las advertencias sobre los impactos negativos de esta nueva tecnología.
A fines de 2018 la empresa Bioceres presentaba como hito “el primer trigo transgénico del mundo”, producto de la colaboración en conjunto con el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y la Universidad Nacional del Litoral (UNL). El trámite administrativo para su aprobación había sido iniciado unos años antes a través de Indear S.A., una de las firmas de la biotecnológica que tiene entre sus principales accionistas a Gustavo Grobocopatel, Hugo Sigman y Víctor Trucco. El Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) y la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia) dieron el visto bueno a la nueva semilla modificada genéticamente: concluyeron que los riesgos por la liberación del trigo HB4 “no difieren significativamente” de los inherentes al cultivo no modificado y que “no se encontraron objeciones científicas para su aprobación desde el punto de vista de la aptitud alimentaria humana y animal”. A su turno, la Subsecretaría de Mercados Agropecuarios, dependiente de la cartera de Agricultura, emitió un dictamen técnico en el que destacó las ventajas productivas, pero advirtiendo el riesgo comercial y su impacto en las exportaciones por carecer de aprobación en Brasil.
El gancho final lo puso la Secretaría de Alimentos, Bioeconomía y Desarrollo Regional, que autorizó “la comercialización de la semilla, de los productos y subproductos derivados de ésta, provenientes del trigo IND-ØØ412-7, y a toda la progenie derivada de los cruzamientos de este material con cualquier trigo no modificado genéticamente”. La resolución, firmada por el secretario Marcelo Eduardo Alos, establece que la comercialización no podrá iniciarse hasta que Brasil emita el permiso de importación correspondiente.
Mientras tanto, en Argentina hay más de seis mil hectáreas sembradas con trigo HB4 a la espera de una definición y las objeciones aparecen por todas partes. Están quienes afirman que es un nuevo peligro para la salud y el ambiente; los que señalan este nuevo avance del agronegocio como otro capítulo que atenta contra la soberanía alimentaria, en desmedro de campesinos y productores que disponen libremente de semillas; los que denuncian irregularidades e intereses corporativos dentro de los propios organismos estatales encargados de aprobar los transgénicos, y los que cuestionan el rol de la ciencia y universidades públicas en beneficio de negocios privados. Por otro lado, tampoco faltan argumentos comerciales: distintos sectores y cámaras vinculadas a la producción y el mercado de granos temen que el trigo argentino sea rechazado por países compradores y por los consumidores.
En la cocina
Raquel Chan es investigadora superior del Conicet, docente de la UNL y directora del Instituto de Agrotecnología del Litoral (IAL). Desde este centro de investigación y desarrollo, Chan lidera a un equipo de especialistas que estudia el funcionamiento de los mecanismos moleculares que permiten a las plantas adaptarse a los ambientes. Como lo explicó la bióloga molecular en varias oportunidades, el gran hallazgo fue el gen Hahb-4, extraído de la planta de girasol, que confiere tolerancia al estrés por sequía: esta fue la base para la tecnología HB4, el primer transgénico desarrollado íntegramente en el país.
“Al entender que contábamos con una tecnología novedosa que podía aportar de forma positiva a la producción agropecuaria, la Universidad del Litoral y el Conicet realizaron un convenio con Bioceres”, relató Chan. En 2012 presentaron su primer éxito: la soja resistente a la sequía con tecnología HB4, alabada en cadena nacional por la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner. La empresa “nacional” que cotiza en la bolsa de New York se unió en joint venture con la norteamericana Arcadia Biosciences para comercializar los granos que contienen el transgén apartado en los laboratorios de la ciudad de Santa Fe. Si bien China -principal importador de soja argentina- aún no marcó luz verde, las acciones de Bioceres se dispararon a mediados de 2019 cuando el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA) dio vía libre para su comercialización en ese país.
A diferencia del impacto restringido a sectores ambientalistas y a un puñado organizaciones y medios de comunicación que generó aquella soja, el nuevo trigo transgénico provocó una reacción instantánea.
Los que no fueron invitados
En una carta abierta dirigida al gobierno de Alberto Fernández, más de mil científicos y científicas del Conicet y de una treintena de universidades nacionales, manifestaron su rechazo y solicitaron al Ejecutivo nacional “que deje sin efecto la aprobación del cultivo de trigo transgénico y que, al mismo tiempo, abra un amplio espacio de debate ciudadano que contribuya a la transformación del actual modelo de producción agrícola”.
“Existen evidencias acerca de las consecuencias negativas que producen los modos y los paquetes tecnológicos usados actualmente en la producción agrícola en Argentina”, advirtieron desde el inicio, y señalaron que “algunos de los principales daños que está produciendo este modelo” se deben al uso intensivo de agroquímicos: “Lejos de reducirse, como anunciaban hace más dos décadas los promotores del paquete tecnológico soja-glifosato, el uso de agrotóxicos se ha incrementado exponencialmente ya que la práctica de la siembra directa con semillas transgénicas y barbecho químico actualmente está concentrando la mayor demanda de glifosato y otros agrotóxicos. La agricultura basada en el uso de organismos genéticamente modificados (OGM), tolerantes a diversos herbicidas selecciona a las malezas resistentes que proliferan, lo cual obliga a aumentar las dosis, a realizar mezclas de múltiples activos y a su vez recurrir al consumo de nuevos herbicidas más potentes. En Argentina, hay falta de registros oficiales de uso y, en función de las proyecciones, actualmente se usan más de 525 millones de litros de agrotóxicos por año (alrededor de 12 litros por habitante, la tasa más alta del mundo) y la autorización del trigo resistente al glufosinato de amonio implicará aumentar aún más ese volumen, que de por sí resulta exorbitante”.
Soslayando toda esta evidencia, Raquel Chan sostiene un discurso defensivo de sus innovaciones y en sintonía con el agronegocio y sus propagandistas que niega el impacto del uso de un nuevo herbicida. “Las tecnologías transgénicas buscan ofrecer soluciones a problemas de la agricultura que no implican necesariamente mayor uso de agrotóxicos”, escribió la científica en un artículo, y en una entrevista reciente -a propósito del lanzamiento del trigo HB4- declaró que el gen de resistencia al glufosinato de amonio “está adentro pero no es necesario usarlo”.
“La sensación que me da es que pretende tomarnos por sonsos y por sonsas. Es decir, ¿para qué se desarrolla una tecnología, para qué se le incorpora un transgén a una planta, si no es justamente como parte de una lógica y una visión que implica claramente su uso?”, dijo a Enredando Matías Blaustein, investigador del Conicet y uno de los firmantes de la crítica misiva dirigida al gobierno nacional. “Todos estos paquetes de plantas transgénicas vienen asociados al hecho de que este transgén les confiere resistencia a un herbicida y esa es la presunta ventaja en términos de producción; justamente para poder seleccionar estas plantas y generar esos grandes desiertos verdes, como es el caso de la soja. Raquel Chan plantea una supuesta neutralidad en la cual se incorpora esto y luego puede ser utilizado o no, según venga bien o venga mal. Pero estas herramientas, estos desarrollos no son neutrales, vienen con una orientación previa”, advirtió el Doctor en Biología y docente de la UBA. Según su análisis, el discurso no se aleja del sostenido por referentes de la ciencia y la técnica que han apoyado fuertemente el desarrollo de transgénicos en Argentina, como el ex ministro Lino Barañao y Moisés Burachik, o el propio Felipe Solá cuando introdujo la soja RR durante el menemismo; incluso citó el polémico informe sobre el glifosato realizado en 2009 por el Conicet y la Comisión Nacional de Investigación sobre Agroquímicos, que planteaba que “el glifosato no es dañino -recordó Blaustein- si no se utilizan grandes cantidades, si no se utilizan miles de toneladas, pero la realidad es que sí se utilizan miles de toneladas”.
El coordinador del Grupo de Biología de Sistemas y Filosofía del Cáncer también hizo una comparación con estrategias similares en otras industrias extractivistas, como la de “minería sustentable” que pinta de verde a la megaminería a cielo abierto “que contamina, deja tremendos pasivos ambientales, saquea los bienes comunes, generando enfermedad y muerte”. Para Blaustein, esta nueva tecnología presentada con rótulos y promesas similares, minimiza que se va a utilizar un herbicida “que es más de diez veces más tóxico que el glifosato”.
Lo que hay de beber
Desde 1996 se aprobaron más de 60 eventos transgénicos en Argentina y ya existen variedades de soja y maíz tolerantes al glufosinato de amonio. Hace años, también, que se advierten los impactos en la salud humana y animal de este herbicida. “El glufosinato en animales se ha revelado con efectos devastadores. En ratones el glufosinato produce convulsiones, estimula la producción de óxido nitroso y muerte celular en el cerebro. Con claros efectos teratogénicos se han descripto hipoplasia (reducción o pérdida) del prosencéfalo, arcos branquiales y extremidades con o sin tubo neural abierto. Todos indicios de un serio compromiso del desarrollo normal del neuroepitelio y probablemente de las crestas neurales”, escribió en 2012 el científico Andrés Carrasco.
En la carta abierta firmada por Alicia Massarini, Particia Kandus, Rafael Lajmanovich, Walter Pengue, Haydée Norma Pizarro, Elena María Abraham, Damián Marino, Guillermo Folguera y Damián Verzeñassi -entre tantos nombres- remarcan que el glufosinato de amonio es un herbicida que, “mirado desde la seguridad alimentaria según FAO, es 15 veces más tóxico que el glifosato, ampliamente cuestionado y prohibido en muchos países por su toxicidad aguda y sus efectos neurotóxicos, genotóxicos y alteradores de la colinesterasa”. También plantean que es letal para organismos que contribuyen naturalmente a mantener la dinámica de los ecosistemas, por lo que resulta muy agresivo con la biota del suelo. “Además, en estos agroecosistemas desequilibrados aumenta la susceptibilidad de los cultivos a enfermedades, con el consecuente aumento en la dependencia del uso de más agroquímicos. Asimismo, deteriora enormemente la calidad del agua dulce acelerando procesos de eutrofización, siendo además tóxico para algunos organismos acuáticos. Además, penetra hacia napas subterráneas, aumentando la lixiviación del nitrógeno de los suelos”, señalan.
Blaustein enumeró sintéticamente que existen numerosos trabajos científicos reportando efectos genotóxicos (que pueden derivar en tumores, por ejemplo), teratogénicos (capaz de provocar malformaciones en el desarrollo), inmunotóxicos (que comprometen al sistema inmune), neurotóxicos y fenotipo “tipo-autista” en ratones (se pueden consultar algunos acá, acá, acá, acá y acá).
Tentempié de semillas, paquete agrobiotecnológico de plato principal
Se escucharon muchos argumentos en contra de esta nueva tecnología. Un sector del ambientalismo, por ejemplo, se opone a la transgénesis misma. Otra parte de ese heterogéneo campo, y de los que rechazan el trigo HB4, plantea que la tecnología por sí sola no presentaría a priori grandes amenazas (si bien hay quienes prefieren acudir al principio precautorio), sino que son los fines, los usos y los negocios que vienen en combo los que hacen peligrar la salud, el ambiente y la soberanía alimentaria.
“El problema más grave y principal tiene que ver con el paquete completo. Y sobre todo el aspecto más visible, la dimensión más apreciable, tiene que ver con el uso de agroquímicos que generan todos los problemas que conocemos”, planteó Blaustein a Enredando, y amplió: “En principio, digamos, en lo que tiene que ver con los testeos que se hacen en laboratorio, el agregado de un gen, de un pedazo de ADN, no representaría en condiciones restringidas, controladas, mayores problemas. El problema -además de la neutralidad de la que hablábamos- es que acá se agrega otro elemento que es el reduccionismo que en general habita y caracteriza a muchos sectores de la ciencia -y en particular al de la biología molecular y el de la biotecnología- en donde lo que se estudia o se trabaja en condiciones controladas y a pequeña escala en cultivos, se extrapola a gran escala y se pretende que si no pasó nada grave a pequeña escala en condiciones controladas nada grave puede pasar a gran escala. Y se supone y se plantea que este tipo de cultivos no se van a cruzar con otros cultivos. Hay todo una serie de desarrollos que plantean eso, pero después -tanto con el caso de la soja, del maíz y probablemente también con el trigo; incluso con otras experiencias, como ha sido el desarrollo de mosquitos transgénicos para controlar el dengue, el zika y otras enfermedades, que supuestamente no se pueden cruzar con el resto de la población-, justamente por este reduccionismo, resulta que pasan cosas que exceden la intuición humana, o por lo menos la intuición de quienes hacen estos desarrollos, y efectivamente sí terminan transfiriéndose estos genes, cruzándose estos mosquitos o estas plantas con otras poblaciones. Y entonces ya empiezan a aparecer cuestiones ecológicas, cuestiones relacionadas con la biodiversidad que escapan a esta intuición y en donde muchas veces pueden llegar a pasar cosas que no se sospechan en un principio”.
Es un hecho que este combo asociado al trigo HB4 va a aumentar la frecuencia de las fumigaciones. El trigo es un cultivo de invierno y la aplicación de glufosinato de amonio se extenderá durante esta estación en la que se prolonga la vida media de plaguicidas en el ambiente según la ciencia. “Hasta el momento, el uso del paquete tecnológico estaba particularmente asociado al cultivo de soja, maíz y algodón, cultivos principalmente vinculados a la producción de granos para forraje y aceites. El trigo, en cambio, es la base de la alimentación de las y los argentinos, ya que con él se elabora el pan y gran parte de nuestros alimentos que están basados en sus harinas. A partir de esta autorización, el trigo HB4 tendrá residuos de glufosinato al igual que las harinas y sus derivados, es decir, habrá glufosinato en alimentos básicos de consumo diario. Dado que en Argentina no hay ley de etiquetado de transgénicos, toda la población estaría expuesta a su ingesta en la dieta diaria”, advierten los más de mil científicos y científicas.
¿Quiénes son los anfitriones?
Casi en paralelo con la admisión del trigo HB4, el Ministerio de Agricultura aprobó la “Iniciativa 200 millones de toneladas de cereales, oleaginosas y legumbres”. La resolución 216/2020, publicada en el Boletín Oficial, proyecta alcanzar ese nivel de producción de granos antes de 2030: es decir, sumar 60 millones de toneladas a la actual, “recuperando” hasta un millón de hectáreas (sin eufemismos, avanzar sobre tierras que aún no fueron puestas a producir, extender la frontera agropecuaria). Las proyecciones de mayor rendimiento vienen de la mano de “nuevas tecnologías seguras” que prometen una reducción cualitativa del uso de agroquímicos. Nada nuevo bajo el sol: los promotores de cada nuevo transgénico repiten ese discurso, sin embargo lo que viene sucediendo es lo contrario, un aumento sostenido de su uso.
El gobierno nacional tiene una hoja de ruta que es clara: incrementar las exportaciones de commodities para enfrentar la escasez de divisas y cumplir, entre otras cosas, con los vencimientos de deuda externa. En ese contexto se entiende la apuesta por el trigo HB4, el lanzamiento del plan para aumentar casi el 40 por ciento de la producción granaria, la instalación de megafactorías de cerdos o las facilidades y beneficios que se han ido otorgando a otras industrias extractivistas como la megaminería o la hidrocarburífera (con una renovada apuesta por el fracking).
El esquema de investigación y desarrollo entre universidades públicas, instituciones como el Conicet y el know how producido en esas instancias se completa con la participación privada, los principales ganadores y quienes mejor explotan estos avances. Los últimos gobiernos, sin solución de continuidad, han sostenido una política clara en este aspecto: la transferencia de conocimientos hacia el sector privado es promovida desde el propio Estado. Esta estructura echa por tierra los argumentos que aluden a una supuesta soberanía nacional alcanzada gracias al desarrollo de eventos biotecnológicos.
Detrás del trigo HB4 está Bioceres, empresa que comenzó a operar en Wall Street en 2019. Su CEO es el santafesino Federico Trucco, hijo de uno de los fundadores de la biotecnológica con sede en Rosario y actual presidente honorario de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid), Víctor Trucco. El heredero también es presidente de la Cámara Argentina de Biotecnología, espacio que comparte con otros dos cabecillas de Bioceres: el reconocido empresario rural Gustavo Grobocopatel (apodado “el rey de la soja”) y Hugo Sigman, dueño del gigantesco Grupo Insud que posee desde empresas farmacológicas hasta medios de comunicación en más de cuarenta países. También está la francesa Florimond Desprez, que se asoció para comercializar las semillas transgénicas en Sudamérica.
Un accionista menor pero con gran poder de lobby es el alma de Clarín Rural y una de las firmas más importantes del Grupo, Héctor Huergo. El responsable del contenido agrario del diario e impulsor de la Expoagro representa la visión más vanguardista del sector: en su búsqueda de productividad y maximización de ganancias no se miden consecuencias más que las comerciales, como lo dejó en claro en una entrevista de la revista Crisis. Un ejemplo: cuando se le preguntó por la importancia de la rotación de cultivos, respondió: “¿Hay riesgos? Y sí, riesgos comerciales. A lo mejor deja residuos tóxicos en el suelo algún día. Veremos cómo se resuelve. En todo caso, mi fórmula no es imponer la rotación sino que trato de convencerte, por ejemplo, hablo de ‘la oportunidad del maíz’. Lo único que me preocupa de la falta de rotación es el aumento del costo de producción”. Un tecnócrata productivista sin tapujos.
Este grupo de empresarios obtuvo la aprobación del Senasa y la Conabia durante el gobierno de Mauricio Macri, dos instituciones públicas con grandes conflictos de intereses (el periodista Dario Aranda lo reveló en sus investigaciones, donde demostró que las empresas que producen y venden transgénicos son las que aprueban su uso a partir de estudios que ellas mismas elaboran). Sin embargo, el por entonces ministro de Agroindustria Luis Miguel Etchevehere no quiso correr el riesgo de entrar en un conflicto comercial con los países compradores de trigo argentino. La decisión generó cortocircuitos con su par de Ciencia y Tecnología, el ex ministro Lino Barañao, un promotor del paquete transgénico. La postergación de esta decisión sólo retrasó un conflicto que ahora está latente: las disputas entre sectores del agro con intereses comerciales encontrados.
Ahora, tras el visto bueno de la cartera que maneja Luis Basterra y ante el temor por la posible pérdida de mercados, casi toda la cadena local manifestó su oposición. Las bolsas cerealeras, centros exportadores y cámaras patronales plantearon el potencial daño que se produciría, pero sin cuestionar la supuesta inocuidad del evento transgénico: esa puerta no se abre desde adentro. En Brasil, la Asociación Brasileña de Trigo (Abitrigo) ya anunció que “se opondrá a la comercialización tanto de harina transgénica como de trigo”. La propia Raquel Chan declaró a Clarín: “Hay un grupo de mucho poder que rechaza el evento por otras razones que no tienen nada que ver con lo ambiental, porque de hecho son productores sojeros y están usando glifosato. Son los que están preocupados porque puede bajar el precio del trigo”.
“Hay dos cuestiones esenciales que tienen que ver con intereses económicos de grupos concentrados. Por un lado, una cuestión importante son los países que van a comprar. Y uno de los principales compradores es Brasil, que en principio no acepta trigo transgénico, entonces eso sería un problema para poder comercializarlo. Y por el otro lado, más allá de quién compra el trigo, están otros productores eminentemente sojeros que pueden ver en la aparición de un trigo transgénico más barato una posible competencia para sus propios intereses. Entonces aparecen varios intereses y disputas, llamémosle interburguesas, que en definitiva también hacen a esta cuestión”, analizó Blaustein, en cierta sintonía con Chan en este aspecto, y cerró la idea: “Por eso también hay detractores no sólo del lado del ambientalismo, sino también desde los grupos económicos. Pero pensemos que dentro de quienes están impulsando este paquete de trigo transgénico y glufosinato están nada más y nada menos que, por un lado Grobocopatel, y por el otro lado Hugo Sigman: dos pesos pesados”.
Exprimido de conocimiento
“Hoy aparece en todos los medios y en la propaganda de los gobiernos esta colaboración público-privada. En el mejor de los casos aparece explícitamente como un desarrollo público-privado, pero muchas veces ni siquiera se menciona y se habla de desarrollos nacionales (donde aparece lo nacional como si fuera desarrollo estatal o lo estatal fuera fuera sinónimo de público)”, opuso con escepticismo el investigador del Conicet frente a la constante difusión del rol del Estado en estas innovaciones. “Nosotros llamamos a esto extractivismo de conocimiento. Un extractivismo que hacen las empresas -que pueden ser nacionales pero muchas veces también trasnacionales- que utilizan a las universidades y a las instituciones públicas de ciencia y tecnología de los países periféricos para extraer conocimiento. Nosotros mismos, así como en el caso de los minerales que son utilizados como recursos naturales para estas empresas, somos utilizados como recursos humanos a los cuales se les extrae conocimiento que luego va a terminar ayudando a generar ganancias a estas grandes empresas”, comparó.
“Muchas veces el Estado lo que pone es simplemente una contraparte, basada en bajos salarios, subsidios deficientes y con todos los esfuerzos de los y las trabajadoras de la ciencia. Después esos resultados y esos desarrollos los termina apropiando el sector privado, justamente para el desarrollo de ganancia; nos extrae plusvalor, por decirlo así”, concluyó Blaustein.
Postre a elección: ¿lo mismo de siempre o algo nuevo?
Sectores campesinos, comunidades indígenas, ambientalistas, científicos, profesionales de la salud, vecinos de los pueblos fumigados, consumidores y un largo etcétera, presentaron motivos diversos pero con varios puntos en común para oponerse a la liberación de este nuevo trigo transgénico. El gobierno nacional también juega sus cartas y busca avanzar con esta tecnología que promete aumentar rindes que se traducirán en mayores ingresos de divisas por exportación y -potencialmente- en regalías: ecuación difícil de eludir en el marco de una severa crisis económica a la que se le agrega una sequía que menguó la expectativas de una campaña triguera récord para este año.
“Espero que Argentina pueda superar esta grieta y no perder la oportunidad de ser líderes en algo”, dijo Chan en Clarín días atrás. Los sectores más avanzados del agro argentino son conscientes de la importancia de desarrollos biotecnológicos de gran proyección, con posibilidad de explotar no sólo un paquete de productos sino también patentes. Ahí no hay resquicios. Si se garantiza mercado externo, tampoco quedarán demasiados argumentos para los sectores que hoy se oponen por intereses particulares.
Hace medio siglo que la llamada revolución verde promete lo mismo que hoy se escucha en boca de los defensores del trigo HB4: que la ciencia mejoraría la producción de alimentos para una población mundial cada vez más grande, que sería sustentable gracias a la eficiencia productiva y que se reducirían las áreas de explotación. Las evidencias demuestran lo contrario: aumenta el uso de agroquímicos y se complejizan los paquetes tecnológicos (transfiriendo cada vez más rentabilidad a megacorporaciones), la frontera se expande arrasando bosques y monte nativo (y a las comunidades que habitan esas tierras) y el hambre en el mundo no se explica por la escasez de alimentos sino por el acceso desigual a los mismos.
En este marco, repensar el paradigma actual es tan necesario como urgente. Si las innovaciones científicas no se orientan con el objetivo de contrarrestar la enorme crisis socioambiental global, será difícil salir de la lógica cortoplacista imperante que avanza sin medir consecuencias sociales y ambientales. A escala local, se presenta una oportunidad para filtrar preguntas y exigir respuestas: con qué fin se impulsan avances científicos y técnicos desde universidades e instituciones públicas, para beneficio de quién, cuáles son las consecuencias y por qué unos pocos deciden por tantos.
La mesa ya está servida, la mayoría ni siquiera fue invitada, pero el comensal más determinante aún no confirmó asistencia.
Foto: Candice Candice en Pixabay