Por Franco Furno
[dropcap]D[/dropcap]el otro lado del río, la barranca deja de ser brusca y enraizada para dar lugar a una playa de arena oscura entremezclada con la greda. El viento fresco del sur le daba un tinte solemne a la costa del Carcarañá. Subiendo esos escalones de arcilla, a unos metros los espinillos enmarcan el cielo en un bosquecillo que desde su óptica parecía no terminar. De este lado, Enrique se encuentra sentado mirando como los pájaros colman de a poco esas ramas eternas sin brotes, más allá de la cercanía de la primavera. Un pato corta la corriente del río con su vuelo a ras del agua. A su lado, las raíces y el tronco de un pino ya seco duermen justo donde el cauce amarronado y opaco realiza una curva pronunciada. Allí se dibujan incansables remolinos que atrapan. Enrique se pregunta si ella podrá venir el sábado a la tarde.
Se sentía en calma, ya era parte del lugar, hacía por lo menos tres lunas que se había instalado en la cabaña donde vivía su abuela. Sus palpitaciones de ciudad habían desaparecido, igual que sus ataques de pánico, aunque ella permanecía latente y constante en su pensamiento. El cielo fue tomado totalmente por nubes sólidas y grises, haciendo ese atardecer un espacio de nostalgia y tranquilidad junto a la costa caudalosa que lo vio crecer. Se quedó observando que en el bosquecillo de espinillos secos llega un momento donde se ve una neblina marrón, detrás de donde se llega a detectar la última silueta de lo que se puede asegurar que es un árbol.
La corriente es bravía por allí y si uno la mira fijo queda como atrapado. Por eso no se asombró en un primer momento cuando lo extraño comenzó a observarse en la superficie del agua. Como siempre el río trae basura, troncos y animales muertos no es de extrañar, a quien lo conoce, cuando algo lejano del mundo costero aparece en las aguas.
Si bien estaba seca la mezcla de tierra y arena, le costó romper el terrón. Al fin pudo sumergir los dedos y jugar como cuando era niño en los areneros. Levantaba una pequeña montaña en su puño y lentamente abría su mano para dejar que grano a grano vaya cayendo en pequeñas cataratas dejando sólo algunas hileras sobrevivientes de arena, que luego bruscamente soltaba. Se llevó su atención que no se movía en el agua ese bulto esférico y negro con cierto brillo que no era rama ni tronco. Las bandadas de aves adornaban la tarde con pinceladas de trinos. Pasaban unas cuatro cotorras estridentes, más a lo lejos se oían teros en su estrategia, las palomas en un aguaribay detrás suyo conversaban por lo bajo. Avanzaba y emergía poco a poco. Ya exaltado pudo deducir que el bulto podía ser una cabeza de algo ya que los que asomaba por debajo parecían ser hombros. Un benteveo se posó sobre un álamo pincel a trinar, entreabriendo sus alas y mostrando orgulloso su pecho amarillo. Sus ojos se abrieron cuando lo vio moverse hacia la otra orilla, casi contra corriente.
Siempre se preguntó a dónde van a morirse los pájaros. Son miles, cientos de miles que vemos a diario en los cielos y sin embargo sólo vemos sus restos luego de alguna tormenta fuerte o cuando un felino logra atraparlos en un despiste terrestre. Más avanzaba y podía apreciarse una larga y lacia cabellera negra sobre ese sweater oscuro con rallas color ocre que le resultaba tan familiar. Su corazón parecía hablar de tanto repiquetear, pensó correr, pero no podía moverse viendo a esa mujer salir del río.
Una bandada de biguás colmaba la copa de un eucaliptus. Un dorado saltó a la altura donde Enrique estaba pasmado en una posición rara, entre en cuclillas y sentado, con su boca abierta y sus ojos desorbitados. Congelado se quedó al verla tomar la costa, sin poder entender como ella se perdía en esa bruma amarronada detrás de los espinillos secos, dónde se puede detectar la silueta de lo que se puede asegurar que es un árbol.