Jugábamos a perseguir a las lechuzas, para evadir así, el espectáculo de las llamas consumiendo el único lugar que conocíamos en el mundo. Una braza caprichosa se escapó del fueguero y cayó sobre mis hombros, tatuando sobre mi piel, la marca de lo que los libros de historia llamarían luego el “Éxodo Jujeño”.
Por Saulo Dalmasso / Foto: Paseo del Exodo Jujeño en Palpalá
… y justo había atrapado un zunca pequeño ¡era muy bonito! lo estaba guardando dentro de mi morral, para darle algo de comer cuando llegara a casa. Siempre me retaban por llevar animales, pero ya se me había ocurrido donde lo iba a esconder.
Pero entonces, una sombra cruzó repentinamente por mi rostro, y al mirar al cielo en busca de una nube inquieta, me encontré con un cusila, volando erráticamente en dirección al sur. Preocupado, por la visita del pájaro de mal augurio, decidí adelantar mi vuelta.
Faltaba poco menos de un mes para que se iniciara la época en que las flores se abrieran, puedo verlo todo como si fuera ayer. A pesar de que el tiempo ha transcurrido y las estrellas han cambiado, parte de mi voz continúa siendo la de un guagua. He perdido varias palabras y se me han aprehendido varios términos nuevos. Pero aún vibran en mi garganta el grito ancestral de mi región, y la ternura de mi vieja infancia.
Cuando me fui acercando al pueblo, pude ver como todos se movían con desesperación, de un lado a otro, como hormigas. Una niña que conocía, y permanecía quieta entre la multitud, fue quien me contó lo que sucedía.
Luego de escucharla me quedé unos minutos rascándome la mollera, sin saber bien que hacer. Mi cuerpo, tomó una decisión. Mis manos abrieron el morral y dejaron que el zunca se escapara. El hogar que pensaba ofrecerle estaba por desaparecer. Lo seguí con la vista hasta que se escabullo entre las sombras del valle, y me dieron ganas de seguirlo, porque junto a él, se iba algo muy mío.
Ya estaba todo resuelto, debíamos partir.
Hacía unas horas el papa había regresado con las noticias. Lo hallé atareado, reuniendo en el frente, las cosas que podíamos llevar, mientras se agrandaba el acullico en su boca.
Dentro de la casa, la mama le daba teta a mi hermana. Sentada como una estatua, observaba con resignación, la esencia inmaterial entre las cuatro paredes que la rodeaban; atesorando en ese brillo de los ojos que es la nostalgia, todo aquello que habíamos conseguido con tanto esfuerzo.
Además de la pequeña, nadie parecía tener hambre. La agüela fue la única en acordarse de mí y, sin preguntarme, recalentó el tulpo que había sobrado del mediodía. Luego de cenar me llevó al patio y preparó su yerbiado. La agüela era de pocas palabras, y cuando hablaba bajito era para decir cosas importantísimas.
Me senté en su falda, y mientras ella miraba los cerros, próxima a puntearse, comenzó a susurrarme al oído. Me explicó que se avecinaban tiempos duros, y que en la mañana despertaría siendo un hombre. Me ordenó que descansara bien esa noche, porque debíamos marchar sin pausa durante muchos días. Me pidió que nunca dudara de la decisión del papa de unirnos a la caravana. Hay otros como nosotros -me dijo- detrás de esos cerros, muy pero muy lejos; y para que todos seamos libres tenemos que marcharnos. Sé que es triste, pero la libertad, a veces, nos pide de estos sacrificios. ¡Algún día lo vas a entender! Vi desesperanza en su mirada, e intente parecer serio y comprensivo. No le hice ninguna pregunta para no dejar al descubierto mi ignorancia o el temor que me daba unir la palabra “libertad” con la congoja en su voz.
Pero aunque había tristeza primaba el miedo. No sabíamos de donde podría venir la muerte, si del señor general, en caso de que nos negáramos a marchar y nos declararan, entonces, traidores de la patria; o de los enemigos, aquellos que llamaban “realistas”, y que decían, no tardarían en llegar.
Ya entrada la noche ardieron las cosechas y volvieron turbias las aguas de los pozos de todo el pueblo. ¡Nada debía quedarle a los contrarios!
Mientras la destrucción se esparcía, los niños cantiqueabamos haciendo sonar las chajchas y el erquencho. Jugábamos a perseguir a las lechuzas, para evadir así, el espectáculo de las llamas consumiendo el único lugar que conocíamos en el mundo. Una braza caprichosa se escapó del fueguero y cayó sobre mis hombros, tatuando sobre mi piel, la marca de lo que los libros de historia llamarían luego el “Éxodo Jujeño”.
Cuando todos se acostaron, me coloqué mi cotón, y caminé, sin hacer ruidos, en dirección al fondo. Junto a un pequeño lapacho rosado, había apilado las pertenencias que me negaban llevar en el viaje. Cavé un hueco en el suelo con la ayuda de una roca, lo más profundo que pude. Y le entregué mis tesoros a la Pacha, para que me los protegiera. Luego, cubrí con piedras el pozo y cuando mi apacheta quedó lista, me detuve a contemplar.
Recorrí con mis ojos las montañas, yo también, y pude observar bajo la luz de la Quilla, todo eso que nunca fue nuestro; porque como decía el agüelo “nadie puede adueñarse de algo que ya estaba allí cuando uno nació y que seguirá estando después de que uno se muera”. Me habían enseñado a cuidar esa tierra bella, y dolía verla maltratada. Dolía tener que dejar atrás, todos esos lugares que ya eran una extensión de mi cuerpo.
La noche pasó como un suspiro. Dormí por breves intervalos, cuando conseguía olvidarme de todo lo que estaba sucediendo, y mis pestañas tupidas cedían al cansancio que lograba vencer a la ansiedad.
¡Desperté! con el ruido de las carretas en movimiento y los quejidos de las bestias. Desayunamos apresuradamente, y emprendimos la partida, sin mirar atrás.
El último en abandonar el pueblo fue el general. Cuando pude verlo a contraluz de los rayos del amanecer, me pareció por unos segundos, el héroe que decían era, y sostuve mi aliento. Pero cuando pasó a mi lado, vi sólo el rostro de un hombre cansado y malcomido.
Durante el viaje la mama iba racionando las humitas y el agua. El papa dirigía la mula sobre la que iban montadas la agüela y mi hermana. A mí me tocaba llevar los animales y le pedía por mis adentros al Coquena, protector de las llamas y vicuñas, que por favor me los mantuviera tranquilos.
La manera más cordial que encontramos para mantenernos unidos, bajo los ardientes rayos de Inti, fue compartiendo el silencio. De todos los obstáculos, el viento fue el más duro, nos azotaba sin tregua hasta curtirnos la piel, pero como una enorme serpiente, avanzábamos entre las rocas sin perder el ritmo.
Y a pesar del paso de los siglos, aún estamos detenidos todos los runacos en este eterno deambular. El enemigo se aproxima pero nunca nos alcanza, la miseria pisa nuestros pasos. Las vicuñas se nos mueren de sed y aquellos que desfallecen por las noches amanecen convertidos en cardones.
Aquí estamos todos,
continuamos caminando…
a la espera,
de que alguna de las voces relatoras de la historia,
se decida de una vez por todas,
a narrar,
nuestro regreso:
¡¿Triunfal?!