Osvaldo Aguirre, escritor y periodista, repasó en un curso de cuatro encuentros distintos momentos de la producción literaria local. «El color local es una materia para investigar y hacer colecciones», destaca Aguirre en una entrevista que recorre momentos de la literatura rosarina, su cruce con el periodismo y la influencia de la crónica policial.
Por Lucas Paulinovich / Fuente Foto: http://anecdotasdechurrasquero.blogspot.com.ar
[dropcap]L[/dropcap]os nombres designan y orientan. Fijan una base sobre la cual se despliegan órdenes, interpretaciones, nuevas relaciones. “Color local” fue el que eligió Osvaldo Aguirre para el curso de cuatro encuentros que dictó en la biblioteca Juan Álvarez y en los que repasó distintos momentos de la producción literaria local. En el primer módulos tomó las novelas Las colinas del hambre, de Rosa Wernicke, una de las primeras manifestaciones de las villas en la literatura argentina –en este caso, el asentamiento erigido alrededor del vaciadero en el sur de la ciudad-, y Nadie es responsable, la única novela que escribió Felipe Aldana y que se mantuvo inédita durante décadas. Después, partió de las versiones sobre el origen de la ciudad cristalizadas en la historia de Juan Álvarez y el relato sobre el mito de Francisco Godoy que escribió Fausto Hernández; comparó los pequeños mundillos y hábitats culturales deslizados en Salón de billares, de Riestra, y Los que esperan el Alba, de Noemí Ulla, como también en la intensa producción de revistas de los años sesenta, con El arremangado brazo, Setecientosmonos -de la que realizó, junto con Gilda Di Crosta, una antología que editó Santiago Arcos en 2012- y Zoom, como casos testigos; y finalizó con las representaciones policiales y violentas presentes en El agua en los pulmones, de Martini, y Los atributos, la novela póstuma de Roger Plá que transcurre en la Pichincha prostibularia de los años ’20.
“El color local puede estar en lo que aparece de Rosario en esos textos, las figuraciones de Rosario que emergen de modo diverso –comenta Aguirre-. Me parece interesante seguir porque es una materia pendiente de lectura. En los últimos años ha habido algunos recorridos en ese sentido. Por ejemplo, estaba la Guía literaria de Rosario, con textos que sitúan lugares de la ciudad. Pero todavía hay mucho por hacer. Por ejemplo, con Roger Plá y su ficcionalización del pasado mítico de Pichincha. Ese texto da para una lectura más profunda, ver cómo se trama con la historia personal de Plá en Rosario y con la historia mítica de la ciudad. Es un tema, el del pasado prostibulario, casi identitario y, sin embargo, no tenemos un relato de eso. El color local es una materia para investigar y hacer colecciones. Sería interesante rastrear las piezas sueltas del pasado literario e histórico en Las colinas del hambre, la entrevista a “El hombre de Villa Manuelita” en El arremangado brazo, las versiones orales de Villa Manuelita como bastión de la resistencia después del ’55, esa leyenda sobre la molestia que causó la edición de la novela de Rosa Wernicke”.
– ¿Por qué genera tan poco interés la literatura local?
Genera poco interés como objeto de lectura, análisis, de historia. Está el intento solitario y aislado de D’anna, después hay poco. Se han hecho algunas investigaciones, la Editorial Municipal –EMR- sacó una colección de poetas mayores de la ciudad. La colección Patrimonio de Baltasara ha hecho cosas importantes. Pero lo que ocurre, o uno de los problemas básicos, es la falta de reconocimiento y valoración, sobre todo a la historia y tradición cultural de Rosario. Eso hace que no tengamos un relato de esa historia. En el pasado hubo muchas revistas, muy importantes, donde se reunieron muchos escritores y artistas. Y eso no está disponible. Si no, parece que siempre se empezara de cero. También con las editoriales. Hay un problema de reconocimiento de la importancia que puedan tener como objeto de discusión. A lo mejor no son importantes, pero estaría bueno que alguien lo dijera.
– Y ese trabajo de recuperación que venís haciendo, ¿cómo se inserta en tu obra?
Es parte de mi trabajo cotidiano. Ahora tengo un proyecto para trabajar sobre una figura bastante problemática del periodismo y la literatura como fue Luis María Castellanos. Él vivió en Rosario hasta principios de los setenta y después se fue a Buenos Aires. Es una figura controvertida porque quedó escrachado como colaborador de Massera en la dictadura, y eso veló una figura que tiene muchos matices: traductor de Dylan Thomas, periodista todoterreno. Es difícil porque es una figura muy poco simpática, entonces nadie quiere publicarlo. Me gustaría tomarlo a él como eje de una época, no solamente su vida.
– ¿De qué manera vivís esos cruces de periodismo y literatura, donde es paradigmática la influencia de la crónica policial?
Yo comencé a trabajar como cronista policial pero venía de Letras, con esa mirada un poco formateada. Hacer crónica policial fue, por un lado, entrar en contacto con un sinfín de historias y de personajes. Y sobre todo de formas de hablar. Lo bueno del periodismo es que te afina el oído, en el sentido de que captás mejor las formas de hablar. Como cronista hice infinidad de entrevistas, y en eso, lo que aprendí fue a escuchar cómo hablaba la gente y eso fue un material literario muy potente. Porque, en definitiva, cuando se hace literatura se trabaja con el lenguaje. Después la crónica policial, sobre todo las lecturas de literatura policial, me definieron la mirada sobre el mundo, sobre la ley, el delito.
– En tus textos hay rasgos de un policial muy autóctono, en la línea de Sasturain, que también hizo ese recorrido inverso, de Letras al periodismo, y fue uno de los lectores previos de La deriva, ¿qué recursos te generó el periodismo?
Los recursos están dados por esa escucha y el hecho de tener una experiencia, de salir del centro y conocer las villas, conocer los escenarios de situaciones de violencia. Eso para mí fue muy revelador. Como el trato con los policías. A la vez, el periodismo tiene sus cosas contraproducentes de las cuales uno se tiene que percatar. En primer lugar, porque tiende a producir estereotipos. Palabras y expresiones que se repiten y que uno incorpora inconscientemente y que justamente es de lo que te tenés que desligar. El periodismo, en general, apunta al reconocimiento instantáneo del lector. No puede ser oscuro, el sentido tiene que ser claro inmediatamente. Las frases hechas son un poco el puente que suele tender el periodismo para generar ese reconocimiento. Eso es un empobrecimiento del lenguaje, para escribir hay que liberarse de ese lastre.
– La deriva, puntualmente, es contemporánea a tus dos primero libros de poemas –Las vueltas del camino y Al fuego-, una oposición muy notoria entre el campo y la ciudad, ¿cómo se da ese desdoblamiento temático y en las búsquedas del lenguaje?
Para mí la poesía se trata de trabajar con un registro particular del lenguaje, en este caso, el rural, que conocí por cuestiones familiares. Mis padres eran del sur de Santa Fe, mi mamá era maestra rural, mi papá nació en el campo. Después vivieron en Colón y, después, se volvieron al campo. Así que la cuestión del habla rural siempre estuvo presente. Yo escribí poesía desde muy chico y pase por muchos intentos, tiré muchas cosas. Y cuando llegué a eso, dije esto es lo que quería. Ese lenguaje y lo que venía con ese lenguaje: la cuestión familiar, los personajes, el mundo que venía a través de los relatos de mis padres y otra gente de la familia. Y, por otro lado, lo policial tiene que ver con mi experiencia laboral en la ciudad. El punto en común que encuentro es que los dos trabajos pasan por el oído, registrar usos del lenguaje hablado”.
Rastreador de lo propio
Aguirre lleva a adelante una actividad polimorfa que va desde la investigación de corte académico hasta el periodismo llano, pasando por la literatura en sus diversas formas. La escucha es un enclave que articula sus trabajos, una inclinación omnívora que lo coloca como uno de los principales rastreadores de lo que se escribe en la ciudad. En 2013 recopiló las nuevas voces de la poesía rosarina y dio forma a una muestra de registros y espacios de circulación que salió editado como e-book con el título de “Código urbano”.
En el prólogo marca los antecedentes: la primera selección de poesía rosarina, editada por Ecio Rossi, en 1937; y la inmediata, compilada por Eduardo D’anna, en 1994. “Sería más pertinente, quizá, hablar de una poesía del Litoral, porque la poesía de Rosario se trama hoy en contacto con la de Santa Fe, Paraná, Santo Tomé, la provincia de Entre Ríos. No obstante, también se puede ceñir el espectro y hablar de una nueva poesía que es de Rosario porque tiene sus usinas y sus bases en una serie de espacios y de circuitos locales, sin por eso hacer un culto de la ciudad”, apunta en la introducción.
– ¿Qué pasó en Rosario con esos códigos en los últimos tiempos?
Esa antología surgió hablando con unos amigos de Buenos Aires que hacían en ese momento una revista que se llamaba Poesía argentina. Y hacían ediciones de e-books. Entonces salió la idea de hacer una antología de Rosario, pensando en retomar un texto que tiene sus antecedentes: las antologías de poesía de Rosario. Y de alguna forma apuntar a una actualización del conjunto. En esa antología hice varios agrupamientos, que intentaban mostrar lo que se producía en ese momento. Pensando en la actualidad, se me ocurre que los tallares literarios tienen hoy un rol bastante importante en lo que se lee y en lo que los nuevos escritores producen. Tradicionalmente la Facultad ha sido un lugar de formación. Cuando yo era estudiante estaba la idea de que en la carrera de Letras uno no se formaba como escritor. Está lo que decía Noemí Ulla en Los que esperan el alba, eso de que la literatura se aprende en la calle, pero convengamos que siempre la Facultad fue un lugar de reunión de escritores. Me parece que eso se mantiene, a lo mejor más centrado en los talleres. También hay algunos y algunas poetas que son importantes y tienen influencia. Beatriz Vignoli y Sonia Scarabelli son nombres grosos y que tienen mucha llegada, tienen su predicamento, son referencia.
– ¿Y cómo te encontrás vos en esas constelaciones que se arman en la literatura rosarina?
Yo me siento muy cercano de Iván Rosado y Baltasara por como entienden la cuestión editorial. Desde lo que quieren publicar, hasta el trato en el proceso de edición. Me siento cercano de Nicolás Manzi, me parece que hace un trabajo muy importante en la UNR Editora y es un gran activista editorial, muy creativo. También creo que por ahí falta todavía mucho en ese sentido. Por ejemplo, está el caso de Jorge Barquero, que fue un narrador y un personaje que se estaba convirtiendo en un mito viviente, se murió y parece que se murió íntegramente. Era sabido que tenía una novela que quedó inédita y es como si a nadie le interesara. Me da como un poco de bronca o dolor que pase eso con Barquero. Porque era valorado como un escritor importante de Rosario, un escritor muy particular, con una historia singular, y de pronto se muere y desaparece. Creo que ahí hay un problema y en ese tipo de episodios se ve dónde falla del sistema cultural rosarino. Hay gente que hizo cosas importantes que desaparece de pronto. Lo mismo se podría decir en relación a los jóvenes. Tampoco hay demasiadas instancias de recepción para jóvenes que comienzan a escribir. Están los concursos de la EMR. No sé si se siguen dando becas. Pero es muy incompleto, muy imparcial, en comparación con lo que pasa en Buenos Aires o en Córdoba.
– El último tiempo se da un fenómeno de migración editorial, sobre todo a Córdoba, que parece tener una vida más intensa.
Córdoba se ve beneficiada por la distancia con Buenos Aires. Si uno ve lo que pasó en los últimos siete u ocho años en el campo editorial, aunque suene muy pomposo, podemos ver que surgieron unas cuantas editoriales, pero pocas sobrevivieron. Hubo varios proyectos interesantes que quedaron en el camino. Sería interesante reflexionar por qué quedaron en el camino, justamente para tratar de pensar con mayor lucidez en la actualidad.
– No abundan las lecturas reflexivas sobre la literatura, no tanto de dar cuenta de lo que pasa, sino pensar alrededor de los textos. ¿Es un problema de críticos, de obras o de lectores?
Es cierto. Yo creo que en primer lugar es de críticos y de lectores. Si vos sos periodista y estás en un medio, es un problema tuyo. De qué te estás ocupando y por qué te ocupas de eso y no de otra cosa”.
– Vos sos de los pocos que se ocupa seriamente de lo que se escribe en Rosario, y, sin embargo, te fuiste a vivir a otro lado, ¿por qué sigue el interés y qué cambia al ver la ciudad desde afuera?
Yo viví en Rosario mucho tiempo y aunque me vaya a vivir a Australia, voy a seguir pensando en cosas de Rosario. Además, porque hay una cuestión de afecto y posibilidad de trabajo. Hay mucho para hacer, en muchos sentidos. Así como ahora estoy con Castellanos en la cabeza, hay otros temas que me interesan y que seguramente, en algún momento, tomaré. También por una cuestión de formación, en la Facultad lo tuve como maestro a Aldo Oliva, así que está presente. Y en el periodismo mi maestro fue Elvio Gandolfo, y cuando me encuentro con él, lo rosarino está presente. Vivir en Buenos Aires no me hizo ver de otra manera a los escritores o los textos de Rosario. En todo caso, sí me hace ver de otra manera los mecanismos de la política cultural. Eso es lo que veo de forma diferente. Cómo Rosario todavía está muy contenida, a pesar de toda la propaganda que se hace en relación al plano cultural, me parece que hay muy poco. Hace un tiempo en Radar salió una entrevista a Dani Pérez, el cantante de Sucesores de la Bestia, y hablaba de lo que había pasado con el rock rosarino a principios del 2000, y describía un panorama similar a éste, como que hubo una onda que de pronto se pinchó, quedó en suspenso. En Rosario, el problema no es publicar el primer libro, sino publicar el segundo. Para el primero podes ganar un premio, pero después ya no y te tenés que ir a buscar por otro lado. En relación a Córdoba, parecería que faltaran dos cosas: por un lado, autocrítica; y por otro, un poco de marketing. Hay un fenómeno que habla de la narrativa cordobesa y es algo que trasciende a la ciudad. Hay autores, se los publica, tienen un reconocimiento, pero son tres o cuatro autores. Son muy buenos, pero no es un movimiento de veinte. En el caso de Rosario parecería que falta eso, una mirada que hiciera un recorte y le diera un sentido así. Lo que surgen, en cambio, son figuras aisladas. Y la autocrítica, porque lo que se ve de afuera es que los rosarinos son muy orgullosos, muy apegados a sí mismo.
– ¿Y de qué modo aparece Rosario en Buenos Aires?
Algo que históricamente ha sido muy fuerte es el orgullo local, una mezcla de orgullo y vergüenza. Pero en primer lugar, el orgullo de lo rosarino, y afirmado como en oposición a lo porteño. Me parece que eso es un poco un error, una pérdida de tiempo, porque, en todo caso, habría que pensar que lo rosarino no se reduce a lo circunscripto en los límites de la ciudad, si no que entra el mundo en Rosario. Por ese lado se llegó a una especie de provincianismo y encerramiento que es contraproducente en términos literarios. Ahí es dónde creo que falta la autocrítica.