No mueren en supuestos «accidentes» o «enfrentamientos». Esos cuerpos que primero desaparecen forzadamente y luego aparecen sin vida del mismo modo, revelan una pedagogía de la crueldad. La maquinaria represiva de las fuerzas de seguridad, el disciplinamiento social, la impunidad estatal, la construcción mediática del estigma y la necesaria lucha de las familias y las organizaciones para recordar a los pibes y seguir exigiendo justicia.
Por María Cruz Ciarniello
El río devuelve los cuerpos, ya sin vida, de los pibes que el Estado apuntó con su gatillo. Los trae a la memoria para que el grito sea por justicia. El agua es como un espejo: refleja las huellas que las fuerzas de seguridad intentan borrar arrojando esos cuerpos con impunidad, pero esos cuerpos vuelven, aparecen, a veces forzadamente, para decirnos algo.
Nunca fue el río: en ningún caso esas muertes se producen por accidente. A Ezequiel Demonty primero lo torturaron y después lo obligaron a tirarse a las aguas turbias del Riachuelo. Su cuerpo apareció días después y por su crimen cinco policías fueron condenados a prisión perpetua. La causa por la desaparición forzada de Luciano Arruga es emblemática. Lo que se sabe es que el joven de la Matanza cruzó, asustado y descalzo, la Avenida General Paz en plena madrugada. Fue atropellado y enterrado en la Chacarita durante casi seis años como NN. Esa misma noche, según testimonios de testigos, una camioneta de la Bonaerense se alejaba por la colectora, sin las balizas encendidas. Luciano era hostigado desde hacía tiempo por la policía de Lomas del Mirador, la maldita policía bonaerense que lo torturaba y obligaba a salir a robar para ellos. Luciano se negó una y otra vez. A una velocidad de 120 km -según pericias oficiales- un móvil del Comando Radioeléctrico atropelló a Clemente Arona en Venado Tuerto, quien falleció en el Hospital de Emergencia de Rosario después de una agonía de 15 días. No se trató de un accidente sino de una persecución premeditada, como denuncia su mamá desde hace más de 15 años. Ismael Sosa apareció muerto en el Embalse Río Tercero luego de estar cinco días desaparecido. Viajó a Córdoba para ver a la Renga, su banda favorita pero no pudo hacerlo. Desapareció luego del primer control policial. Su mamá no duda y denuncia que a su hijo lo mató la policía y que hay testigos que vieron cómo Ismael era golpeado por agentes policiales.
La sistematicidad revela lo peor: el entramado judicial, estatal y mediático que opera para encubrir delitos que tienen como máximo responsable al propio Estado. También evidencia la máquina del terror que se implanta: no es fácil deshacerse de un cuerpo, arrojarlo a un río y luego instalar versiones variopintas para desviar el foco de la investigación. Tampoco es fácil plantarlo. Pero el mecanismo actúa con precisión; cuentan con los recursos necesarios, y con los medios de comunicación a su favor, para cometer una desaparición forzada seguida de muerte y luego negarla de manera sistemática, ocultando evidencias, manipulando pruebas y ofreciendo testigos falsos.
No fue el río Chubut el que se tragó a Santiago Maldonado. Fue la propia Gendarmería la que instaló una operatoria represiva ilegal, con 130 uniformados, en territorio de la comunidad mapuche. En ese contexto, bajo esa persecución, desapareció Santiago y en ese mismo escenario planificado, apareció su cuerpo en un lugar que había sido rastrillado en tres oportunidades y que tenía apenas, un metro y medio de profundidad.
Kiki era Alejandro Ponce, tenía 23 años y su cuerpo fue encontrado en el río Paraná el 2 de noviembre de 2015, tres días después de que desapareciera en Rosario. En menos de un año, la escena se repetía. El cuerpo de Franco Casco y Gerardo Escobar sufrió la misma mecánica. El río los devolvió para develar qué paso, qué le hicieron.
La responsabilidad apuntaba una vez más al personal policial de la provincia de Santa Fe, en este caso, de la comisaría 3era y del Comando Radioeléctrico. Alejandro murió ahogado, acosado, hostigado y perseguido por efectivos policiales que no solo no hicieron nada para rescatarlo, sino que además le arrojaron piedras para impedir que pudiera salir del agua.
Su hermano Luis estaba con él en ese momento. Cuenta que aquella tarde estaban pescando en la orilla del río por la zona de los Silos Davis cuando apareció un grupo de policías que comenzó a amedrentarlos. Los chicos se tiraron al agua y comenzaron a ser agredidos a piedrazos por parte de los policías. Luis recibió un fuerte golpe en la cabeza que le dejó una herida profunda y alcanzó a volver a la orilla, para luego ser detenido en la Comisaría 3ra. Mientras tanto, Alejandro, que no sabía nadar, pidió por favor que lo ayudaran a volver. Fue en vano.
En ese entonces, el fiscal de la causa era Miguel Moreno quien no dudó en avalar rápidamente la versión oficial, la misma que responsabilizaba a los jóvenes de haber cometido un robo y luego darse a la fuga. El caso estaba cerrado: Alejandro Ponce murió ahogado tras tirarse al río sin saber nadar. No había demasiado que investigar porque al aparato judicial y al poder político éstas muertes le importan poco ¿Quién clama por justicia en estos casos?
La memoria y los testimonios de testigos que presenciaron el hecho, están. Existen. “Morite negro de mierda”, dicen sus familiares que era la respuesta de los policías que miraban desde la orilla. En ese desprecio hacia la vida del otro se encierra el dolor, la agonía. La impunidad y la violencia enquistada en una fuerza policial que sigue ensañándose contra los jóvenes de los sectores populares.
Dos años después Mirta, la mamá de Kiki Ponce, lleva la remera con la foto de su hijo a cada marcha, en cada asamblea. Pero no es solo la remera lo que lleva. Mirta encarna, al igual que otras mamás, la fuerza necesaria para disputar la vida donde las fuerzas policiales solo instauran terror. Y con una sonrisa a veces, y con lágrimas en sus ojos, con el ánimo por el piso o con la energía que encuentra en otras mujeres, se planta para exigir justicia por Alejandro.
Integra la Multisectorial contra la Violencia Institucional de la que forman parte otras familias, como la de Franco, la de Jonatan Herrera, la de Michel Campero, la de Alexis Berti. Los abogados que llevan la causa de Alejandro son quienes también integran la querella de Franco Casco y Pichón Escobar y además participan de la Asamblea por los Derechos de la Niñez y la Juventud. En esa lucha andan, intentando torcer el rumbo impune que adquieren los casos de violencia institucional en el plano judicial.
“La causa estuvo a cargo del fiscal Moreno, y siguiendo esta lógica que tiene gran parte de la fiscalía del Ministerio Público de la Acusación, por un lado, estigmatizar a los pibes y hacerlos responsables de su propia muerte, y por el otro, teniendo una actitud totalmente en contra de los familiares, interviniendo sus teléfonos, y un montón de lógicas que vemos en las prácticas en la mayoría de las causas, el fiscal Moreno lo que hizo durante un año y medio es muy poco, hasta incluso disponer el archivo de la causa”, reseña el abogado Nicolás Vallet.
Fue la fuerza de las organizaciones sociales la que logró que esa causa fuera desarchivada y hoy esté en las manos del fiscal Pinto. “Lo que estamos intentando es que se realicen todas las medidas de prueba que en su momento le habíamos pedido al fiscal Moreno y no se hicieron, como la producción de testigos, profundizar muchos testimonios, una nueva autopsia sobre el cuerpo de Alejandro para examinar las marcas que dejaron los piedrazos de los policías y el relevamiento de cámaras, lo estamos intentando en este momento, con los tiempos de la fiscalía. Y en ese estado está la causa. Hay un compromiso por parte del nuevo fiscal pero sin resultados determinantes hasta el momento”, explica Vallet quien además señala la existencia de testigos “que presenciaron cómo fue el accionar ese día, pero que en un primer momento fueron apretados por las fuerzas policiales y obligados a que vayan a la fiscalía a desdecirse de lo que habían dicho, pero esas declaraciones se dieron en un marco de apriete. Eran pibes jóvenes, en situación de calle que la policía intencionalmente los obligó a desdecirse”.
Dos años después, la esperanza está depositada en la actuación del nuevo fiscal y también en los lazos de hermandad que tejen las familias, en las calles, en las asambleas y en los festivales que recuerdan quiénes fueron sus hijos y hermanos.
Todos los policías que participaron de la muerte de Alejandro fueron identificados, pero hasta el momento no hubo ninguna imputación. Vallet es claro y contundente cuando explica qué denominadores comunes contienen las historias de estos pibes asesinados por las fuerzas policiales.
“Hay una lógica de la fuerza de seguridad que tiene un denominador común que son los jóvenes de los barrios populares. Hay un uso de poder que apunta a estos pibes más vulnerados, y atrás, hay un poder ejecutivo y una estructura policial que se encarga de avalar esas conductas y un poder judicial que hace caso omiso y que creemos que se maneja de tal manera que llega a ser cómplice de esos accionares. El contexto es muy preocupante porque cuando se producen estos hechos no solo que no se apartan las fuerzas policiales involucradas, sino que a estas mismas fuerzas se le encarga la investigación de la causa. Y son ellos los que investigan a sus propios colegas. En su momento, le planteamos al fiscal Baclini la necesidad de que sean otras fuerzas distintas a las que se encuentran involucradas, las que investiguen. Y además es imprescindible que se asigne recursos humanos a la fiscalía de violencia institucional”.
Si hay un fiscal emblemático en los sellos de impunidad que ejecuta la justicia, ese es el fiscal Miguel Moreno quien no solo archivó la causa de Ponce sino también la de Maximiliano Zamudio, con un agravante estremecedor: estigmatizar y acusar de falso testimonio a la propia familia del pibe. Dice Vallet: “En primer lugar nos pareció muy grave la investigación a la propia familia de la víctima, intentando imputar de falso testimonio a los propios familiares, en el caso de la mamá de Maximiliano. Además utilizó argumentos que eran totalmente leves, que no justificaban de ninguna manera el archivo de la causa además de no impulsar todas las medidas que había propuesto la querella, que estaban pendientes. De un día para el otro, decidió archivar la causa.”
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El 30 de octubre pero del año 2014 aparecía sin vida el cuerpo de Franco Casco. Teníamos una certeza: el último lugar donde Franco fue visto con vida era la comisaría 7ma de Rosario. Su mamá Elsa lo dijo, desesperada, cuando marchaba en Ludueña tras el crimen de otro pibe en el barrio. Desde ese entonces, las voces de las organizaciones no dudaron en señalar la responsabilidad policial e institucional en la desaparición forzada de Franco Casco.
Pasaron tres años. Ya no está Elsa quien caminaba junto a las Madres de nuestra Plaza, muchas veces en silencio, aferrada a esas manos sabias y a esos pañuelos blancos. Su papá Ramón encabeza el pedido de justicia junto a Mirta y muchos otros familiares. “Hay muchos casos muy encubiertos y por todos ellos buscamos justicia”, dice mientras se lleva a cabo el festival para recordar a su hijo Franco y Alejandro Ponce, organizado por la Multisectorial contra la Violencia Institucional.
En la causa de Franco, los avances llegaron tres años después con el procesamiento de 30 policías y la detención de 15 de ellos. Una causa judicial que contó desde el primer momento con el encubrimiento estatal, la inacción o acción cómplice del poder judicial y el estigma construido por el relato mediático. Lo de Franco fue desaparición forzada. Estuvo 23 días desaparecido y luego su cuerpo apareció flotando en el río Paraná. Fue una investigación plagada de irregularidades y complicidades que incluye también la actuación del Instituto Médico Legal donde se realizó la primera autopsia del cuerpo, sin la implementación de los protocolos internacionales para los casos de desaparición forzada.
Debido a ello, los abogados querellantes solicitaron una nueva autopsia que luego determinó la presencia de lesiones traumáticas compatibles con la aplicación de tormentos, torturas y golpes durante su detención en la Comisaría 7ma. Ninguna de estas lesiones había sido detectada en el primer examen del cuerpo. Una serie de irregularidades cometidas por el IML se detallan en el expediente de la causa y dan cuenta de graves fallas y ausencia de pericias importantes en el procedimiento.
“No es esta la primera causa de violencia estatal en la que se cuestiona la intervención del Instituto Médico Legal de Rosario. Lo mismo ha sucedido en las investigaciones de la muerte de Gerardo “Pichón” Escobar: realizaron una apresurada declaración en base a un informe preliminar a los fines de descartar cualquier rastro o signo de violencia en el cuerpo de Escobar, y lo cierto es que el mismo poseía un gran edema testicular y una hemorragia en el encéfalo. También en el caso de Alejandro “Kiki” Ponce: el médico que realizó el levantamiento del cuerpo destacó un gran hematoma o herida en el cráneo, pero sin embargo ello no fue visto por el médico forense del IML”, expresaron decenas de organizaciones sociales en un comunicado que repudia las recientes presiones del IML a los abogados querellantes.
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“No nos quedamos quietos ni sentados. A mi hijo lo mataron. Todos los días continuamente estamos peleando. Ahora estamos presentando los testigos en la causa para ver cómo sigue”. Mirta Ponce va de acá para allá, siempre aferrada a la imagen de Kiki. Nunca está sola. A su lado hay otras mamás que abrazan con fuerza, está Julieta, la hermana de Jonatan Herrera, está el hermano de David Campos, los familiares de Alexis Berti, de Emanuel Medina. Y tantos otros. Entre ellos, entre todos, se acompañan. Comparten el mismo dolor y hasta escriben casi las mismas palabras recordando a los jóvenes.
“Hay varios chicos que mataron y no hay justicia todavía. Me dá gusto conocer a los familiares, pero también tristeza. Veo el dolor de las otras mamás, y en esta Multisectorial intentamos seguir adelante, porque si no, no encontramos el sentido para vivir”. Mirta Ponce encontró en estos lazos lo que la policía le quitó dejando morir intencionalmente a su hijo en las aguas del Paraná. Encontró un sentido para seguir viviendo.
No es un día fácil para ella. Confiesa que antes de llegar al Festival estaba “re mal”. Pero ahí están las otras familias para levantarle el ánimo “Me dan fuerzas y me sostienen. Julieta siempre me dá ánimo para seguir adelante. Estamos todas las mujeres juntas. En las reuniones también nos divertimos, tenemos ese tiempo para nosotras, para poder también disfrutar la vida porque lo único que nos queda es seguir adelante”.
El río no se lleva las historias de los pibes. Ni sus sueños ni sus deseos ni las cosas que amaban hacer. A Alejandro le decían Kiki y además del chamamé y de ser hincha de Newells, le encantaba pescar. Franco tenía un hijo, era hermano y papá. Vivía en Florencio Varela y también solía pescar ranas. Los dos pertenecían a ese sector social de la población que vive sorteando dificultades en barrios olvidados de todas las formas en que el olvido estatal se puede expresar.
“No llegue a tener un nieto y eso me duele en el alma”, dice hoy Mirta. No encuentra otra explicación a la muerte de su hijo que la decisión de la policía de querer asesinarlo. Decían que estaba robando, cuenta Mirta. Y si así fuera, “no podés matar una persona por un aro plástico”, señala. El argumento del robo que el fiscal Moreno utilizó para justificar la muerte de Alejandro, aparece como estigma. El “algo habrá hecho” expresa un signo de época que aterra y entonces el reclamo de justicia para los pibes que tal vez algo hicieron se transforma en un grito en medio de un abismal desierto. Nadie clama por ellos, asesinados siempre bajo balas policiales en ejecuciones sumarias, fusilamientos disfrazados de supuestos “enfrentamientos” o “accidentes” que no lo son. Nadie excepto las familias y las organizaciones sociales que abrazan esas causas para visibilizarlas, y en las calles y en los Tribunales, torcer el brazo ejecutor de la indiferencia selectiva por un lado, de la impunidad por el otro.
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“Sabemos que la justicia es esquiva cuando los que matan visten uniformes”, señala la Multisectorial contra la Violencia Institucional. Y también revela la consigna: “a los desaparecidos del Paraná no fue el río quien los mató”. “Queríamos resignificar este espacio que es el río, un territorio de la ciudad que generalmente está asociado con el deporte, con los paseos. Rosario tiene una historia y tiene que ver con las formas en que las fuerzas de seguridad han implementado en esta ciudad para asesinar a nuestros pibes. Queríamos decir qué es lo que el río no se llevó: no se llevó la lucha, el activismo de las organizaciones, no se llevó la historia de esos pibes ni nuestras ganas de seguir exigiendo justicia porque también tenemos una fuerte pregunta por estas nuevas estéticas de la violencia: las formas en las que se mata”. Marilé Di Filipo es una de las voces referentes de un espacio aglutinador de muchos otros. Y es también una de las voces más claras que hay en Rosario para intentar entender las múltiples formas en que la violencia estatal se expresa. “Es una pedagogía de la crueldad, para los jóvenes, para los activistas en general que hace que también nos remitamos a lo que ocurrió en la última dictadura militar y al caso de Santiago Maldonado”.
El 30 de octubre es una fecha que será recordada siempre, tanto en la familia de Franco como en la de Alejandro. Ese mismo día desapareció Ponce en las aguas del Paraná, y un año antes, aparecía sin vida en las mismas aguas, Franco Casco.
El río atraviesa sus historias, así como también la de Gerardo Escobar. La escena nos remite a la época más dolorosa de nuestro país, a los llamados vuelos de la muerte y a los cuerpos arrojados al Río de la Plata tras el cautiverio en los centros clandestinos de detención. La aparición sin vida de Santiago Maldonado en el río Chubut luego de 79 días de búsqueda enciende la memoria otra vez. En Rosario sabemos lo que eso significa, lo sentimos en carne propia. Lo saben nuestras propias historias familiares. Todo lo que lacera una desaparición forzada; lo que eso significa. En la mirada de Sergio Maldonado, tal vez se exprese en toda su potencia, esa rabia colmada de dolor. La imagen de ese hermano custodiando durante siete horas el cuerpo ya sin vida de Santiago es también la prueba contundente de un Estado que ya no protege la vida, ni vela por la defensa de los derechos humanos. Verónica Heredia, abogada de la familia Maldonado, señaló en una conferencia de prensa brindada en Uruguay: “Lo de Santiago está tipificado como delito de desaparición forzada de persona seguida de muerte. Estamos frente a una nueva forma de desaparición forzada de personas en democracia. No necesitamos 30 mil desaparecidos, sino un caso como disciplinamiento.”
Esta es otra de las historias que hablan de lo que la operatoria del terror despliega con toda su furia. “Hay muchísimas conexiones entre los casos, aunque cada uno tiene su propia especificidad”, dice Marilé Di Filipo.
“Gendarmería es la responsable de la muerte de Santiago. Estamos frente a una nueva forma de desaparición forzada que es fuertemente mediatizada y ocurre en democracia. Los medios reproducen y magnifican el hecho operando de un modo interesado. Pareciera que ya no necesitamos 30 mil desaparecidos, que con uno ya se disciplina al resto de la sociedad con los efectos del terror que genera cualquier desaparición”, disparó Heredia.
El cuerpo de Santiago Maldonado no era el del pibe con gorrita de un barrio populoso de cualquier ciudad. Santiago era un militante social. Un joven que decidió abrazar luchas contra el extractivismo, contra el despojo de las comunidades originarias de sus propias tierras. Sí, además era “artesano y tatuador”, como lo identifica el diario que más operaciones mentirosas construyó durante el tiempo en que Santiago estuvo desaparecido y después también. Hablamos del Diario Clarin. Allí entonces, el mensaje es otro: el disciplinamiento es para el activismo. El “no te metás” actúa con virulencia. El cuerpo disidente, solidario, comprometido con la lucha social, es el que se busca desaparecer, asesinar, perseguir, encarcelar, reprimir. Y también estigmatizar, post muerte, de todas las formas posibles.
¿Qué ocurre cuando la víctima es un joven de un barrio pobre de las grandes ciudades? El discurso legitimador de la violencia es el que instala el “por algo será”. “Siempre decimos que hay un desafío fuerte en visibilizar este tipo de desapariciones como la de Franco Casco, por ejemplo, cuando el pibe que desaparece no es militante. Cuesta mucho que se nacionalice y visibilice. Cuesta mucho cuando son sobretodo pibes de sectores populares, y en estas causas de desaparición no se puede activar ese músculo sensible que se activa cuando las desapariciones tienen que ver con activistas políticos. Es algo muy difícil de construir. Es necesario poder enfocarnos en eso”, explica Di Filipo.
Aquí es donde el rol de los organismos de derechos humanos es vital. Para acompañar, para denunciar y para contener. Lo es en la causa de Santiago Maldonado, activando desde el primer día la denuncia de su desaparición forzada ante la justicia, acompañando a la comunidad mapuche del Pu Lof en Cushamen, visibilizando el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Lo es también, acompañando estas otras causas que no siempre trascienden. Para Marilé “es clave el rol de las organizaciones que por lo general no suelen juntarse y eso es algo que solo pueden hacer los organismos de derechos humanos, de poder construir problemáticas que nos activan políticamente a todos, que nos sensibilizan y de alguna manera, poder postergar las diferencias que tenemos. Es fundamental que estemos muchas organizaciones acompañando estos procesos”.
El río otra vez. El río como espejo que jamás podrá borrar la historia, la no oficial. La que pervive en otros modos de resistir y en los discursos que aglutina la calle. El río donde los cuerpos desaparecen pero que después, siempre terminan apareciendo. ¿Cómo? ¿Por que? “Se encontró el cuerpo de Santiago Maldonado porque alguien quiso que el cuerpo aparezca allí, en un lugar que se había rastrillado tres veces con anterioridad y en un lugar a la vista de todos, donde los habitantes van a sacar agua todos los días”, refirió la abogada Verónica Heredia.
“Son dramaturgias del miedo” opina Marilé Di Filipo. Y suelta una reflexión: “Podríamos pensar que hay una mecánica distinta a esa del cuerpo que se sustrae, que sale de la escena, que uno no sabe dónde está. Ahora desaparecen y aparecen, y en esas apariciones casi forzadas vuelven aparecer en escena, construyendo dramaturgias del miedo, escenas del terror que nos habla que no solo se dispone de esos cuerpos en vida, sino que se dispone también de la forma en que se lo mata y en la forma en que esos cuerpos hablan post mórtem, como sino terminara nunca el poder sobre esos cuerpos que ejercen las fuerzas de seguridad”.