La activista y referente mapuche recorre el camino de su construcción identitaria y de los momentos más difíciles que le tocó vivir. En una charla con Enredando habló de la construcción del mapuche como enemigo, de la lucha antipatriarcal del movimiento de mujeres indígenas y de lo que significa para ellas la recuperación de los territorios
[dropcap]M[/dropcap]oira Millán habla pausado y claro. Está sentada frente a una taza de café. Cierra los ojos y recuerda su infancia, dura y triste, su adolescencia, difícil y desafiante. Dice que sus padres son el resultado del despojo territorial. Ella es también ese resultado. Es waichafe, mapuche y activista. Antipatriarcal y referente del movimiento de mujeres indígenas. Desde que tiene uso de razón vio como su familia luchó por sus derechos y su tierra. Escuchó las historias de esas luchas que se dieron mucho antes de que naciera, allá en El Maitén, en agosto de 1970. A orillas del río Chubut, este pequeño pueblo fue hasta esa década el punto intermedio más importante de tendido ferroviario del Viejo Expreso Patagónico hasta que llegó una creciente decadencia que vació las vías y frenó a los trenes en todo el país.
Su padre, Luis, era de la comunidad mapuche de Prafil pero se crió en el territorio de la comunidad de Ancalao, en Río Negro. Su mamá, Guillermina, era del lado materno tehuelche-mapuche y del lado paterno, criolla. La historia de amor de los abuelos maternos de Moira es de película: Margarita vivía en una de las comunidades mapuches más antiguas. Su abuelo se crió de muy chico también en una comunidad mapuche. Era blanco y de apellido Ramírez, pero hablaba mapudungun. Antes de que se conocieran, Margarita fue casada a sus 14 años con un mapuche que la doblaba en edad. Con él tuvo dos hijos. La violaba y la maltrataba todos los días. Un día en el que él estaba sobre ella, deseó tanto que se muriera, que de golpe este hombre dejó de respirar. Ella cursaba su segundo embarazo. Preparó todo para velarlo, montó a caballo para dar aviso de la muerte de su marido, volvió lo enterró y parió. Sola. Así atendió su propio parto.
Moira habla de su abuela y se le llenan los ojos de un brillo teñido de amor. Dice que era una mujer increíble. Pasaron los años y un día agarró el caballo y se fue a una señalada en las tierras donde ella se había criado y de donde la habían desalojado un grupo de polacos y alemanes. Por aquellos tiempos, una mujer mapuche no era bienvenida por esos lares. Por supuesto que eso a Margarita no le importaba para nada y entró acompañada de su arrogancia. Su porte era impresionante. Apenas la vieron unos polacos se empezaron a burlar de ella. En un abrir y cerrar de ojos se acercó a la mesa en la que estaba sentados, sacó el rebenque y les dio una paliza. La borrachera de los hombres no les permitió defenderse. Se armó una gran pelea. Ella se alejó del lío y lo miró desde un rincón. Ahí fue cuando Ramírez se acercó. Ya se había enamorado de ella y le hizo algunos chistes para entrar en conversación.
—Ese mismo día mi abuela se lo llevó enancado a vivir con ella. Ese fue mi abuelo— cuenta Moira. Algún día le gustaría escribir todas las historias de su familia en un libro. Mientras tanto está lanzando su primera novela editada por Planeta. Se llama El tren del olvido. “Una historia de amor conmovedora y el relato de un pueblo valiente, que no está dispuesto a rendirse”. Así la presentan. Es la primera mujer indígena que se transforma en novelista.
—En este libro cuento algunas cosas de mi familia pero en algún momento quiero hacer un proyecto literario narrando la conquista del desierto, del genocidio desde la mirada femenina. Tengo relatos de mi abuela, mi bisabuela. Otras cosas las escribí mientras mi mamá estaba viva, ella falleció en 2003. Yo ahora voy a ser abuela y me siento portadora de esa memoria
—¿Cómo fue tu infancia?
—Durísima, tremenda y muy triste. Fue tan triste que con mis hermanos tenemos un pacto y es no recordar la infancia. Éramos seis hermanos (uno de ellos es su mellizo), una familia muy muy pobre, en una ciudad racista y excluyente como es Bahía Blanca. Yo nací en el Maitén, pero mi papá era ferroviario y pidió el traslado a Bahía Blanca. La verdad es que nunca hubo un gobierno en el que estuviéramos bien, siempre fue pobreza, miseria, sufrimiento y discriminación. A los 12 años empecé a limpiar casas. Estoy llena de recuerdos terribles de la escuela. Nunca jamás nadie tuvo su propia educación después de la conquista. Las escuelas que están emplazadas en las comunidades están bajo control curricular del Estado dominante. La educación autónoma la estamos gestando entre nosotres.
—¿Cómo era entonces una clase de historia en la escuela?
—La historia decía que no estábamos, que no existíamos, que nos habían asesinado a todes, que no quedaba nadie, y que solo éramos todos argentines. Siempre ensalzando la imagen de Sarmiento o Roca, todos esos personajes sanguinarios. No fue fácil. Yo amé mucho a mi abuela Margarita, sin embargo no llevaba a mis compañeritas a mi casa porque me avergonzaba de que la vean vestida de mapuche o porque hablaba muy mal el castellano. Esa es la crueldad de un sistema racista. Cuando mi abuela se estaba muriendo pidió verme. Recuerdo darle la mano y llorar y llorar. No podía parar de llorar. Yo tenía 18 años. Y no lloraba porque se estaba muriendo sino porque hubiera querido demostrarle cuánto la amaba y la admiraba. Me dolía haberme sentido de niña avergonzada de alguien de la que aprendí tanto. Pero en aquel momento no era más que una niña presionada por el gran sistema. Eso es terriblemente cruel. Hoy estaría super orgullosa de que sea mi abuela. Pero aquel fue un proceso de mucha soledad, en el que pude construir la dignidad de la identidad, volver a amarme. Como mujeres indígenas son muy importantes los espacios de autoafirmación identitaria, de construcción de la amorosidad, de nuestra raíz, memoria e historia, y de la revaloración de nuestros saberes.
—¿En qué cosas encontrabas algo de paz y tranquilidad en aquella niñez y adolescencia?
—En la niñez fui muy evangélica porque mi familia lo era, en la casa se hacía escuela dominical. Todo el dolor por la sociedad injusta y de un papá que me pegaba mucho, yo trataba de consolarlo al sentirme abrazada por un Dios, que creía que existía y me cuidaba. Hasta los 16 años creí que ese era el destino que Dios me había dado y a esa edad me fui a predicar a Brasil. Ahí conocí lo que es la mafia de las iglesias electrónicas y la bajada de línea ideológica terriblemente imperialista de las iglesias evangélicas bautistas. En ese momento rezabamos para que ganara Collor de Mello y perdiera Lula.
Era el año 1986 y Moira creía en un dios blanco, rubio, de ojos azules y capitalista. Tiempo después supo que eso no tenía nada que ver con ella y fue alejándose de esas iglesias y creencias que nunca fueron suyas. Pero le llevaría unos años darse cuenta y otros tanto superar la crisis y la depresión que ese camino le dejó.
Mientras estaba en Brasil vio como nacía el Movimiento de los Sin Tierra y empezaba a cobrar fuerzas la figura de Luiz Inácio Lula da Silva que en 1989 fue por la presidencia aunque finalmente ganó Fernando Collor de Mello. Pero las alianzas se venían incrementando en las bases sociales. Dentro de las iglesias evangelista comenzaron a darse disputas por el poder interno porque los seguidores se dividían entre ambos candidatos. Moira era muy carismática y ya tenía una gran capacidad de prédica, por eso el pastor de su iglesia la envió a un encuentro de jóvenes en donde la gente de Lula estaba ganando espacio.
—Mi rol era volver al rebaño a las supuestas ovejas descarriadas. Recuerdo que el pastor me decía que tenga cuidado del enemigo, que el diablo se vestía con piel de cordero, que me iban a parecer simpáticos y buena gente, pero que no me tenía que olvidar que era la gente de Lula. El día que me presenta frente a la multitud empiezo a predicar y cuando termino comento que voy a ir al día siguiente a la favela y pregunté quién me quería acompañar. Mi sorpresa fue que los que levantaron la mano eran todos los de Lula. Y ahí los empecé a conocer y me ayudaron a abrir mi cabeza.
Esa fue su separación de la iglesia evangélica y lo que la trajo de nuevo a su país. El golpe fue tremendo: aquello en lo que creía ciegamente se disolvió. La ginebra y la música metalera le sirvieron de consuelo. Pero su territorio siempre la estuvo esperando y un día volvió a conectarse con ese espíritu que los mapuches llaman newén. Viajó entonces a visitar a sus primos y tíos a Anecón Grande, un paraje pequeño ubicado en el departamento Pilcaniyeu de la provincia de Río Negro. Allí se había criado su padre. Llegó días antes de que comenzara una ceremonia que se realiza una vez al año: el Camaruco o Camaricum. Son cuatro días de danzar y cantar alrededor del fuego en pleno desierto. El humo los abraza a todos por igual, no es necesario vestirse con el mejor atuendo porque total todos van a quedar repletos de tierra de tanto bailar.
—Ahí todos somos realmente iguales bajo ese cielo estrellado, ante esa inmensidad. El propósito de estar allí bailando, cantando y ofrendando no es lucirnos ante los demás sino que es un diálogo directo con la mapu. Mientras cantábamos y bailábamos alrededor del fuego de la mano de una ancianita muy arrugadita, que era mi tía abuela, yo lloraba y pensaba cómo fue que me alejaron de esto, esto es lo que soy yo, esto es mi ser y a partir de ahí nunca más me alejé de la nación mapuche. Me volví a Bahía Blanca y ahí empezó mi camino identitario hasta ahora.
Antes de instalarse de lleno en ese territorio con el que había conectado, decidió viajar en tren por todo el país. Era el ´89 y el entonces presidente Carlos Menem había anunciado la privatización del ferrocarril.
—Agarré mi carnet de ferroviaria y me fui de viaje antes de que desaparescan los trenes, algo que también cambió mi vida.
Moira siempre soñó con ser una trabajadora ferroviaria, concretamente maquinista. Pero dice que Menem y sus privatizaciones le frustraron la carrera. En ese viaje guiado por las vías conoció por primera vez comunidades wichi y qom. Descubrió que había otros pueblos originarios. Después de eso volvieron los momentos difíciles a su vida. Se instaló en Maimará, en la Quebrada de Humahuaca, Jujuy. Estuvo detenida tres meses por haber amenazado a un colaborador de la dictadura con denunciarlo en sus proyectos truchos con los que cobraba mucho dinero y pasó por un aborto espontáneo mientras trabajaba en limpiando varias casas. Otra vez volvió a verse en una oscuridad de la que necesitaba salir.
—Yo era ya muy inquieta y estaba desorganizada. Era una loquita suelta creyéndose paladín de la justicia. No pertenecía a ningún partido, ningún colectivo, nadie reclamó por mi mientras estaba presa. Siempre cuento que estuve 20 días sin cambiarme la bombacha y sin lavarme los dientes. El abogado que tomó mi defensa fue muy amable, fue como un padre y me dijo: “Piba si vas a hacer quilombo, organizate, así no andes por la vida”.
Regresó al sur y se instaló en Esquel. Se venían los 500 años de la llegada de los españoles a América y junto a uno de sus hermanos decidió que había que hacer algo. Comenzaron con un programa de radio para organizar un contrafestejo. Así nació la organización 11 de Octubre.
—El día del festival vino una ancianita, Aurora Huisca, de una comunidad que estaba peleando contra Bunge y Born. Ella llegó al acto y empezó a decir que la estaban hostigando porque le querían quitar la tierra y que había una orden de desalojo. La mujer había vivido toda su vida ahí, era el territorio de su familia y de sus antepasados. Todos acordamos en ayudarla. Desde ahí la 11 de Octubre comienza a tomar fuerza. Ayudamos a la comunidad de Vuelta del Río, y tomamos por primera vez un organismo, el Instituto Autárquico de Colonización (IAC). Éramos 70 indígenas, nunca había sucedido esto en una ciudad fascista como Esquel. Entramos y dijimos que no nos íbamos hasta que se evite el desalojo. Y lo logramos. A partir de ahí nos organizamos y no paramos.
Los años pasaron y las luchas siempre se dieron en un escenario desigual para las comunidades aborígenes. Sobran las acusaciones de ser parte de grupos terroristas, amenazas que ponen en riesgo a su familia, a sus hijas. Causas judiciales y denuncias mediáticas. Contra todo eso Moira tiene que dar batalla. Sumó apoyo al Lof Resistencia Cushamen tras la desaparición y muerte de Santiago Maldonado, ayudó a la comunidad de Vuelta del Río tras los ataques e incendios y lideró la ocupación del juzgado de Guido Otranto para exigir su renuncia. Esta batalla la ganaron a medias porque el juez fue apartado de la causa que investigaba la muerte de Santiago pero no fue depuesto de su cargo, como pretendían.
—Sobre los incendios de Vuelta del Río salieron a decir que fue un cortocircuito cuando ni siquiera hay tendido eléctrico en esa zona. Siempre pienso que la metrópoli se come la realidad de los territorios. Por suerte desde la comunidad y todas las personas sensibles reaccionaron velozmente y estuvieron ahí apoyando. Recuerdo el día en que vino la policía y se resolvió que no iban a entrar con armas, estábamos con otro weychafe del Lof de Vuelta del Río. Me tocó a mí hacer la requisa y palparlos. Eso fue algo que no me perdonaron. Pero era la seguridad del territorio. Como se vieron impotentes para actuar legalmente, porque no había un delito, empezaron a amenazarme, torturaron y mataron a una zorra y la pusieron en la puerta de mi casa. A partir de ahí y hasta ahora no he tenido paz.
—¿Cómo analizás el hecho de que se construya un enemigo al llamar terroristas a miembros de la comunidad mapuche?
—Eso es así y va a seguir siendo así. El modelo democrático es el que se pensó desde el momento en que se concibió como una herramienta para legitimar los intereses de los que gobiernan el mundo, como en su momento a la corporocracia le sirvió la dictadura, hoy le sirve este modelo democrático. ¿Qué sucede con esta situación? Toda la patagonia es geopolíticamente estratégica y rica en todos los mal llamados recursos, nosotros los llamamos pu newen (fuerzas de la vida). Ellos para poder extraerlos tienen un obstáculo fundamental: la nación mapuche. Tienen que barrer con esos mapuches, entonces utilizan métodos de la limpieza étnica como lo están haciendo en Palestina. Por eso siempre digo que la nación mapuche es la Palestina de sudamérica. Necesitan estigmatizar, hacer una campaña mediática que justifique su accionar, mintiendo de la manera más grotesca y burda, necesitan ponernos como terroristas. Hace poco el gobierno de Chubut dijo que iba a arremeter con el proyecto hidroeléctrico La Helena que inundará once mil hectáreas. Con esto mi comunidad quedaría 70 metros bajo agua. ¿Piensa el gobierno que nosotros nos vamos a quedar cruzados de brazos? ¿Creen que vamos a permitir que avancen para asesinar al río?. Nos toca resistir, no tenemos paz, no la vamos a tener hasta que entre todes consensuemos el arte de vivir.
—¿Qué le pasa al resto de la sociedad en relación a todo esto?
—Hay un nivel de alienación tremenda, de desnaturalización del ser. Yo veía el río Paraná acá en Rosario y me da mucha pena la contaminación. Caminaba y veía edificios enormes, gente que mira hacia el río pero sin verlo. Es como quien pone frente a sus ventanas una postal pero no se relaciona con ese newen, con esa fuerza. Es muy difícil que las personas puedan entender cómo amamos a los ríos, lo significante que es para nosotros que el espíritu esté vivo.
—¿Qué significa para vos ser weychafe?
—Mi decisión de lucha no parte de mi lógica ni de mi voluntad propia sino de que me habita un espíritu ancestral. Mis ancestros están en mi cuerpo, en mi ser. Son luchadores y luchadoras, guerreras y guerreros que defendieron la vida, el territorio. Fui heredera de ese newen. Esa fuerza me compromete a no ser indiferente. Yo no podría encapsularme en mis proyectos personales y no ver como violan, mutilan y asesinan a mis hermanas en los territorios. No podría ser indiferente a los problemas que estamos atravesando con la tierra. Mi espíritu no me dejaría. Ser weychafe no es algo que yo elegí, nací con ese espíritu y me hago cargo. Y esto es interesante en relación a la lucha de las mujeres indígenas. A veces nos preguntan cuáles son las diferencias entre el movimiento de mujeres y el movimiento de mujeres indígenas. Nosotras partimos diciendo que somos parte del territorio. Lo que estamos diciendo es que nosotras habitamos un territorio y ese territorio nos habita. Yo no podría renunciar a mi newen, porque si vivo en el territorio el espíritu se conecta conmigo, si yo me vengo a la ciudad y me quedo unos días estoy bien, pero si me quedara a vivir ese espíritu se iría alejando de mí y me iría debilitando.
—¿Y cómo abordan las mujeres indígenas su lucha desde ese punto de vista?
—Para nosotras la lucha por la libre determinación de nuestros cuerpos está intrínsecamente ligada a la lucha por libre determinación de nuestros pueblos. Porque todo a su vez se construye identitariamente a partir de los territorios. La lucha de las mujeres indígenas es una lucha territorial porque el cuerpo es territorial. Es muy difícil de dimensionarlo hasta que no estás ahí. Por eso siempre invito a que vayan a ver cómo vivimos porque es ahí donde cobra sentido todo lo que yo puedo contar.
Para nosotras la lucha por la libre determinación de nuestros cuerpos está intrínsecamente ligada a la lucha por libre determinación de nuestros pueblos. Porque todo a su vez se construye identitariamente a partir de los territorios. La lucha de las mujeres indígenas es una lucha territorial porque el cuerpo es territorial.
—Ustedes se definen como antipatriarcales y no como feministas, ¿Por qué?
—Porque el feminismo no tiene el monopolio de la lucha antipatriarcal. El feminismo en todo caso es la expresión antipatriarcal más conocida y más masiva, pero no es la única que lucha contra el patriarcado. Nosotras somos mujeres indígenas que analizamos el patriarcado como parte de los síntomas coloniales de una lógica que se nos impuso y una fuerte ocupación que no solo es militar o económica sino que también es cultural. Para sacarnos de encima al patriarcado hay que luchar contra estos modelos de sociedades y de Estados. Nosotras cuestionamos a los que constituyeron la patria porque no fueron más que machos violadores y violentos. Queremos realmente una verdadera revolución. Pero es importante discernir quienes son nuestros enemigos y quienes nuestros posibles aliados. El feminismo es un posible aliado, es una fuerza organizada con la que queremos articular, sin asumir el tutelaje ideológico, sin quedar subsumidas en la lógica, agenda y en las consignas del feminismo, sino de igual a igual en cuanto a respeto y reciprocidad, para construir una fuerza común contra este sistema.