Por Claudia Rafael, nota publicada en Agencia Pelota de Trapo
(APe).- Rupercia tenía 13 años y tuvo un bebé de un kilo por una cesárea obligada. En términos estrictamente médicos, “cero” chance de sobrevida para cualquiera de los dos, cuando ella llegó después de un par de traslados al hospital donde la devoró la muerte.
Rupercia –a quien muchos hoy conocen como Agustina (por su segundo nombre)- fue una niña indígena. Pero es también el símbolo de toda una tragedia-tabú construida concienzudamente por el imperialismo económico y –como escribió el médico y nutriólogo brasileño Josué de Castro- fiscalizada “por aquellas minorías obcecadas por la ambición del lucro” y dirigida “en el sentido de sus exclusivos intereses financieros y no como fenómenos del más alto interés social para el bienestar de la colectividad”.
La niña vivía en un ranchito porque ya no hay monte. Porque el impenetrable es cada vez menos impenetrable y porque las motosierras, las topadoras, la avidez financiera de los pocos que concentran millones hacen del descarte poblacional su propia religión.
Sus días transcurrían en las afueras del paraje El Sauzal, al borde del límite norte del Chaco con Formosa. A 560 kilómetros de Resistencia, la capital, donde primero murió el bebé, en la semana 29 de gestación y luego ella, niña wichi del Impenetrable. Su derrotero ya había transcurrido por el Hospital del Bicentenario General Guemes -“una iglesia en el desierto”, como lo definió el doctor Rolando Núñez del Centro Mandela en entrevista con APe- y, antes aún, por el Hospital de El Sauzalito. Allí donde se atiende la población de la localidad, unos 7000 habitantes, pero también los pobladores de los parajes: Sauzal (800 ó 1000 habitantes, más la población rural que suman unos 1200); Tartagal, de 350 habitantes y Tres Pozos, de otros 350. Y de la multiplicidad de diminutos parajes rurales de los alrededores. Apenas cuatro médicos, bajo nivel de complejidad de asistencia y la guardia que estalla a diario.
Hacia el Norte, a unos 80 kilómetros de Sauzalito, funciona el hospital Comandancia Frías con un solo médico. “Abarca la población del Paraje Belgrano pero como hay un solo médico, todos van al de Sauzalito. Por lo tanto, la población que depende del hospital se duplica”.
En Sauzal –contó Núñez- “hay un puesto sanitario con un enfermero. No hay médico. Hace unos dos meses pasamos por ahí y ya no había e hicimos el reclamo al ministerio de Salud pero dicen que no encuentran”.
La crónica de vida y de muerte de Rupercia es mucho más que la historia de esa niña. Hacía tiempo que los vecinos la veían más y más delgada. “Seguramente la tuberculosis se fue comiendo la masa corporal. Cuando le hicieron la cesárea y sacaron al bebé era una bola de agua, un edema. Y eso significa que un virus perforó la placenta y era imposible pensar en una mínima posibilidad de sobrevivir para ninguna de las dos”.
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El paisaje del Chaco profundo está herido de muerte. Los caminos ajados por las largas sequías de siete meses restallan por el peso insoportable de 30.000 kilos de cada camión abarrotado de troncos de algarrobo y de quebracho colorado. Que se llevan la riqueza de la tierra y transforman esa identidad forestal y humana de las comunidades indígenas.
“Es un sistema al que, si se le corta un eslabón, se quiebra. Cruje el equilibrio. Y todo se va modificando. Llegan primero los productores forestales, a los que nosotros llamamos explotadores forestales, que son la infantería para que luego venga la producción agrícola. Primero irrumpe la motosierra y los guinches para cargar los troncos en los camiones. Cuando ya no hay nada con valor comercial, llegan las topadoras y luego las rastras agrícolas”, describe Rolando Núñez.
Ese territorio que estallaba en colores y constituyó por siglos el universo de wichis, qom y mocovíes hoy está carcomido y la naturaleza y la condición humana son reemplazadas vilmente por grandes plantaciones de megaproductores agropecuarios de Córdoba, Santa Fe o Buenos Aires. Girasol, soja, maíz transgénico irrumpen y avanzan.
Los pueblos del origen son empujados por la fuerza a las localidades. Se les arrebatan su identidad y su mundo cotidiano. “Ellos hacían su laboreo en el monte. Comían mistol, algarroba, muy ricos en proteínas, en nutrientes. Y les cambiamos el paladar para hacerlos farináceos. Con el agravante de que las harinas son, además, altamente adictivas. A esto le sumamos que no hay agua para consumo humano, que la toman de los charcos; en los mismos charcos de los que beben los animales. Crece la desnutrición, la parasitosis, la anemia que se suman a la tuberculosis y al Mal de Chagas que son endémicos. Los niños padecen diarrea estival”. Pero además, definió el médico del Centro Mandela, “hoy tampoco están pudiendo acceder a las harinas. Tomamos el precio en una zona equidistante, que es Misión Nueva Pompeya, uno de los primeros lugares en que se instalaron los jesuitas con lo que ellos llamaron reducciones. Y la bolsa de 50 kilos de harina de tercera marca es de 1750 pesos. Imposible adquirirla cada quincena”.
Rupercia era una en medio de 60.000 indígenas dispersos en el impenetrable o sus alrededores. Una cifra que calcula el Centro Mandela en reemplazo de la que resultó del censo 2010 que ascendió a 43.000. “El último censo no reflejó la población real. Porque aquel día murió Néstor Kirchner y los efectores no entraron al monte o se volvieron. Muchos creían, además, que contabilizarlos era generador de discriminación. Como tampoco se registraron las enfermedades que padecen y el nivel de enfermedades prematuras entre los indígenas se diluye en la población general y las estadísticas no son reales”.
Apenas 13 años tenía la niña. Y vivía en un ranchito desde los 11, cuando empezó a menstruar. Signo ineludible en su pueblo del paso cultural a la vida de mujer adulta.
Rupercia estaba desnutrida como tantos entre las familias indígenas. Vivió su entera y corta vida entre los olvidos, las inequidades y las decisiones de otros, que tejieron planificada y concienzudamente su destino. Su muerte no respondió a la ausencia de escuela, de cuaderno, de palabra escrita, de pizarrón. Su muerte no fue el resultado de la falta de acceso a la Esi ni al derecho al aborto, que es imprescindible legislar pero no le hubiera salvado la vida. Su muerte no fue la resultante de que el ranchito fuera de barro o que tuviera roto el techo.
La construcción de su muerte es mucho más extensa en el tiempo. Arrancó incluso mucho antes de su nacimiento. Rupercia fue la víctima de un sistema social, económico, sanitario deshumanizante y deshumanizado. Fue la hija dilecta, como tantos de los suyos, del reparto dolorosamente desigual. Ese que quitó a los pueblos de las comunidades originarias su hogar entre los montes, allí donde los alimentos estaban al alcance de la mano. Donde la medicina emergía de las plantas y los árboles. Donde el juego eran las sogas con las que mecerse, las hojas revueltas, los palos zumbadores o los sonajeros con semillas. Donde el nomadismo privilegiaba el cuidado y la reconstitución de la tierra para volver. Donde niñas y niños vagaban por las noches entre los árboles sin miedo. Y hoy lo hacen en los poblados que los catalogan como vagos y descuidados.
“Son la población sobrante –analizó Rolando Núñez- y hay que sacarla, como sea, del monte. Les dan una vivienda, un plan y los tienen sentados todo el día en su casa. Se los modificó así estructuralmente en su funcionamiento. Porque el monte era su casa, su parque de juegos, su supermercado, su farmacia. Ahora, alrededor de la casa, no hay nada”.
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Rupercia –como se llamaba la niña chaqueña de 13 años- fue la víctima de un sistema que elevó el hambre al altar de los dioses del capital. Hannah Arendt escribe en “Sobre la revolución humana” que la pobreza –y podríamos decir el hambre en su concepto más vasto- “es un estado de constante indigencia y miseria extrema cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante”.
Rupercia es el rostro invisible del hambre. Sin fotografía, sin color de ojos, sin pocitos a los costados de los labios, sin imagen que se grabe en las retinas porque demasiadas veces las fotos son un lujo.
“El hambre oculta constituye hoy la forma más típica del hambre de fabricación humana”, escribió Josué de Castro hace unos 70 años. Es un hoy que sigue transcurriendo en tiempo presente. El breve cuerpo de Rupercia es la radiografía de las enfermedades evitables, del hambre evitable, del dolor evitable, del abandono evitable, de la inequidad evitable. Rupercia fue y ya no es por estricta decisión de la maquinaria social y política que está perfectamente aceitada para tributar vidas al sistema del capital y la muerte temprana. Después de todo, como decía Galeano “toda riqueza se nutre de la pobreza”.