Con el resto de iniciativa política que le queda, el gobierno nacional impulsa tres reformas superpuestas: del Código Penal, de la ley Penal Juvenil, y de la carta orgánica del Banco Central. Es un último arrojo por condicionar el debate de campaña, pero también una piedra más en el reordenamiento doctrinario de la Argentina y el continente.
Por Lucas Paulinovich
El debate del proyecto de reforma del Código Penal que el gobierno giró para su discusión en el Congreso toca las fibras más irritadas de la sensibilidad social. Si la Constitución es reivindicada como la “ley de leyes”, del Código Penal podría decirse: la “ley contra lo ilegal”. La regla que fija la política criminal y establece qué se persigue y de qué manera. Las apelaciones a las modificaciones de la letra de 1921 están teñidas de todo el sentimentalismo necesario que recomienda la consultoría política para la guerra contra el narcotráfico, el terrorismo y la delincuencia, los males necesarios en este momento histórico. Un pack de demagogia punitiva para cuidar la salud electoral y avanzar en la eliminación hasta del mínimo garantismo. Un concurso de exageraciones y yerros que se incrementará por el apresuramiento vehemente que excita la campaña. Un largo desfile de potenciales ordenadores del desquicio.
En el gobierno, a lo sumo, aspiran a la media sanción de Diputados. El objetivo es instalar el tema y generar las condiciones generales de la conversación de campaña. Cuentan con la buena disposición de editores, columnistas y conductores, adscriptos entusiastas a la demonización de la pobreza, los sindicatos, la juventud, los feminismos, las organizaciones sociales, los piquetes, o cualquier acto de impugnación. El ministro de Justicia, Germán Garavano, es el responsable de hacer funcionar los nexos entre Ejecutivo, Senado, Justicia y los medios para apaciguar las tensiones y que haya una tregua para lograr un endurecimiento normativo que se imponga como inevitable. La vía de la persecución penal como único acceso al futuro mejor. En el fondo, late una intuición: la familia de las Fuerzas de Seguridad es una tendencia profunda del poder duradero y será una usina de irradiación que conmueva los ánimos aterrados. El entusiasmo optimista de los inicios es ahora la rabiosa puesta a punto de una ofensiva final. La alegría del Cambio se conmuta en la menesterosa recurrencia de la Reforma.
Desde el 2018, la gestión Cambiemos se redujo a mantenimiento de políticas sociales, fuerzas represivas y blindaje occidental. Y por eso, también, fue una rápida precipitación hacia la paranoia colectiva. La discusión pública cobró aceleradamente el matiz de un reproche entre perseguidos. En eso, el lanzamiento de la Reforma es un gesto político aspiracional: busca ampliar el margen de maniobra política de un gobierno acorralado por sus propias decisiones. Pero, decepcionados sus viejos aliados y contribuyentes, puede terminar achicando aún más el estrecho espacio en el que hoy se mueve. En un país en recesión, con niveles de pobreza insoportables, el Estado, las empresas y las personas endeudadas, y una inflación que abona en la percepción masiva el fantasma voluminoso de la híper, el componente proselitista es un asunto de forma y de fondo. Presentado como si la sociedad entera estuviera dispuesta a sacarse de encima lo que sobra para poder -al fin- salir adelante.
Para la ocasión, se preparó un compost de figuras que delinean el contorno de las “nuevas amenazas”. Sueltan por un lado el proyecto de nuevo Régimen Penal Juvenil, con la baja en la edad de punibilidad a 15 años, y por el otro, agregan al Código Penal castigos para los arrojadores de proyectiles en manifestaciones y concentraciones -agravadas cuando se hace contra la investidura policial, penalizan los cortes de calle como método de protesta, incrementa penas a los motochorros, incursiona en los ciberdelitos, introduce la “lesión a la persona por nacer” y la arbitrariedad de conciencia para los médicos al realizar o no un aborto, o agrega nuevos tipos al terrorismo como la vacua “asociación ilícita”. A la par, sale a la luz el proyecto de reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, que reafirma su independencia y habilita la titularidad de un funcionario extranjero. Cuerpos e información controlados, y finanzas liberadas. La penalización de las vidas es, a un tiempo, la despenalización del capital.
Son coletazos de la patria de los arrepentidos, promovida con irresponsabilidad por el gobierno y coordinada desde Comodoro Py. Y que fue el percutor de la oleada de denuncias y detenciones que el gobierno acicateó y terminó volviéndose en su contra. La respuesta inmediata es asentar las condiciones de un estado de emergencia que exija un ajuste mayor en materia represiva. Que la inserción frustrada en el mundo deje, por lo menos, una doctrina de seguridad para aplicar en un país en bancarrota.
La variante represiva es uno de los pocos ámbitos donde el gobierno puede exhibir lo que interpretan como puntos a favor. Y lo quieren hacer valer electoralmente. Más como un modo de consolidar los votos absolutamente propios y acaparar los todavía despavoridos por los “70 años de peronismo”, que para constituir una base de amplitud suficiente para recuperar la gobernabilidad de los primeros años de gestión. Ese es el terreno donde descuella la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, aspirante a la vicepresidencia. Practicante del dogma basado en grandilocuencia para la ejecución de las acciones y periodistas asistidores para la repercusión mediática. Con la defensa férrea y centralizada de la Gendarmería en el asesinato de Santiago Maldonado, de la Prefectura en el de Rafael Nahuel, y de la policía en el caso del gatillero Chocobar, el Ministerio de Seguridad resultó uno de los sostenes del quebradizo poder político sacudido por las corridas cambiarias y el desbande económico. El saber popular del 2001 contribuyó a amainar lo que podría romper la única zona estabilizada para gobernar. Y la ministra Bullrich y la de Desarrollo Social, Carolina Stanley, equilibran la fisonomía de un gobierno que, en un año y medio, pasó de la reelección indudable a la contención exasperada de los desertores.
El error fue confiar en que “las escenas del caos” serían más intimidantes para la población que las “escenas de represión”. Hasta que podrían traducir el efecto político de las primeras en respaldo masivo de las segundas. Pero fue justamente una de esas expresiones callejeras la que marcó el comienzo del fin del horizonte de acumulación política del gobierno: la de diciembre de 2017, cuando la movilización social hizo caer la sesión donde se intentaba aprobar la reforma previsional. También aparecieron esa noche las “escenas de cacerolazos”. Mostró la primera imagen callejera de una indignación “civil” que no se pudo procesar con facilidad como “agitación” de sectores políticos o sindicales. Lo que siguió es conocido. El hartazgo se les volvió en contra. Y es cercano el recuerdo de la heladera llena, el valor del sueldo y las vacaciones disponibles. No lo conjura la invitación sentida al martirologio ciudadano. Sumado a elecciones provinciales donde no funcionó la estrategia de “retener lo que se tuvo”, y tuvieron que festejar amargamente las victorias no kirchneristas como si los votos que la alimentaron en su desbandada todavía guardaran la posibilidad de un retorno en las elecciones nacionales. Son secuencias de un final desordenado.
Mientras el exministro Roberto Lavagna busca ser elegido candidato único por aclamación opositora, Sergio Massa y Juan Manuel Urtubey, de Alternativa Federal, se reúnen a cenar con Daniel Vila, empresario de medios; Sebastián Eskenazi, heredero petrolero; Rodolfo D’Onofrio, aspirante deportivo; Facundo Manes, neurólogo radical; y Marcelo Tinelli, industrial del espectáculo. Una parte selecta del “círculo rojo” con largas amistades y propósitos en común. El primer peldaño es junio, el anuncio de las candidaturas. El gran escollo, la provincia de Buenos Aires, donde solo Cristina Fernández tiene lo propio. A pesar de las múltiples utilidades que todos ven en la Reforma, con Massa están sus mentores y los de la ley del Arrepentido. El instrumento que destrabó el desparramo. Todos se apuntan para usufructuar los errores de un gobierno que perdió la iniciativa y la creatividad de la que gozó fugazmente. El espacio discursivo de la Reforma es, para esos fines, una buena plataforma de proyección. Seguridad maridada con arreglo financiero.
Del inédito alineamiento de 2015 se erosionó fatalmente la base de alianzas. Y el presidente tiene que apurarse a atajar los afanes de autonomía de los aliados. Los proyectos alternativos. La desconfianza extrema. La imperiosa urgencia por confirmar diariamente su candidatura. Los efectos del caso D’ Alessio hicieron desbordar las napas por donde circula el poder del que el gobierno hizo abuso. Y varios de los incomodados son actores cardinales. Vueltos que se cobran y se pagan. Pero cualquiera puede servirse de la Reforma para dar esa última batalla por los indecisos. Una jugada que redobla los alcances de algo que salió mal para que no parezca tanto. Y, finalmente, reordenar la tropa. Aunque solo quede la de uniforme.