Hace unos días se viralizó por las redes una pelea de alumnos de la Escuela de Educación Técnica Nº 660 del barrio Empalme Graneros. Aunque pasa desapercibido el estado edilicio del lugar, y la situación social y económica del barrio.
[dropcap]E[/dropcap]l afuera es a la altura 3200 de Génova, donde la calle ya es doble mano y atraviesa el corazón del barrio Empalme Graneros. Van a ser las cinco de la tarde. Los vendedores de torta asada tiran sobre las brasas sus últimas apuestas. Los negocios, muchos improvisados en habitaciones o garajes de viviendas, esperan la demanda sin tantas ofertas. Los vendedores ambulantes hacen lo suyo con medias, huevos. Son los primeros días de mayo, el frío resignó su changüí y dijo presente en jornada completa. El barrio, a pesar de, todavía se mueve.
El adentro es un container de unos pocos metros cuadrados. Angosto, techo bajo, un agujero en la pared donde supo haber un aire acondicionado y por donde hoy parece filtrarse el chiflete que ha acondicionado el salón, pero a temperatura ambiente. El container es una de las aulas de la Escuela de Educación Técnica N° 660 “Laureana Ferrari de Olazábal». Quien recibe a enREDando es Mariela Aviani, docente de Formación Ética y Ciudadana. Los pibes y las pibas rebalsan de energía, van, vienen, gritan y demoran el regreso a clases después del último recreo. Mariela, ya desocupada, ofrece su atención y un consejo: enchufar el cargador de la batería de la cámara de fotos en otro tomacorriente, ya no en este que acaba de hacer cortocircuito.
La Escuela, como institución, está pronta a cumplir sus 92 años. Este edificio no llega a los treinta. En general no está en mal estado. Pero eso no alcanza. El cortocircuito de un tomacorriente fue una demostración casual que se acopla al motivo de esta visita, que es la condición edilicia de la escuela. No como un problema solo de la seguridad de las y los estudiantes sino como la parte -una parte más- de un contexto dificilísimo en términos sociales y económicos. Empalme Graneros, como tanto barrio rosarino, palpa en sus propias calles la crisis económica y la violencia, tan arraigada, que se ha naturalizado como propia. ¿Cómo es ir a la escuela en este contexto?
Cuando la institución cumplió sus noventa años, en septiembre de 2017, recibió la visita del gobernador Miguel Lifschitz, quien ese día dijo que la provincia estaba invirtiendo dos mil millones de pesos en el sistema educativo para hacer nuevas escuelas, ampliar otras y acondicionar talleres. “Como en el caso de esta institución que en 2018 tendrá dos nuevos espacios para trabajar con mayor comodidad”, agregó puntualmente sobre la 660. Piedra libre para Miguel: a mediados de 2019 todavía no hay nuevos espacios. Sí hay una obra, dentro de la escuela, que generó descontento en la comunidad tanto por la demora como por su calidad. “Pedimos que se construyan salones nuevos. Pero qué hicieron, los salones grandes que tenemos atrás los fraccionaron y de un salón grande sacaron tres. Pero necesitábamos salones porque ahí están los talleres”, explica Mariela.
Y además las aulas móviles, que es el nombre medianamente decente que le encontraron a estos containers. Son dos en la escuela, y según la docente al Ministerio de Educación le cuesta 34 mil pesos cada una por mes. Así, con sus agujeros, con su dudosa conexión eléctrica, estos containers son aulas para las pibas y pibes del barrio. Un barrio en el que en los últimos años han llegado obras públicas, es cierto. Pero también un barrio que en muchos sectores continúa esperando pavimentación de sus calles, tendido eléctrico seguro, mejoras sanitarias y tanta otra demanda. Un paralelismo, la escuela -aquel adentro- y el barrio -el afuera-, que grafica las desigualdades y la singular coherencia del sistema.
Nada es aislado
La escuela es un reflejo del barrio. Todo lo que sucede afuera repercute adentro. El hambre, por ejemplo. “Realmente los pibes tienen hambre y necesitan un refuerzo”, dice Mariela. En la 660 meriendan: mate cocido, chocolatada, una factura, una pizzeta. El cursado de la secundaria es taller por la mañana, y unos módulos más por la tarde. Lo ideal es que cada alumno almuerce en su casa. Lo ideal. “Pero lo cierto es que los pibes no tienen una alimentación sustanciosa”, cuenta la docente. Por eso la merienda vuela. Hay días que no alcanza.
Desde afuera hacia adentro también repercute la violencia. El 16 de mayo se difundió en los medios televisivos de la ciudad un video en el cual alumnos de la 660 se cruzaban a trompadas a la salida del cursado. Esa fue la noticia -un hecho tan frecuente en tantas otras escuelas- sobre esta institución que tiene particularidades como un aula container y una obra estancada. Esa violencia, sin embargo, está. Pero no empieza ni termina en esa noticia. “Se pelean porque se miran mal, por cosas pequeñas, por un me gusta en el facebook de la novia o del novio. Pero la siguen hasta hacerlo grande y se van a las manos”, dice la docente.
“La violencia está naturalizada y se reproduce permanentemente”, explica. Y la violencia es tan amplia. Mariela recuerda el caso de un alumno, abanderado, que hace un tiempo, en el camino de su trabajo a la escuela fue detenido por la policía. Llevaba una bolsa con elementos de albañilería que usaba para ayudar a su padre, cuando fue abordado por policías que lo interrogaron. De dónde había robado esas cosas, fue lo que le preguntaron. Y, por las dudas, fue a parar a la Comisaría 20. La misma que hoy tiene a sus ex jefes procesados por narcotráfico, por participar de la recaudación económica de la venta por menudeo en el barrio.
El transero, que acerca la droga a manos muy jóvenes, implica acaso otra forma de la violencia. Un entramado, que no excede a la policía, que llenó de armas y muertos al barrio en los últimos siete años. Hoy, a metros de la escuela, hay un mural con el rostro de Ariel Ávila, un chico que tenía una banda de rap en la que cantaba contra la violencia y los narcos. Y que en 2014, a los 21 años, fue asesinado por otro pibe de los llamados soldaditos del narco. Siete tiros. A metros de su casa. A metros de un búnker. A metros de la 660, a la que había asistido.
Entre esas historias crecen los pibes y las pibas. Y en ocasiones, entre ellos, los berretines y las ambiciones. La realidad, entonces, se asoma irremediable detrás de esa frase gastada que dice que en el barrio es más accesible un arma que un libro. Entre ese destino prediseñado y la pibada, está la escuela. Como dirá Mariela, muchas veces el último escalón antes de la calle.
Nuevas estrategias
“Para dar clases, esto es lo menos pedagógico que hay”, dice Mariela. Y razona: cualquier familia que puede mandar a un chico a otra escuela, lo hará. Así es como la cantidad de estudiantes ha ido mermando en los últimos años. Problemática que se profundiza por la deserción motivada por otras circunstancias que en definitiva vuelven el foco hacia el contexto social y económico del barrio. Muchos chicos dejan la escuela para trabajar, porque desde adolescentes son una parte esencial de la economía familiar. Otros abandonan por problemas familiares, o de salud, o por falta de contención ante un abanico de problemáticas tan amplio como el de cualquier barrio de la periferia rosarina. Si tienen que dejar algo, dice la docente, dejan la escuela. De cualquier manera, las aulas se van vaciando. Un ejemplo: en 1º C hay 34 alumnos, y en 6º B solo quedan cinco.
Algunos logran cambiarse de escuela y continuar su ciclo educativo. Pero son los menos. “La 660 es el último escalón que muchos pibes tienen. De acá, el que se va no se va a ningún lado. En muy raras ocasiones alguno termina en un EEMPA, pero la gran mayoría que abandona acá termina en la calle”, cuenta Mariela. La 660 es muy accesible, está en el medio del barrio, los chicos llegan caminando un par de cuadras, y además en los últimos años han implementado nuevas estrategias para contener a los alumnos más allá del cumplimiento estricto de sus calificaciones. La psicóloga y la trabajadora social de la escuela son, por ejemplo, una parte fundamental en la convivencia.
“Nos replanteamos toda la profesión. La manera de enseñar, de evaluar. El logro no es que el chico tenga un diez sino que siga viniendo a la escuela”, explica Mariela. Y propone “aggiornar la práctica docente a la realidad”. Aunque, por ahora, lo estén haciendo entre pocos. En ese adentro, tan cercano a aquel afuera.