Mano dura y libertad para armarse. En su gestión, Patricia Bullrich construyó el discurso que terminó por acorralarla. La masacre de San Miguel del Monte es la gota que rebalsó todo.
Podría abrirse el debate hacia adentro. Si la responsabilidad política de la masacre de San Miguel del Monte es o no del gobierno de la provincia de Buenos Aires, o al menos de Cristian Ritondo, su ministro de Seguridad. Si lo mismo sucede en provincia de Santa Fe con la ejecución, también reciente, de dos presuntos ladrones en Rosario. Podría ocurrir con cada asesinato a manos de fuerzas de seguridad de cualquier repartición, localidad o provincia. Lo cierto es que dicho debate se daría cada vez más seguido a lo largo y ancho del país, porque cada vez más seguido un policía mata. Cada 21 horas, para ser más precisos, según apuntó en su último informe anual la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi).
Las responsabilidades a nivel provincial sobre el desempeño poco profesional o delictivo de las fuerzas de seguridad existen. Están a la vista en las consecuencias del descontrol político. En ese descontrol que atraviesa a cada fuerza en todo el territorio nacional, sin distinción de jefaturas y divisiones. Narcotráfico, secuestros, extorsiones, cobro de coimas, torturas. Y también la muerte, el uso desmedido y letal de las armas de fuego con la excusa del cumplimiento de la función. Coherencia histórica, acaso, con la secta del gatillo alegre y los dedos en la lata de la que habló Walsh. Aunque todavía reine el discurso del hecho aislado, del policía corrupto, del delincuente de uniforme y la manzana podrida en un cajón de ética y moral incuestionable. “No es un policía, es toda la institución”: una consigna y denuncia de organismos de derechos humanos que sigue lejos de convertirse en el eje de una política de transformación y control sobre las fuerzas de seguridad.
El discurso del hecho aislado es el que guarda bajo la manga la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, para sacarlo cada vez que un uniformado queda expuesto ante la ley. Mientras esa exposición no ocurra, la ministra defenderá a su fuerza, y esa defensa contempla también el respaldo a un policía que mata. Sin reparos: no importa a quién mató, ni la edad de la víctima. “En el cumplimiento de sus funciones”, un aspecto que en el juzgamiento de un delito, en caso de abuso, puede implicar un agravante en la condena, pero que la ministra usa como escudo. Para proteger a los suyos y a ella misma. Porque si la policía tira y mata más es por la legitimidad política que consiguió a través de los discursos y resoluciones de la ministra. Es entonces cuando aquel debate hacia adentro, acerca de responsabilidades según provincias y divisiones, queda en segundo plano. Un segundo plano que es una cancha chica de disputas y estrategias políticas que se acentúan en contextos electorales. Por encima queda la ministra en su laberinto de discursos, declaraciones y decisiones tendientes a justificar la represión estatal. Un laberinto que, por la gravedad de sus consecuencias, le quitó sus aspiraciones de secundar a Mauricio Macri en las elecciones presidenciales y la acorraló políticamente.
La policía siempre mató. Siempre incluye a todos los gobiernos democráticos. En los años anteriores al macrismo existió una legitimación social, mediática y judicial que amparaba al policía que mataba. Generalmente bajo un esquema tan clásico como vigente: los investigadores comienzan a trabajar con la versión policial muchas veces adaptada, por medio de la manipulación de evidencias, a un relato de los hechos que se ajusta a la legítima defensa. Y, aunque sea por demás de evidente, poco se cuestiona esa manipulación. De forma mecánica, los medios replican la versión y socialmente se acepta el asesinato policial en defensa propia o de la víctima de un robo. “Un delincuente abatido en enfrentamiento”, con tamaña regresión histórica se explicó tanto fusilamiento policial. En casos muy extremos las causas judiciales viran para el lado de la verdad y desenmascaran el engranaje de encubrimiento y corrupción detrás de un policía que mata. Un engranaje que trasciende generaciones, tanto que pareciera formar parte del plan de estudio de los cadetes.
Pero a ese engranaje, tan aceitado que funciona a pesar de conocerse su ilegalidad, se le sumó durante el gobierno macrista la legitimación política. Puede decirse que en los gobiernos anteriores -donde las cifras de crímenes policiales se mantuvieron- recae la responsabilidad de no haber actuado de forma directa sobre algo evidente. El macrismo, en cambió, llegó para legitimar el gatillo fácil. Abiertamente, con discursos y resoluciones.
De doctrinas y masacres
Si se habla de gatillo fácil durante el macrismo, lo primero que surge en la memoria colectiva es la llamada “Doctrina Chocobar”, fundada a partir del respaldo de Patricia Bullrich y Mauricio Macri al policía de la Ciudad de Buenos Aires que el 8 de diciembre de 2017 asesinó por la espalda a un chico de 18 años que había asaltado a un turista. Pero para entonces el macrismo estaba a punto de cumplir dos años en el poder, y consigo ya llevaba más de mil personas asesinadas por las distintas fuerzas de seguridad del país. En veinte días de 2015 fueron 50, 442 en 2016 y 451 en 2017, según el registro de Correpi.
La Doctrina Chocobar, entonces, no fue ningún permiso determinante, sino más bien parte de la estrategia necesaria para profundizar la legitimación social, mediática y judicial al gatillo fácil. Se sabía, con registro de cámaras de vigilancia incluido, que el asesinato cometido por el policía Luis Chocobar no se encuadraba en la legítima defensa. Había matado por la espalda, de manera desmedida, a una persona desarmada. Pero el chico había asaltado a un turista, y cómo podía ser -planteó el macrismo- que la ley castigara al policía que había defendido a la víctima.
“Chocobar actuó de acuerdo a todos los protocolos y manuales que hemos elaborado sobre doctrina policial”, dijo la ministra Patricia Bullrich -convencida a sí misma y conforme con eso- en una entrevista radial con el periodista Ernesto Tenembaum. Y agregó: “Este caso ratifica una mirada que tiene nuestro gobierno: las fuerzas de seguridad no son las principales culpables en un enfrentamiento. Estamos cambiando la doctrina de la culpa de la Policía. Y estamos construyendo una nueva doctrina: el Estado es el que realiza las acciones para impedir el delito”.
Fue por aquellos meses de 2017 que Patricia Bullrich se puso la camiseta de defensora oficial de las fuerzas de seguridad. Ya lo había hecho con la desaparición y posterior hallazgo del cadáver de Santiago Maldonado, defendiendo a su Gendarmería e incluso yendo contra los derechos y libertades de la familia de la víctima. Lo hizo de nuevo poco después, con el asesinato de Rafael Nahuel en noviembre de 2017, antes del caso Chocobar. El chico, de la comunidad mapuche, fue baleado por la espalda por el Grupo Albatros de la Prefectura Nacional en una represión desmedida contra un grupo de la comunidad en el sur argentino. Pero la ministra, en su desfile por los medios afines, habló de la temible y terrorista RAM, de usurpadores que atacaron a los Albatros que, pobrecitos, debieron actuar en legítima defensa. “Es un procedimiento que tuvo una acción violenta, pero en legítima defensa, las fuerzas de seguridad no pueden dejar rodearse y dejar matarse, tienen que defender su vida”. ¿Se imaginan al televidente reaccionando ante aquella historia de terroristas mapuches? La guerra de los mundos televisada, y narrada por la ministra.
Hace unas semanas, la Cámara Federal de General Roca ordenó la detención del prefecto Francisco Javier Pintos, acusado de homicidio agravado por haber disparado a Rafael. Se supo que el chico estaba desarmado, y que la defensa del prefecto había estado guionada por el Ministerio de Seguridad, que incluso había promovido un peritaje manipulado para proteger al asesino.
Y más casos similares. Facundo Ferreira, el chiquito de 12 años asesinado en Tucumán por un policía en marzo de 2018. Uno de los primeros frutos de la Doctrina Chocobar, que la ministra defendió como tal. Dijo, entonces, que Facundo era un ladrón y había disparado a la policía. Al tiempo se supo que no. No había disparado. Y que sí, que el análisis toxicológico de uno de los policías había dado positivo en cocaína. A estas alturas, con la soltura que habitúa la ministra y jugando con sus reglas, se podría decir que la policía que ella defiende toma merca y sale a asesinar a niños indefensos por las calles. Pero lo que verdaderamente trascendió fue la defensa de la ministra y la acusación sobre Facundo, quien ya muerto no puede quitarse el estigma de ladrón. La versión policial aún prevalece en un caso que continúa impune.
En noviembre de 2018 la ministra se fotografió junto a una mujer policía que resultó absuelta por el asesinato por la espalda a un asaltante desarmado que escapaba de un negocio. El hecho ocurrió en 2016 y una cámara de vigilancia dejó el registró: el hombre fue baleado por atrás mientras intentaba subirse a su moto. Bullrich felicitó a la mujer por “el cumplimiento del deber”. El mismo día recibió a un gendarme absuelto por otro asesinato a un ladrón. Y en el mismo mes el dispuso la Resolución 956/2018 que creó el reglamento general para el empleo de las armas de fuego por parte de miembros de fuerzas federales. A través del mismo, según organismos de derechos humanos que rechazaron la medida, se alienta a las fuerzas a no actuar bajo los parámetros del Código de Conducta de la Organización de las Naciones Unidas.
“En los términos en los que se expresa el reglamento no puede ser considerado como un protocolo ni como una guía para la intervención policial, sino más bien como una grave e irresponsable enunciación de principios que dejaran latentes riesgos inminentes para la población en general y a los funcionarios policiales por fuera de las previsiones del código penal para la legítima defensa. Bajo estas previsiones, el reglamento no torna legales las intervenciones policiales que se produzcan en las circunstancias que describe, sino que por el contrario propone un curso de acción para los policías que los coloca en la ilegalidad o en la arbitrariedad, agregando un nuevo mojón en la larga tendencia a la desprofesionalización de las fuerzas policiales y de seguridad”, sostuvieron, por ejemplo, desde la Comisión Provincial por la Memoria, organismo que preside Adolfo Pérez Esquivel.
En aquel noviembre desquiciado, nada pareció suficiente para la ministra, que redobló su apuesta. Fue en una entrevista improvisada, con un medio cordobés. “Ese es un tema de las personas, el que quiere estar armado que ande armado, el que no quiere estar armado que no ande armado. La Argentina es un país libre”, dijo a la vez que volvía a defender al policía Chocobar. Así, la ministra pasaba de legitimar el asesinato policial a legitimar también el asesinato a manos de cualquier civil. No reparó en la contradicción ni en el riesgo político que supone alentar la violencia desde el Ministerio de Seguridad. Declaró convencida en respaldar el uso arbitrario de la “legítima defensa”. Una etapa superadora de la mano dura policial, que ya había empezado a afilarse en septiembre de 2018 con la absolución del carnicero Daniel Oyarzún, juzgado por asesinar a un ladrón, y que recientemente se repitió cuando un jurado popular declaró “no culpable” a Lino Villar Cataldo, el médico que acribilló a un ladrón. En este caso la ministra volvió a repetir: recibió al asesino, lo respaldó y dejó explícito el mensaje.
Con el paso del tiempo la ministra comenzó a sentir de cerca los efectos colaterales de su declaración y su postura a favor del libre albedrío a la hora de andar por la vida enfierrado. El caso más significativo fue el reciente asesinato del funcionario riojano Miguel Yadón y del diputado nacional de Cambiemos Héctor Olivares. La ministra tuvo que desactivar rápidamente la idea de “magnicidio” cuando se empezó a murmurar un problema personal relacionado a una familia de gitanos, y finalmente el silencio se apoderó del asunto cuando se deslizó que no habría motivo para semejante crimen, y que solo habría sido una víctima elegida al azar. Por un hombre que andaba armado, y que se le dio la gana de arrancar a los tiros. Porque Argentina es un país libre.
Construcciones
En diez días lo han contado todos los medios de comunicación. Hasta los que replican sin chistar aquello del delincuente abatido en un enfrentamiento. Lo han contado todos los medios y siempre conmovió. Entristeció, enfureció. Como si no alcanzara con el derrotero de pibes asesinados por las fuerzas de seguridad, la masacre de San Miguel del Monte llegó para inscribirse en la historia. Con víctimas tan pequeñas que habrá que nombrar hasta el hartazgo: Danilo Sansone y Camila López de 13, Gonzalo Domínguez de 14 y Carlos Suárez de 22. Junto a Rocío, otra niña de 13 que sobrevivió y pelea por su vida, paseaban en un Fiat Spazio que conducía el mayor, cuando empezaron a ser perseguidos por dos patrulleros. Una recorrida demencial que incluyó tiros -uno impactó en Gonzalo- y terminó cuando el auto de los chicos se hizo pedazos contra un camión estacionado.
Hay varias hipótesis acerca de cómo se dio el inicio de la persecución. La versión policial dijo que quisieron identificar a los ocupantes del auto, quienes respondieron fugándose. Se dijo también que la policía tenía fichado al conductor, que ya lo habían obligado a pagar una coima y que como no quería volver a hacerlo evadió un control policial. Otro rumor sugirió que los chicos habían visto algo que de alguna forma la policía tenía que callar. Pero lo único certero es la muerte y la declaración de un testigo que desnudó la clásica intención de embarrar la cancha. Quisieron borrar las evidencias de los disparos y encuadrar los hechos en un accidente fatal en el cual los responsables serían las víctimas: por andar de madrugada, por escaparse de la policía.
En menos de una semana la investigación del caso obligó la detención de doce policías. Cuatro como sospechosos de homicidio doblemente agravado por el abuso de la función policial y por el uso de armas de fuego. El resto por encubrimiento y falsedad ideológica, delito por el cual también detuvieron a Claudio Martínez, secretario de Seguridad del municipio.
Esta masacre, con el detalle de una persecución extendida y todo ese tiempo para planear una acción, trae el recuerdo de otras: la de Pompeya en 2005, en Rosario los asesinatos de Gabriel Riquelme en 2014, Iván Mafud en 2015, y David Campos y Emanuel Medina en 2017, y hace apenas dos semanas el crimen de Juan Cruz Vitali en Capitán Bermúdez. También trae otro recuerdo que acerca al gatillo fácil internacional: la masacre de Costa Barros, ocurrida en Río de Janeiro, Brasil, el 28 de noviembre de 2015, antes de Bolsonaro. Cinco amigos fueron acribillados con 111 disparos contra el auto en el que habían salido a festejar el primer sueldo de uno de ellos. Eran negros, jóvenes y de clase media baja: factores suficientes para dejar el caso impune.
No es casual el paralelismo con Brasil, cuando en relación al discurso sobre seguridad ambos gobiernos nacionales se parecen tanto. A la ministra Patricia Bullrich le han dicho que admira y copia a Jair Bolsonaro y su política manodurista. Ella, orgullosa, ha retrucado que la imitación se da a la inversa.
Recientemente, cuando en el programa Corea del Centro le consultaron por la masacre de San Miguel del Monte, la ministra, acorralada, acudió al clásico argumento de la manzana podrida. Deslizó aquello de que podría tratarse de una delegación corrupta que mantenía “una relación de distancia y desconfianza” con el pueblo. Y no se rindió: insistió en respaldar el accionar policial en casos como el de Chocobar. Además, condimentó sus declaraciones sosteniendo que las causas por las desapariciones y muertes de Luciano Arruga, Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, se habían tratado de “construcciones”. Semejante declaración motivó un pedido de separación del cargo contra la ministra, firmado por Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, la Liga Argentina por los Derechos Humanos entre otros organismos. “El cambio de paradigma que la ministra reivindica como política de su gestión constituye el peor retroceso sufrido en Democracia, después del indulto a los genocidas, y pone en serio riesgo al Estado de Derecho”, advirtieron.
Si hay un principal motivo por el cual el horizonte de la investigación sobre la masacre de San Miguel del Monte no es la impunidad, es la inmediata movilización de todo el pueblo que salió a la calle a exigir esclarecimiento y justicia. Un poder popular -no siempre masivo, no siempre empático- que se asoma y queda a flor de piel cuando la injusticia golpea. Una herencia que, pese a quien le pese, obliga a forzar aquella empatía cuando la violencia estatal sorprende sin aviso. Y que, una vez activada, se encuentra con organismos de derechos humanos históricos, con estrategias de contención e intervención tan aceitadas como los engranajes de la impunidad a los que enfrentarán. Una herencia que, a diferencia de Brasil por ejemplo, intenta poner límites a la mano dura estatal. Y que, después de tanta sangre, empieza a encerrar a la ministra en su propio laberinto.
Fotos: Ministerio de Seguridad / NA