En los últimos años, las denuncias contra curas por casos de abuso sexual se han multiplicado. Cada vez más personas se animan a contar lo que vivieron. ¿Cómo es el camino que recorren los denunciantes hasta llegar a esa instancia? ¿Por qué eligen definirse como sobrevivientes y no como víctimas?».
Por Marcela Alemandi
[dropcap]U[/dropcap]na de las veredas de la plaza 25 de Mayo se va llenando poco a poco de papelitos de colores: guirnaldas, muñequitos que representan nenas y nenes, flecos colgando entre los árboles. El grupo que organiza la intervención es, en su mayoría, de mujeres. Se suman algunos hombres. Se sacan fotos con carteles que dicen “Yo te creo” y entregan volantes a los transeúntes y a los conductores que, como suele suceder en las tardecitas de Villaguay, dan la vuelta a la plaza a muy baja velocidad, la costumbre de la “vuelta al perro” que todavía persiste en muchos pueblos del interior. Esta es una de las primeras intervenciones que presenciarán los habitantes de esta ciudad entrerriana, en el Día de la Prevención contra el Abuso Sexual Infantil.
—Lo primero, lo fundamental, más que hacer la denuncia, fue poder poner en palabras lo que me había pasado. Yo lo tuve guardado durante muchos años, sin decirle nada a nadie, no porque no quería, sino porque no podía: era un malestar tan grande que no le podía dar forma.
La denuncia a la que se refiere Pablo Huck, de 39 años, es la que presentó en junio del año 2015 en la ciudad de Villaguay, Entre Ríos, contra el cura Marcelino Moya, acusándolo de haber abusado sexualmente de él cuando tenía trece años y Moya ocupaba el cargo de vicario de la iglesia Santa Rosa de Lima, la más importante de la ciudad. Además de él, hay otro denunciante que Pablo se encargó de buscar y convencer para que se presentaran juntos ante la justicia, sospechando, tal vez, que con esa acción empezaba un periplo largo, difícil y, muchas veces, adverso para los sobrevivientes de abuso sexual que se animan a denunciar a sus abusadores.
—La presentación ante la justicia es la consecuencia más visible socialmente, pero lo que yo necesité, en un punto, fue sacar todo esto, que no me estaba dejando vivir, que tenía pegado hasta en los bronquios.
Villaguay en 2017 es bastante parecida a Villaguay en 1992: una ciudad solo en virtud de su cantidad de habitantes, pero que sigue siendo un pueblo; en su ritmo, en el hecho de que casi todos se conocen, aunque sea de nombre; en su siesta de rigor, cuando los negocios cierran y no anda nadie en la calle. La mayor parte de los villaguayenses son empleados públicos o comerciantes. Un pequeño porcentaje tiene campos que fueron pasando paulatinamente del maíz y el arroz a la soja, como en tantas provincias de Argentina en los últimos quince años.
En el pueblo, a principios de los noventa, la Iglesia Católica ocupaba un rol importante, que muchas veces iba más allá de la fe: un papel legitimador, un lugar de encuentro, el paso de los chicos por los rituales católicos del catecismo y la comunión era algo que, en aquella época, se daba prácticamente por sentado. Hasta las escuelas laicas y públicas solían organizar una misa para sus egresados. Y, por supuesto, la figura del cura era una figura de renombre, alguien a quien se respetaba, se estimaba y en quien muchas familias confiaban. En ese marco, la presencia de Marcelino Moya como vicario tenía, además, un plus especial: era un cura joven, descontracturado y alejado de la solemnidad de sus antecesores. De trato amable e informal, se ganó muy pronto la confianza de los fieles, asistentes a sus misas, padres de sus alumnos en las clases de catequesis que dictaba en el Instituto La Inmaculada, secundario religioso de la ciudad. Le decían “el cura payador”, por su habilidad con la guitarra y su rol en fiestas camperas, donde animaba a la concurrencia recitando poemas gauchescos.
—Cuando mucha gente del pueblo se enteró de la denuncia, cuando pude contarlo a mis amigos y a mi familia, nadie dudó de que estaba diciendo la verdad, pero sí la sorpresa vino por el lado de que hubiera sido Moya, un tipo al que muchos invitaban a cenar a sus casas, a quien muchos dejaban al cuidado de sus hijos en la parroquia. No es fácil pensar y asumir que los abusos estaban pasando y que nadie, nadie, pudo verlo.
En una voltereta del destino, la persona que ayudó a que la denuncia se hiciera efectiva fue quien era en 2015 el vicario de la misma iglesia, José Dumoulin, hoy ex-cura, ya que decidió renunciar a sus hábitos:
—El 20 de mayo del 2015, me acuerdo la fecha y todo porque justo era el día de aniversario de mi ordenación sacerdotal, viene una chica que me dice: “Padre, quiero hablar con vos”, y entonces me dice que su hermano había sido abusado por Moya —cuenta Pepe, como lo llaman sus amigos—. Ella se pone a llorar, estaba muy mal por lo que le había ocurrido al hermano, ella no sabía nada. Todo esto salta, claro, veinte años después. Así que le dije: “Decile a tu hermano que venga a hablar conmigo”.
La chica es Magu, una de las hermanas menores de Pablo, que no solamente fue quien recurrió a Pepe para pedir ayuda, sino que es hoy una de las integrantes de “Compromiso con voz”, la agrupación que se presenta a sí misma como “un grupo de personas comprometidas con la prevención del abuso sexual a niños y adolescentes”. En la organización también participan la madre y las otras hermanas de Pablo, amigas y amigos, padres de otros niños sobrevivientes y voluntarios. En sus casi dos años de existencia, este grupo ha conseguido que, al menos en parte, la ciudad de Villaguay de 2017 sí tenga muchas diferencias con la de los noventa: están haciendo un trabajo de difusión y concientización como nunca antes se había visto en el pueblo, con charlas, intervenciones artísticas, proyecciones, escraches y acompañamiento a las víctimas y a sus familias. En su corta existencia, han logrado que muchas personas puedan animarse a hablar, contar por primera vez lo que les pasó, abrir el camino para que la justicia pueda actuar.
Según Pablo, esta tarea es lo que más le importa, más incluso que la pena con que la Justicia pueda, eventualmente, castigarlo a Moya:
—Respecto de lo que viví, de chico y después todos esos años de silencio, ponerlo en palabras fue lo más liviano. Y lo hice pensando, principalmente, en mis sobrinos, en mis futuros hijos. Ese es el verdadero logro: el alivio de que, al abrir esa jaula de fantasmas y monstruos que uno tuvo adentro por tanto tiempo, eso pueda ayudar a alguien más. Es la diferencia entre ser una víctima y ser un sobreviviente, es dejar de ser ese niño que, en ese momento, no pudo hablar, para ser un adulto que puede ayudar a prevenir estas situaciones, porque es muy simple prevenirlas y muy grande el daño que generan.
El desarrollo del juicio a Marcelino Moya es, como suele pasar, lento y lleno de trabas: el arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, no solo tardó en apartar a Moya del ejercicio sacerdotal, sino que hasta hizo declaraciones a los medios lamentando “la campaña contra la Iglesia” que, según sus palabras, se estaba llevando a cabo. En diciembre de 2015, visitó Villaguay para ofrecer una misa y tratar de calmar los ánimos, al menos entre la “gente de la iglesia”, fieles que seguían yendo, entre los cuales habría tal vez más reticencia en asumir la culpabilidad del ex-vicario frente a los delitos de los que se lo acusaba. Lo que no se esperaba era la presencia en la misa de Pablo, su familia y sus amigos, quienes, al concluir el ritual, mientras el arzobispo daba lugar a preguntas y comentarios de los asistentes, comenzaron a increparlo y a reclamarle su actitud pasiva y cómplice frente a la denuncia contra Moya, así como también contra otros curas entrerrianos.
—Esa debe haber sido la primera “intervención” que hicimos, casi sin planearla demasiado, nos salió así de la bronca, porque no podíamos creer la hipocresía del tipo, parado frente a todos, hablando como si nada pasara. Cuando lo enfrentamos, no le quedó más remedio que admitir que la denuncia existía y que la Iglesia, como institución, no había hecho gran cosa para acompañar a las víctimas y a sus familias —recuerda Pablo.
No todos los que conocieron a Moya creen que es culpable: en los pueblos entrerrianos no es tan fácil cuestionar y destapar temas sobre los que nadie quiere hablar, que nadie quiere saber. En enero de 2016 hubo un festival folklórico “a beneficio” del cura, organizado en Nogoyá por Lito Pascualín, un habitual animador de jineteadas y conductor de un envío semana por la AM de Victoria. Moya siempre tuvo muchos contactos en el mundo del folklore en la provincia.
—Cuando me enteré de lo del festival, fue la primera vez que me agarró como una ansiedad, que me dije: “che, pero toda esta gente, que va a ir al festival, ¿no me cree?”. Entonces me di cuenta de que hay un límite: uno pasa la información, da el aviso, pero siempre está quien prefiere mirar para otro lado. Terrible, porque andá a saber a quién se pierde de ayudar, a sus hijos, a los hijos de sus amigos.
Las denuncias por abusos sexuales cometidos por curas no han parado de crecer en los últimos años, en todo el mundo, y en Argentina también. En septiembre pasado, en un juicio inédito, el cura Juan Diego Escobar Gaviria fue condenado a 25 años de prisión por ese delito, convirtiéndose en el primer cura condenado por abuso sexual en la historia de Justicia entrerriana. Al mismo tiempo, este año el cura Julio César Grassi (tal vez el caso más resonante en el país) fue beneficiado por la Cámara de Apelaciones de Morón con la ley denominada 2×1, con lo cual podría salir anticipadamente de prisión, sin llegar a cumplir su condena original.
—El abuso sexual infantil no es algo que ocurra solamente en la Iglesia, no es algo que solo la Iglesia tapa: toda la sociedad lo tapa, mira para otro lado, no les cree a los chicos que se animan a contar, no les cree a los adultos que pueden decirlo recién después de muchos años. Yo, en algún momento, hasta sentí que tenía la posibilidad de nunca hablar, de morirme con esto adentro. Uno tiene una sensación de indignidad muy grande, de culpa, de vergüenza extrema. Pero, una vez que arranqué, ya no pude callarme con nadie. Cuando declaré por primera vez, en Paraná, a la ayudante del fiscal se le transformó la cara mientras yo hablaba, porque contaba exactamente las mismas cosas, los mismos síntomas, que le habían contado otras víctimas de abuso cuando denunciaban, no podía no creerme.
En las narraciones de sobrevivientes de abusos sexuales, sobre todo de aquellos que lo han callado durante décadas, es normal que se repitan ciertas descripciones y ciertas sensaciones: pérdida de la confianza en uno mismo, miedo a hablar, arrepentimiento por no haber hablado antes, por no haber podido defenderse. El trabajo en la prevención es, según Pablo, una manera, sino de empezar a sanar, al menos de encontrar ese camino, de encontrar qué hacer con eso que les pasó.
—Yo era re buen alumno, iba a misa todas las semanas, iba trazando esa línea que se supone que es la del buen chico, sustentaba esa fábula, y de repente me pasa esto. Fue un desmoronamiento: durante años, después, quise seguir sosteniendo mi vida como quien sostiene una torre de arena que se viene abajo. Cuando por fin pude hablar, sentí eso: que esa oscuridad que tenía adentro era, a su manera, un tesoro, que sacarlo iba a servir, más que a mí, a otros y por lo tanto, en el proceso, a mí también.
1 comentario
Excelente nota. Sacar a la luz y denunciar a esas escorias es central para qué esto nunca más suceda.
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