La lucha antirracista es cada vez más fuerte y extendida a lo largo de todo el país. En Rosario, una grupa de mujeres y disidencias afrodescendientes activa contra el racismo y por la interseccionalidad de los feminismos. En Santa Fe, la referencia histórica de una luchadora afroargentina como Lucía Dominga Molina y el trabajo en las escuelas para deconstruir el relato oficial y los prejuicios racistas. El orgullo negro como reivindicación política y una gran deuda argentina: la reparación histórica
[dropcap]A[/dropcap]unque varias veces le insistía a su maestra nunca pudo actuar de “dama antigua” en los actos escolares. Siempre le tocaba el mismo rol: ser la negra mazamorrera a la que no hacía falta pintarle la cara con corcho quemado. Se planchaba el pelo para no tener rulos y deseaba ser la princesa de los cuentos de hadas blancas hasta que una compañerita de la escuela la enfrentó con su propio espejo: las nenas negras no podían soñar ni con coronas ni varitas mágicas.
-Una negra no puede ser princesa, – le dijeron.
Fue en una clase, ya siendo adolescente, cuando Mérida Doussou se plantó para defender a su papá porque la docente había dicho que existían “los negros de alma”.
-Le dije que le estaba faltando el respeto a mi papá porque primero habría que preguntarse si existía el alma, y segundo, si tenía color, pero yo no lo decía en nombre propio, lo veía como un insulto a mi padre, no a mi.
En ese entonces no se reconocía como afrodescendiente pero sí veía en la piel de su padre la negritud de la que quería escapar. Hasta que llegó el día en que todas esas fichas empezaron a desmoronarse como en un efecto dominó.
-Fue un clic-, dice hoy Mérida Doussou con sus 29 años, sus rulos negros y un activismo antirracista que la encuentra militando junta a otras y otres en una “grupa” de Mujeres y Disidencias Afro.
Ese día llegó en octubre de 2016 cuando por primera vez, y después de 31 años, tuvo lugar en Rosario el taller de Mujeres y Afrodescendencia en el Encuentro Nacional, hoy llamado Plurinacional tras un arduo debate en La Plata. Aunque no fueron las “gafas ultravioletas” del feminismo blanco las que le permitieron a Mérida y a tantas otras, comenzar a reconocerse en ese “espejo de la negritud” por el que hoy siente orgullo como mujer negra y activista afrodescendiente.
Fue encontrarse, primero, con otras compañeras que padecieron la misma historia de negación y discriminación. Y después, o casi al mismo tiempo, escucharse a sí misma en esos relatos personales, políticos y colectivos. “En aquel 31 Encuentro de Mujeres en Rosario empecé a reconocer que mi identidad es una reivindicación política. Fueron dos días de muchas emociones, en ese momento yo todavía me planchaba el pelo, y no me había podido reecontrar al 100 por ciento con mi historia, y eso fue un antes y un después.”.
Jéssica Gardner es parte de la misma colectiva antirracista que integra Mérida. En una charla virtual organizada por la Biblioteca del Congreso decía: “entender qué es ser negra no es lo mismo que reconocerse negra”. En esa diferencia radica el largo proceso de identificación, investigación y revisión de una historia familiar casi siempre silenciada y negada. También está el espejo: “era la negra a la que le decían “pelo de virulana”, o la estereotipada, la exótica. Me planchaba el pelo para no serlo. Reconocerse mujer negra es luchar contra la negación constante, es una construcción de identidades, es valorar a nuestros y a nuestras ancestras”, cuenta Jes Lamadrid en esa misma charla, integrante de la agrupación Misibamba de Buenos Aires. Y habla de lo que significa el dolor. Porque ese proceso de autoreconocimiento implica revisar la historial oficial: desde el 1500 hasta 1865, alrededor de 12 millones de personas fueron capturadas en África y llevadas a América para ser vendidas como esclavas. De ese total, 45 mil llegaron a Argentina.
La presencia de la población africana en nuestras raíces fue sistemáticamente negada a través de una fuerte política de invisibilización impulsada en el siglo XIX. El mito de la “Argentina blanca” se construye con la llamada “Generación del 80” y presenta como antecedente y base ideológica la obra de Domingo Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Durante la presidencia de Sarmiento (1866-1872) sucedieron los dos hechos a los que –desde la historia oficial-se les asigna haber causado la muerte en masa de los afroargentinos hasta provocar su práctica desaparición: La Guerra del Paraguay y la epidemia de fiebre amarilla en 1871. Pero ese fue otro de los mitos: la población africana no desapareció sino que resistió más allá de la construcción genocida del Estado Nación.
“No fue por voluntad propia que llegaron acá, y eso es doloroso, vinieron forzados para hacer funcionar una máquina que nos sigue destruyendo, que sigue matando a la gente de identidad marrón. Ahí radica esta parte dolorosa, pero es un proceso donde junto al dolor vas descubriendo ese pasado de resistencia, donde tenés que procesar lo que te quisieron ocultar pero también el legado de lucha que tenés que seguir manteniendo, y más para las mujeres racializadas que residen en la Argentina”, dice Jéssica.
Mérida no olvida lo que padeció durante la infancia, en la escuela, en la vida cotidiana. Hasta que “empezás a encontrarte con otras compañeras y pensarte colectivamente”, dice. Hasta que empezás a sentir orgullo.
Desaprender para volver aprender
Lucía Dominga Molina tiene 70 años. Se autopercibe como afroargentina del tronco colonial y usa las mismas palabras que Mérida para explicar ese proceso de autoreconocimiento negro: “ es un clic, te ponés otros lentes y empezás a ver la vida de otra manera. Lo que antes naturalizabas, ahora ya sabés que eso no es así, que no debe ser así”. Lucía es una histórica referenta negra, fundadora junto a su compañero ya fallecido, de la Casa Indoafroamericana de Santa Fe. “Me considero afrodescendiente de los y las esclavizadas de esta zona de la provincia. Soy una de las voces que se ha levantado para decir “acá estamos”.
Lucía atravesó muchas situaciones de odio racial, no solo por ser negra sino además por habitar un barrio populoso de una ciudad populosa. Allí donde los cuerpos racializados que ni siquiera se reconocen en su ancestralidad, sufren dobles, triples y hasta cuádruples opresiones: por ser marrón, pobre, joven y mujer.
“Me considero afrodescendiente de los y las esclavizadas de esta zona de la provincia. Soy una de las voces que se ha levantado para decir “acá estamos”.
Lucía habla con pausa. Lleva años explicando qué significa ser mujer afroargentina, qué significa la resistencia negra y sobretodo, la de aquellas mujeres esclavizadas de la época colonial que además fueron las más invisibilizadas en el relato histórico. Lleva años luchando contra toda forma de racismo y por la revalorización de la cultura y la identidad afro. “Empezamos a hablar de la negritud argentina”, dice cuando recuerda su activismo en la década del 80 hasta el presente. Hoy, Lucía tiene en la Casa Indoafroamericana “Mario Luis López”, toda una historia de resistencia afrodescendiente, término que se define recién en el año 2001, en lo que fue la Tercera Conferencia Mundial contra el Racismo en Durban, punto de inflexión en la lucha política, cultural e identitaria de las comunidades afros, de la que ella misma participó. Dice que es fundamental trabajar en las escuelas, en todos los niveles, para contar esta otra historia de la que es parte junto a unos 2 millones de afrodescendientes en Argentina aunque el último y cuestionado censo del 2010 solo hable de apenas 100.000.
“Se creó una Argentina de ficción, una ficción orientadora hacia Europa. Eso es el eurocentrismo. En nuestros planes educativos no está contemplada la temática. Y es necesario que lo sepamos: porque, al hablar de educación tenemos que saber que en las escuelas de los barrio alejados, la mayoría de las personas son indígenas o afrodescendientes”, decía Lucía hace ya varios años. Hoy insiste en lo mismo: “hay que desaprender para aprender nuevamente”.
El revés de las cosas
Julia Broguet es antropóloga y docente del Instituto de Formación Docente Normal 3. Es quien llevó adelante, junto a un equipo interdisciplinario integrado por mujeres, el proyecto que germinó en un libro dedicado a las infancias. “Rosalía, el revés de las cosas” cuenta la historia de una niña afrodescendiente de la época colonial. Hay una geografía que es la provincia de Santa Fe, y un vínculo: el de la niña con su madre esclavizada. Hay un relato imaginario, construido desde la poética, los colores y la ilustración, que busca romper con determinadas construcciones estereotipadas en torno a la presencia africana y afrodescendiente que aún siguen muy presentes en los manuales escolares.
Julia explica: “Hicimos un relevamiento de manuales escolares del segundo ciclo de escuela primaria y fuimos encontrando representaciones visuales estereotipadas de la población afro, hombres muy musculosos, mujeres muy caderonas, imágenes vinculadas a la esclavitud como si fuese exógena, y no que remitan al escenario del Rio de la Plata donde se producía la venta de personas en situación de esclavitud”. Lo que crea el estereotipo, dice Julia, es una imagen fija: como si esas personas no tuvieran vida. “Son objeto de un decorado, construcciones que generan una imagen fija en la que una no puede rastrear o preguntarse acerca de la vida de esas personas”. Rosalía se propone mostrar la humanidad de esos grupos sociales, “la construcción de vínculos afectivos, espacios de exploración, de imaginación, de resistencia cotidiana en ese contexto, los proceso de transmisión de un bagaje cultural como un elemento para sobrevivir a ese entorno tan hostil”.
Que la protagonista del libro sea una niña no es casual: se intenta generar un proceso de identificación con las infancias. Pero también, realzar las voces de las niñas y mujeres negras que han sido subrepresentadas en la construcción del relato histórico.
El nombre “Rosalía” también tiene su historia: Julia se encontró investigando e indagando fuentes históricas personales que le permitieron encontrarse con su ancestralidad negra. Hace años que investiga la reterritorialización de la presencia africana y afroargentina, además de bailar danzas orixá y capoeira. Sin embargo, desconocía que generaciones de esclavizadxs formaban parte de su propio árbol genealógico. “Para mí fue una sorpresa. Empecé a buscar en un sitio que es Family Search y así, ingresando algunos datos, encontré generaciones anteriores, y apareció una pareja de esclavizados que se habían casado en Córdoba y son vendidos a un propietario en Santa Fe. Manuel y María compran su libertad y logran trasladarse a Paraná y ahí hacen sus vidas. Y Rosalía fue una de sus hijas. Mi familia es de Paraná, yo nací allí. De ahí viene el nombre del libro. El relato es una forma de imaginar mis antepasados de los cuales lo único que sé es lo que ofrecen los datos, porque es un relato olvidado, interrumpido, de esas historias familiares que no son contadas en este país porque no ha privilegiado sus orígenes afro, sus orígenes indígenas, sino europeos”.
La lectura del libro dispara la pregunta acerca de nuestros orígenes. Julia cuenta que muchxs lectorxs se han acercado para transmitirle esa misma inquietud y ese mismo silencio familiar. “Es una pregunta que se vuelca hacia la propia historia”.
En comunidad
María Lugones nació en Argentina y se recibió en Doctora en Filosofía en Estados Unidos donde activó en la lucha por los derechos de los movimientos negros. Su teoría feminista es una de las que más permite profundizar en los estudios sobre género y colonialidad, y en un concepto clave para complejizar los feminismos: la interseccionalidad.
“En Género y decolonialidad María Lugones señala que el proceso de clasificación que se inició con la brutal Conquista, además de clasificar a la población mundial por raza la dividió por sexo. Antes no existía esa diferenciación poblacional. Ni hombres, ni mujeres”, escribe la periodista y fundadora de La Vaca Claudia Acuña, una de las que más indagó en la teoría de Lugones, además de entrevistarla durante más de seis horas.
En la Cátedra sobre Feminismo que dicta la cooperativa lavaca, Lugones es una referencia ineludible. “La estrategia del pensamiento colonial se basó en destruir el poder femenino, su valor social y su poder comunitario, su subjetividad y su cuerpo. ¿Por qué? Porque allí residía la capacidad de la sociedad nativa de tejer su red social y, por lo tanto, la potencia de su resistencia. Así, el plan sistemático incluyó la negación de toda autoridad política femenina, su poder de hacer y de hablar por la comunidad, sus representaciones en el imaginario mítico-religioso, su saber productivo y su memoria cultural, reduciendo su identidad a un cuerpo que se debía violar para ratificar, sellar y consagrar la humillación necesaria para el éxito de toda la operación. Pero ese imperio del mal fue posible también y sobre todo, porque contó con la complicidad del masculino local, seducido o, mejor dicho, dominado por la quimera de que los tiempos del conquistador eran los tiempos del macho de allá y de acá. Sin patriarcado, entonces, no hay colonialidad, nos enseña María”.
El pensamiento de María Lugones es fundamental para reconocer que no existe un solo movimiento feminista, sino muchos y uno, sobretodo, el feminismo negro. “En el desarrollo de los feminismos del siglo 20 no se hicieron explícitas las conexiones entre el género, la clase, y la heterosexualidad como racializados. Ese feminismo enfocó su lucha, y sus formas de conocer y teorizar, en contra de una caracterización de las “mujeres” como frágiles, débiles tanto corporal como mentalmente, recluidas al espacio privado, y como sexualmente pasivas. Pero no explicitó la relación entre estas características y la raza. Y dado el carácter hegemónico que alcanzó el análisis, no solamente no explicitó sino que ocultó la relación. Por eso yo utilizo para definirlo y definirme el término “mujeres de color”. “Mujer de Color” no apunta a una identidad que separa, sino a una coalición orgánica entre mujeres indígenas, mestizas, mulatas, negras, cherokees, puertorriqueñas, sioux, chicanas, mexicanas: pueblo, en fin. Toda la trama compleja de las víctimas de la colonialidad del género. Pero tramando no como víctimas, sino como protagonistas de un feminismo decolonial”, decía Lugones.
María murió a los 76 años el pasado 14 de julio. La palabra comunidad resuena en sus diálogos. “Tenemos que reemplazar la rigidez de la Modernidad con el cuerpo a cuerpo, el mano a mano, tejiendo juntas el yo comunal”, señaló en la última entrevista que dio para lavaca.org. Allí también decía: “si la resistencia la pensás como oposición, es un caso. Pero si la pensás como tejido, es otro”.
La comunidad de Lugones reaparece en las palabras de Jéssica Gardner cuando dice que el feminismo de la academia blanca no la representa y que desde los feminismos negros se reconstruye la resistencia de las mujeres que sostienen las ollas populares en los barrios, que accionan las huertas comunitarias en sus tierras, las que defienden con el cuerpo sus territorios codiciados por el extractivismo, o las que articulan con la cultura negra, aunque no se autoperciban como mujeres feministas. Mérida habla de hermandad cuando menciona a sus compañeras indígenas, cuando señala que la lucha antirracista es también la lucha contra el terricidio. Es que “han dicho y hecho sobre nuestras cuerpas las mismas cosas. Y verte hermanada es sentir que no vas a estar sola nunca más. Tenemos una hermandad en cómo ha visto el colonialismo las pieles negras e indígenas, y tenemos algo en común que es la construcción en comunidad, y es por ahí donde tratamos de ir, de recuperar esos valores que el capitalismo ha tirado por la borda”.
Han dicho y hecho sobre nuestras cuerpas las mismas cosas. Y verte hermanada es sentir que no vas a estar sola nunca más.
También sostiene que las feministas negras existen “desde siempre”, en esa construcción comunitaria que también es una construcción de resistencia y poder. “El feminismo blanco es un feminismo que no quiere cuestionar sus privilegios y abrirse a pensar no desde la imposición, sino desde lo comunitario”.
Julia Broguet explica que es necesario ejercer un modo de pensamiento interseccional. “Hay determinadas opresiones que se refuerzan en la intersección entre el género, la raza, la clase, la sexualidad. Hay que ejercitar ese pensamiento para entender cómo hay injusticias que se refuerzan cuando esas variables se intersectan. Y hay que recuperar voces del feminismo latinoamericano”. Entonces Julia menciona a una activista negra, brasileña, fundamental para pensar la interseccionalidad, Lelia González. Recuperar sus nombres es hacer memoria feminista.
Hay determinadas opresiones que se refuerzan en la intersección entre el género, la raza, la clase, la sexualidad. Hay que ejercitar ese pensamiento para entender cómo hay injusticias que se refuerzan cuando esas variables se intersectan
Sin racismo nos queremos
“Negro de mierda” le gritaban a Fernando Baez mientras un grupo de rugbiers le pateaban la cabeza hasta matarlo, a la salida de un boliche en Villa Gesell. El cuerpo de José Delfín Acosta, afrodescendiente uruguayo, estaba lleno de golpes. Murió a las pocas horas de ser trasladado en ambulancia al Hospital Ramos Mejía, tras ser detenido al salir de una fiesta cuando intentó defender a dos afrobrasileros de la violencia policial. Era el año 1996. Su caso, aún impune, llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Estado argentino podría ser condenado por la muerte en custodia de José Delfín Acosta. Marielle Franco era negra, joven y lesbiana. Fue asesinada en Río de Janeiro, con cinco disparos en la cabeza. Era concejala, feminista, activista y defendía los derechos de las comunidades negras, de las mujeres faveladas y racializadas de su país.
El racismo estructural en Argentina, y en América Latina, está ampliamente naturalizado. Los crímenes raciales y xenófobos no son hechos exógenos que solo ocurren en países profundamente racistas como Estados Unidos. Acaso, la selectividad penal y la violencia policial aplicada de manera sistemática contra jóvenes de barrios populares, o las represiones constantes a comunidades indígenas, es una de las formas más visibles del racismo y clasismo que existe en el país.
Sobre el cuerpo de las niñas, mujeres, trans, travestis, lesbianas negras también opera el mismo odio atravesado por la misoginia y la cultura heteropatriarcal: la hipersexualización de los cuerpos negros es constante. “Son cuerpos que están siempre al servicio del deseo de un otro, cuerpos disponibles para saciar ese deseo”, señala Mérida Doussou. Acoso sexual, discriminación laboral, publicidades sexistas, el pelo afro que todxs quieren tocar. Y además, el estereotipo negativo que opera sobre la palabra “negrx”. Tampoco hay cifras que visibilicen los femicidios contra mujeres y disidencias afroargentinas. Mérida se pregunta ¿qué reclamos le vamos a hacer al Estado si ni siquiera el propio Estado vé la necesidad de empezar a visualizar qué racialidad hay en el asesinato de mujeres y disidencias sexuales?”.
“En los últimos tiempos, ha habido grupos y movimientos que han empezado a revalorizar el rol de la mujer negra en la Argentina. Y este movimiento se viene conformando a partir de diferentes procesos diaspóricos e históricos, incluye a mujeres que ya formaban parte de organizaciones pioneras en nuestro país y generaciones más jóvenes”, explica Julia Broguet y señala los modos en los que opera el racismo sobre los cuerpos. “Los cuerpos racializados son cuerpos observados, juzgados, categorizados, a través de la lente de la construcción de raza, una categoría que es una construcción histórica que se afirma alrededor del siglo XIX, que es una representación social con efectos muy concretos en la vida cotidiana de las personas, que no tiene ningún fundamento biológico, pero que sin embargo opera socialmente, y opera en la forma de observar que tenemos sobre determinados cuerpos en nuestro país. Y esa construcción de raza está muy atravesada por la construcción del relato de nuestra Nación, y por las jerarquías raciales que ese relato construye. Lo europeo estuvo en la cima de las jerarquías y las valoraciones positivas, y por el contrario, lo indígena y lo negro siempre estuvo en un escalón más bajo. Y esa construcción de raza lo que hace es concluir que ciertos cuerpos con determinadas características pueden determinadas cosas y no pueden otras. Hay afirmaciones que se dicen, que se escuchan, que están basadas en prejuicios raciales pero el racismo también está en lo que no se dice, en lo que se concluye a partir de esa mirada que es racializante y que observa a esos cuerpos y concluye cómo son y de qué son capaces”.
“Vivimos en un sistema que en función de la cantidad de melamina que tenés, te discriminan mas o menos”, dice Mérida. Julia complejiza: “la categorización como negra no es solo por ser mujeres afro sino que también refiere a una pertenencia de clase, por ser mujeres de sectores populares, lo cual actúa en conjunto, reforzando el prejuicio racial y reúne sentidos múltiples y complejos de lo negro en nuestro país, no solo como construcción racial sino como una cierta construcción de clase social”.
El 25 de julio se conmemora y celebra el Día la mujer afrolatina, afrocaribeña y de la diáspora, instituído en 1992 durante una reunión en República Dominicana. Participaron 400 mujeres de 32 países latinoamericanos con el objetivo de hacer visibles las luchas y resistencia de las mujeres afro y definir estrategias de incidencia política para enfrentar el racismo. Es un día de lucha, otro día más de resistencia a nivel mundial.
La categorización como negra no es solo por ser mujeres afro sino que también refiere a una pertenencia de clase, por ser mujeres de sectores populares
Las demandas de mujeres, identidades trans, travestis y lesbianas, y de toda la comunidad afrodescendiente y afroargentina hacia el Estado son históricas: la desigualdad estructural impacta en la falta de acceso a trabajo digno, salud, educación pero también, en la falta de estadísticas que dimensionen y reconozcan su presencia para avanzar en la defensa de los derechos. La visibilización es una estrategia fundamental. La reparación histórica es la deuda pendiente del Estado argentino.
¿Qué significa ser mujer negra? “Por un lado, ser extranjera en tu propio país, y por otro lado, es resistencia contra el Estado y la lógica que tiene el Estado. Es recuperar nuestra identidad y a nuestras referentas porque el legado colonial nos ha impactado en cuanto a pensar desde lo comunitario”, responde Mérida.
Con 51 años más, Lucía Dominga Molina dice que el activismo de las jóvenes la emociona. “Tienen que sentir orgullo. Conocer su historia familiar, indagar y nunca olvidar su pertenencia”. Lucía es feminista aún sin decirlo. Hace carne en su propia lucha la palabra sororidad que tanto le gusta. E insiste en que es fundamental reconocer la identidad ancestral porque sino “nuestra vida es híbrida”. No se coloca en el lugar de víctima. Todo lo contrario. Lucia, con sus 70 años, habla de resistencia, de esa “fuerza ancestral para derribar murallas”. Lucía sigue resistiendo, con su mirada, su palabra, su legado. Como dice Mérida, con sus 29 años, “nuestras referentas nos transmiten humildad y amorosidad. Y vamos a seguir luchando aunque tengamos que pelearnos en la escuela, contra el Estado o las instituciones. Es que siempre estamos resistiendo”.