El gobierno socialista comenzó anunciando progresismo en materia de seguridad, y terminó recayendo en las metodologías más ortodoxas para la persecución del delito. Pasó de la Nueva Policía al trabajo descoordinado con el Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich.
La seguridad, por énfasis o por omisión, es el gran tema de la campaña electoral. Los spots y las publicidades gráficas revelan una interpretación compartida: solo la seguridad es lo que permite hablarle a toda la provincia. Antes que hablarle de producción a unos, de justicia a otros, de industria a los restantes, parece descollar la intuición de que es mejor hablarle de seguridad a todos por igual. El miedo es el gran motivo de unidad. Lo peligroso de la estrategia compartida es que cuando la desesperación de la víctima se instala como criterio para diseñar las políticas, el ejercicio de gobierno se vuelca hacia la infamia.
Hay un beneficio geográfico: la seguridad es un tema que preocupa a todos los santafecinos, y a todos por igual, más allá de que las estadísticas expresen realidades bien distintas, por ejemplo, entre la ciudad de Santa Fe o Rosario y las ciudades y pueblos más al norte de una, más al sur de la otra, o al oeste de ambas. La vastedad climática, demográfica y socioeconómica de la Provincia, puede ser sintetizada mediante la propagación del ánimo de las ciudades hacia los más remotos rincones. Se dice: si hay una problemática santafecina, esa es la vinculada al narco y a la criminalidad. A pesar de que sus focos de intensidad se concentren en las dos ciudades principales y sus inmediaciones, en cualquier región del territorio se pueden encontrar materiales fértiles para la fabricación del espanto incivil.
El gobierno socialista comenzó anunciando progresismo en materia de seguridad, y terminó recayendo en las metodologías más ortodoxas para la persecución del delito. Pasó de la Nueva Policía al trabajo descoordinado con el Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich, en una escalada que tuvo como paso intermedio la intervención nacional encabezada por Sergio Berni en pleno boom del sicariato en Rosario. La virtual autonomía de la que Santa Fe se enorgullece se disolvió en una relación tirante en donde el ministro Maximiliano Pullaro fue el encargado de reponer la autoridad provincial sobre las fuerzas y desencadenó un ida y vuelta con Nación que se cobró escenas tétricas y, por lo tanto, nuevas muertes. En ese campo, la causa Los Monos fue instrumentada como el emblema del combate al narcotráfico y la disposición política de intervenir en un foco de conflicto que bañó de sangre las principales ciudades.
Con la llegada de Cambiemos al gobierno nacional, la cuestión Rosario adquirió una jerarquía nacional. El gobierno de Mauricio Macri designó a la Provincia como objetivo para mostrar un ejemplo de gestión recia y determinante en su “guerra contra las drogas”. Y la pretendida independencia del gobierno socialista se licuó hasta entramparse en una disputa entre ministros que derivó en ajustes de cuentas internos, emboscadas y maniobras de infiltración cruzadas. La participación del espía caído en desgracia Marcelo D’Alessio da cuenta de un escenario donde el miedo de la gente fue utilizado en una competencia para ver quién era el más fuerte. Las consecuencias no solo se miden en jefes policiales presos, redadas en comisarías, fugas insólitas, exacerbación de los índices de homicidios y ruptura de todos los pactos preexistentes. El efecto prominente fue el de convertir la discusión política en un tema fundamentalmente policial.
Progresismo a lo Bullrich
Si como decía Martínez Estrada, “el signo hace la ley, la esencia la norma”, el trabajo de significación de la realidad santafecina se ocupó de apuntalar un consenso social con criterios de guerra interior a través de leyes más duras y mayor presencia policial. Dos procesos paralelos: la colocación de un determinado conjunto de delitos como el gran mal que impide la convivencia, y la promoción de reformas manoduristas como antídoto indispensable para devolver a la población algo de tranquilidad. La policiación de la sociedad transciende a los gobiernos y sedimenta desde los ámbitos donde no llega el Estado. O desde aquellos otros donde, cuando el Estado llega, lo hace en su faceta menos piadosa o enmascarado entre los regentes de la economía delictiva.
Los grados de violencia y letalidad de las fuerzas de seguridad santafecina no pueden ser dejados de lado al considerar la problemática. Ninguno de los slogans de campaña repara en la degradación de una policía que secuestra, tortura, mata y tira cuerpos al río, como una contracara necrófila de la gestión progresista, abierta y tolerante. La discreta elusión del tema en la campaña del Frente Lavagnista Cívico y Social, no puede evitar la manifestación de que, en su crisis interna, solo queda el componente frentista, apurado por las obligaciones electorales. La dimensión progresista y social se terminó de derretir en las especulaciones del gobernador Miguel Lifschitz. Por esa razón la candidatura de Antonio Bonfatti tiene inconvenientes para colocarse en un lugar de progresismo que lo diferencie de sus dos adversarios.
El candidato del peronismo, Omar Perotti, junto con su vicegobernadora, la exjueza Alejandra Rodenas, jugó su carta mayor con su propuesta de “paz y orden” como un gran cartel colocado justo enfrente de los Tribunales rosarinos. La oportunidad es indudable: ese edificio concentra buena parte de las suspicacias de la gente sobre el funcionamiento de la justicia. Y fue el punto de llegada de innumerables marchas y movilizaciones a partir de casos de inseguridad, pero sobre todo de gatillo fácil policial. Desde Cambiemos, José Corral intenta revertir su desventaja con la invitación ubicua del “podés estar seguro”.
El motivo disciplinante y cinematográficamente autoritario despertó los repudios de un sector del progresismo, la izquierda y los organismos de derechos humanos. La precaución es justificada. Pero hay una brecha de ambigüedad en la que abreva la posibilidad de asumir una demanda mayoritaria para la cual esos mismos sectores no tuvieron una respuesta eficiente. La derecha, de forma transversal a los partidos, se ganó el corazón de una población victimizada y asfixiada por la sensación de desprotección. Recomponer los destrozos ocasionados por cuatro años de reformas macristas supone también reestablecer la confianza ciudadana, la tranquilidad de tener trabajo, llegar con resto a fin de mes para darse un gusto, y poder caminar sin paranoia por las calles. Además del laberinto de la deuda, hay que salir del callejón de las soluciones punitivistas.
En ese marco, el lema de “paz y orden” exige una lectura desde los derechos humanos. Y que esa lectura sea capaz de engendrar política. No solo leyes, sino, al decir de Martínez Estrada, “esencia”: nuevos consensos sociales que bajen el nivel de enfrentamientos sangrientos y la producción de cadáveres. Sin embargo, los nudos de acuerdo de los que Cambiemos se valió para su exhibicionismo de la crueldad, y que tienen expresiones brutales en Santa Fe, no se van a desatar solo con políticas públicas. El gobierno que viene tendrá que tomar decisiones difíciles y administrar sus efectos sobre la precariedad generalizada. Un alineamiento de la Provincia con la Nación, podría mejorar los mecanismos para tratar la cuestión seguridad. Ese es el plus de la propuesta peronista ante un socialismo tapado por sus propios fracasos.
Se avecina un escenario dónde los objetivos primarios estarán dirigidos a revertir la recesión, el atraso de los salarios, la ociosidad industrial, la especulación productiva y el knock out del consumo, en un gran acuerdo nacional que implicará un equilibrio por demás de complicado sobre pequeños acuerdos cotidianos de extrema fragilidad. El que viene es un país a punto de romperse al que hay que sosegar. Y evitar que sean los sobreentendidos de campaña los que marquen la tónica de las decisiones de gobierno. Ese es un de los puntos donde la presión social será determinante. Una nueva mayoría no puede desconocer la condena que pesa sobre sectores específicos de la población. No hay democratización efectiva a partir de la creación de bandos buenos y malos. La euforia de la transparencia, la exagerada indignación anticorrupción, los pregones antipopulistas y antitotalitarios del gobernador, el fanatismo de la denuncia, y las diversas lógicas castigadoras introyectadas en las rutinas, abonan un terreno propicio para la expansión de soluciones de mano dura, que en Santa Fe fueron redactadas y promovidas mayormente por legisladores del propio Frente Progresista.
El crimen de la guerra
El macrismo usó los terrores profundos de una sociedad angustiada y hundida en la incertidumbre para avanzar en los distintos campos de batalla de una guerra difusa que se libra en el espacio exterior y en la vida interior de cada ciudadano. Y el socialismo santafecino, lo siguió de cerca. Es un desquicio que se instala sobre el cuerpo y el alma para exhibir rápidamente a los salvadores que portan un saber exquisito de la modernidad represiva. Como en anteriores experiencias de la historia argentina, el gobierno recupera las normativas útiles a su maquinaria y dispone las reformas oportunas para que éstas puedan implementarse sobre la particularidad de cada territorio. Gendarmes, Prefectos, Federales, Policías provinciales, cuerpos especializados, y hasta militares que torturan hasta la muerte a un conscripto, se entremezclaron en una nueva distribución de los recursos violentos empoderados a partir de su capacidad de dar muerte.
La pérdida de fuerza de la candidatura a vicepresidenta de Bullrich se debe a razones políticas que hacen a la escasa viabilidad del frente Cambiemos, pero no implica la debilitación del paradigma de la fuerza letal y la libre arbitrariedad de las fuerzas de seguridad. Mediante estrategias de estigmatización, encubrimiento y defensa cerrada del privilegio de verdad para los uniformados, el papel comisarial de la ministra de Seguridad contribuyó a asentar una lógica política que se presentará como uno de los grandes desafíos de cualquier gobierno que pretenda transformaciones que amplíen la justicia social y el goce pleno de los derechos humanos. La gestión del Frente Lavagnista, en ese ámbito, solo tuvo como reacción la imitación de las poses provocadoras y la espectacularización de las acciones.
La alianza política, mediática y judicial, jugó su rol fundamental para derrotar al «garantismo» y llevar la discusión a un plano donde las medidas extremas y perentorias se imponen para responder a una emergencia provocada por la connivencia con el delito y el uso de mayor violencia para sofocar cualquier atisbo de amenaza. El crimen ejecutado como guerra contra el delito. Por ese motivo, si la seguridad se vuelve una conversación de nicho, solo apta para el devaneo de los especialistas, las soluciones técnicas desplazarán el centro fundamental que son las condiciones de vida de las personas. Pero la lectura política tiene que poder articularse en medidas concretas que reviertan un «clima de época» que se cobró más de un muerto diario por parte de las fuerzas de seguridad en los últimos cuatro años y apabulló la memoria colectiva con casos de asesinatos, encubrimiento, difamación de los familiares y premiación de los asesinos.
Si bien en todos los casos se activó una respuesta firme y sin retardos de los organismos de derechos humanos, algunos sectores políticos, organizaciones sociales y una parte de la población, que permitió frenar iniciativas de retroceso en el terreno de los juicios por delitos de lesa humanidad de la última dictadura, no siempre consiguió quebrar la interpretación uniforme que se estableció desde el gobierno en casos de delitos vinculados a la etérea esfera de la “inseguridad” y que resultaron en un aval compacto de la impunidad. Únicamente lo macabro y grosero de la violencia criminal de la Policía en San Miguel del Monte, expuesto a través de las filmaciones de las cámaras de seguridad, y la respuesta popular que se desencadenó, echaron por tierra los flamantes intentos del gobierno nacional para aplicar su procedimiento de crisis ocultando, desinformando y agraviando a quien acuse inquietud. Los fusilamientos a cielo abierto en Rosario suman imágenes a un escenario de gatillo liberado que tanto el gobierno nacional como el provincial favorecieron.
La crisis total
La «doctrina Chocobar» es una especie de texto canónico que instruye sobre un modo de resolución de conflictos y actúa como un pinche en la superficie lastimada y nerviosa de la sociedad. Una solución final, individualizada, uno por uno, de los problemas que impiden la vida. La faz práctica y brutal del «así no se puede más». Con esa vocación asumida, el Ministerio de Seguridad se planta sobre la base de experiencia criminal acumulada por la policía para legitimarla como técnica indispensable del Estado. El acompañamiento mediático y judicial, a través de la teorización diaria sobre demonios y patologías insanables, o de la explicitación con jerga letrada de los prejuicios e imaginarios racistas, clasistas, xenófobos y misóginos, que cohabitan en el «sentido común», es indispensable para crear una tensión ambiente donde todos pueden ser víctimas y nadie se hace responsable.
Las negaciones del progresismo, las argumentaciones por reflejo -que se limitan a dar cuenta de la crueldad y la impunidad-, la incapacidad de procesar una demanda horizontal de un sector creciente de la población, las reacciones prematuras desde la comodidad del purismo, la vía principal del razonamiento ideológico con el consiguiente juicio de valor, fueron utilizadas para confirmar una aparente impotencia de las políticas de derechos humanos para resolver la inseguridad. El apelotonamiento de categorías y la llana tergiversación desde los medios de comunicación con su reproducción en las redes sociales, facilitaron una condena anticipada de todos aquellos que apelen a una garantía o denuncien un mínimo abuso de autoridad. El gobierno nacional y sus aliados procuran encontrar en eso uno de sus pocos logros de gestión.
La crisis se expresa resquebrajando la economía, pero también las vidas cotidianas, las familias, los trabajos, los hogares, las relaciones, los lazos afectivos, los espacios comunes, las instituciones intermedias, las asociaciones, los clubes. Los efectos sociales del derrumbe agudizan la sensación de desamparo y llevan al límite los ánimos sobrevivientes. Y los signos de recuperación económica, cuando llegan, se miden mucho antes en índices macroeconómicos que desde las particularidades de la vida en común. En ese contexto, Santa Fe se enfrenta a sí misma. Para salir de la crisis será necesario no solo extender los umbrales de sensibilidad social y remarcar por debajo las violaciones que perpetran las fuerzas de seguridad, sino que hará falta un nuevo sentido en las políticas públicas que permitan instrumentar respuestas efectivas, con control político y mejores protocolos de intervención, a la precipitación humanitaria que se vive en todos los centros urbanos.
Es necesario que la economía no colapse para evitar la hecatombe que pagan los más vulnerables, y también es indispensable frenar el sangrado desde los barrios. Las políticas de ajuste y las políticas de seguridad siempre recaen sobre las mismas franjas sociales. Pero rechazar la seguridad como problema supone negar la necesidad de políticas que reestructuren las fuerzas uniformadas, deshaciendo pactos y alianzas, para purgarlas y poder desarrollar una política que tenga en el centro la promoción de los derechos humanos. Para eso, además de ideas y decisión política, se necesita poder. Porque una vez que la contención es efectiva, muestra sus límites. Y entonces serán fundamentales las redes y los vínculos primarios, inmediatos, territoriales, que construyen las organizaciones y los grupos de trabajo barriales, para dar lugar a dinámicas que lleven a producir otra institucionalidad alejada del mandato represivo y de la persecución selectiva. De la urgencia, no solo se sale por arriba.