Catorce años del asesinato de Sandra Cabrera. Su historia es paradigma del abuso policial contra las trabajadoras sexuales. En Costa Rica, donde el escenario el similar al argentino, siguen su ejemplo para organizarse.
Por Martín Stoianovich, desde Costa Rica (Foto: Ammar.org.ar)
[dropcap]N[/dropcap]ubia Ordoñez tiene 56 años. Morocha alta, espalda recta, rulos finos y largos. Trabajadora sexual en San José de Costa Rica desde los 22 años. Cuando escucha el nombre de Sandra Cabrera gesticula. Aprieta sus labios, los vuelve finos. Como si afirmara. Es la antesala a eso que dirá después de que el legado de la meretriz rosarina es parte del motor que lleva a las mujeres trabajadoras sexuales a intentar organizarse. Son más de seis mil kilómetros de distancia: y en estas tierras centroamericanas se sabe que a Cabrera, aquella noche del 27 de enero de 2004, la mataron en medio de un conflicto de denuncias a la policía por hechos de violencia y corrupción. A Cabrera la mataron de un balazo en la nuca que la dejó tendida en calle Iriondo al 600, a pocas cuadras de la Terminal de Ómnibus, la zona de Rosario donde más se ejerce el trabajo sexual. Por estos lados se sabe también que después del crimen hubo un pantano de silencio y complicidad que logró que el poder judicial nunca condenara al asesino.
El pantano de silencio y complicidad es en general el piso sobre el cual caminan las trabajadoras sexuales. De todo Latinoamérica: así lo especifica el informe 2017 sobre trabajo sexual y violencia institucional que hizo en doce países la Redtrasex LAC (Red de trabajadoras sexuales de Latinoamérica y el Caribe) que termina por dejar en claro que ese pantano sirvió para engrosar el descreimiento al poder judicial. En Costa Rica, Nubia Ordoñez, como parte de la organización La Sala, presenta la parte local del informe que dice que de un total de 362 trabajadoras costarricenses encuestadas, el 75 por ciento elije no denunciar la violencia institucional por desconfianza al acceso a la justicia y por miedo a las represalias. La falta de respuestas y atención por parte del Estado sobre los distintos tipos de abusos es, acaso, otra forma de la violencia institucional.
El taxista que una noche me lleva de un punto a otro de la ciudad tica, cuando pasa por una de las zonas rojas avisa que ahí están las chicas y las señala. Paradas en las pocas partes luminosas de zonas bastante oscuras, mostrándose e invitando desde lejos y con señas a quienes miran más de dos segundos. Y están, también, los policías pasando por la zona: al menos dos patrulleros en unos pocos segundos, iluminando la oscuridad con sus sirenas azules. Cuando se acerca el patrullero el reflejo es el mismo que veo en las noches de Rosario: la mujer desaparece. Huye. Se esconde. Evita.
En Costa Rica no hay una legislación nacional que prohíba el trabajo sexual. Pero tampoco intenciones de regularlo, como la Redtrasex lo pide en cada país del continente en el que participa. Entonces estar en la calle es un problema, es el motivo que abre la puerta a una charla con detalles de apriete y extorsión. Algo tienen que hacer las mujeres a cambio de poder seguir trabajando tranquilas. Ahí es cuando aparecen los aprietes y se empiezan a configurar las estadísticas.
El informe 2017 convierte en número a la perversión policial. Del total de mujeres consultadas casi el 85 por ciento fue apretada para dar un servicio sexual gratuito, un 45 por ciento asegura haber accedido a este apriete, y porcentajes que rondan entre el 38 y el 45 dijeron haber sufrido golpes, tirones de pelos y manoseos. Un 15 por ciento ni siquiera tuvieron la posibilidad de negarse a la propuesta de servicio sexual gratuito y fueron obligadas a tener relaciones. En ocasiones, dice el informe, fueron sometidas a punta de arma de fuego y otras mujeres además de estos abusos también fueron robadas por la misma policía. Detrás de estos episodios están los responsables señalados: en un 76 por ciento los abusos son de parte de la Fuerza Pública y un 17 por ciento recae contra la Policía Municipal.
Desarmando la estadística y volcándola a un hecho concreto, una de las trabajadoras que testimonia en el informe dice que cuando una noche un policía le propuso tener relaciones sexuales de forma gratuita ella tuvo que acceder por temor. “Mucho miedo a que me hiciera algo, como poner droga en mi bolso, como a una compañera que después estuvo presa dos años”, dice.
En Costa Rica entre las trabajadoras sexuales suena el nombre de Sandra Cabrera. Es que AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina) forma parte de la Redtrasex y la historia de la fundadora de AMMAR en Rosario es un emblema de la lucha de las trabajadoras que además de denunciar la violencia institucional promueven la regulación del trabajo sexual. La historia de Cabrera es la historia que grafica la vulnerabilidad de las trabajadoras. Fue asesinada por denunciar a la institución policial.
Testimonios que ligan a Cabrera con la venta minorista de drogas y la relación de amante-informante con el único policía imputado por el crimen y finalmente sobreseído: el expediente de la causa está lleno de aspectos que en un plano particular enturbian a la vida y la muerte de la meretriz y en un plano general dan cuenta de lo expuestas que las trabajadoras sexuales están al peligro. Testimonios que dejan puntos suspensivos. Grandes responsables de la investigación, hoy grandes funcionarios de los Tribunales de Rosario lo admiten: el expediente de la causa está lleno de vacíos fundamentales. Falta el testimonio de las que sabían más y no se animaron a declarar. Sí, por miedo. Sí, eran trabajadoras sexuales.
Sí, a catorce años del asesinato solo se sabe el nombre de la muerta.
El paralelismo del informe de Costa Rica con el caso Cabrera, más allá del acercamiento de las organizaciones, lo traza la propia realidad. No es casual que el 75 por ciento de un total de 362 trabajadoras consultadas no denuncie los abusos policiales por miedo. La denuncia muchas veces no avanza -no hay severidad contra ningún abuso policial cotidiano- y además expone a la denunciante: para un policía no es difícil saber qué persona lo acusó. Dice Natalia Vargas, trabajadora social y asesora programática de la Organización de Mujeres La Sala, que la violencia institucional se expande más allá del abuso policial y abarca también la falta de un espacio donde denunciar. “Las trabajadoras no denuncian porque no solo no son escuchadas sino que no hay un lugar específico donde radicar la denuncia, y además porque muchos lugares en donde ejercen el trabajo sexual son fijos, entonces ahí van a volver a ir esas personas que ejercieron violencia sobre ellas”, explica Vargas.
Impunidad garantiza impunidad
Entre 1999 y 2002 Sandra Cabrera denunció en diez ocasiones a la policía por amenazas y abusos sufridos por ella o sus compañeras. En septiembre de 2003, pocos meses antes del asesinato y con la cancha marcada, Cabrera denunció a los jefes de la División Moralidad Pública de la policía santafesina. Esta vez no era por abusos, sino por recibir coimas por parte de prostíbulos ilegales de la misma zona donde ella trabajaba. La coima, entonces, funcionaba como incentivo para que la policía se llevara a las mujeres que trabajaban en la calle de forma independiente, para que se deshicieran, al menos por algunas noches, de la competencia. El 9 de octubre sonó el teléfono en la sede de ATE Rosario, donde funcionaba la oficina de AMMAR. “Decile a Sandra que a la piba la va a encontrar muerta antes de mañana”, dijo una voz cortante. Y luego silencio y más miedo. A Sandra el gobierno provincial le designó una custodia permanente en la puerta de su casa, donde vivía con su pequeña hija Macarena, la apuntada en la amenaza telefónica. Tiempo después, el entonces subsecretario de Seguridad provincial, Alejandro Rossi, pidió que se retirara la custodia.
En enero de 2004 Sandra acompañó a una trabajadora en una nueva denuncia a Moralidad Pública, que exponía al menos dos caras de estos abusos: la violencia y la corrupción. A la mujer la habían detenido a pesar de que había pagado la coima semanal de cincuenta pesos que le garantizaba tranquilidad para trabajar. El negocio policial resultaría redondo: coimas a prostíbulos y trabajadoras independientes, todos dándole de comer en la boca al lobo. Tres días después Sandra apareció muerta con un disparo en la nuca que, según el informe de especialistas en el expediente, estuvo a cargo de un experto en el uso de armas de fuego. Para gatillar le apoyaron el arma en la nuca. Tenían que matarla.
De un hecho tan fuerte se esperaba que surgiera un precedente. Que existiera esclarecimiento y algo que se asemejara a la justicia. No solo por el crimen, todavía impune. Sino por la realidad que hace décadas vienen denunciando las trabajadoras sexuales. Pero el abuso policial y la corrupción de la institución afectando su trabajo sigue siendo papel encajonado. Lo mencionó enREDando en un artículo de diciembre pasado basado en el informe de la Redtrasex en Argentina: de un total de 363 trabajadoras encuestadas un 90 por ciento dijo haber sido víctima de algún tipo de abuso policial durante el 2017. El mismo porcentaje no denuncia estos hechos por el mismo motivo que en Costa Rica: miedo y desconfianza a las instituciones del Estado.