Se cumplen dos meses de la masacre de Pergamino, en la que siete personas murieron en una celda de la Comisaría 1ra como consecuencia de un incendio. Con la policía en el ojo de la investigación y el comisario prófugo, familiares de las víctimas se organizan para pedir justicia.
Por Martín Stoianovich
Fotos: Colectivo Raíz
[dropcap]L[/dropcap]os gritos de los detenidos se escuchaban desde la calle. Se estaban quemando vivos y asfixiando en el interior de un calabozo. Eran siete jóvenes con edades que iban desde los 18 a los 27 años. La policía, a través de su versión de lo sucedido, intentó desligarse. Pero la brutalidad de los hechos hizo que fuera inevitable que el fiscal de la causa pidiera la detención de todos los uniformados que estaban de servicio ese día. El pedido se hizo un mes después del hecho, tiempo suficiente para que el comisario Alberto Donza, máxima autoridad en el establecimiento ese día, pudiera darse a la fuga. A dos meses del hecho y mientras el debate social se divide entre el apoyo a los policías y el reclamo por justicia, al comisario lo busca Interpol y todavía no hay novedades. Detrás de los pocos avances en la causa -y en medio del debate por las condiciones de detención en las comisarías de la provincia de Buenos Aires- se asoman las historias de vida de siete jóvenes que antes de morir tuvieron tiempo para anticipar la masacre.
En la puerta de la Comisaría 1ra de Pergamino todavía se luce un cartel instalado en el año 2014 que distingue al edificio como un ex centro ilegal de detención que funcionó durante la última dictadura cívico militar. Ahí mismo, entre 1975 y 1977 el teniente coronel Manuel Fernando Saint Amant, y entre 1977 y 1979 su par Norberto Ferrero, como jefes del Área Militar 132, estuvieron al mando de la persecución y detención de hombres y mujeres vinculados a la militancia social, política y sindical. Con la señalización de estos espacios, considerados sitios de memoria, se busca dejar en claro cómo las distintas instituciones fueron el pilar necesario para desplegar con certeza los mecanismos de control del terrorismo de Estado.
El paralelismo es explícito, el cartel de señalización se transforma en un símbolo de la memoria traicionada y el pasado reciente se vuelve más fuerte en un presente que no pudo erradicar los vicios de la tortura y la muerte. Diecinueve detenidos había el 2 de marzo en la comisaría. Siete murieron quemados y asfixiados en el mismo calabozo, que mide 2,70 y 3,15 metros de lado a lado por 2,70 de alto. A penas unos centímetros de movimiento para cada uno era todo lo permitido para esos jóvenes que finalmente fueron encontrados apilados en el baño del calabozo, donde se presume que se desesperaban por una bocanada de aire y esperaban que, al menos, algún policía activara el agua de la ducha para paliar las quemaduras.
Desde principios de abril por el hecho están detenidos cinco de los seis policías que estaban de servicio aquel día. Son el oficial Alexis Eva, la ayudante de guardia Carolina Guevara, el teniente primero Sergio Rodas, y los imaginarias de calabozos Brian Carrizo y Matías Giulietti. El comisario Donza continúa prófugo y los días pasan sin novedades sobre su paradero. El fiscal Nelson Mastorcchio considera que la policía dejó morir a los chicos y fue así que elevó el pedido de indagatorias con la carátula de abandono de persona seguido de muerte.
Mastorchio es estructurado con la prensa y busca obtener la confianza de los familiares de las víctimas. A fines de marzo, en su despacho de la Unidad Funcional de Instrucción y Juicio Nº 3 de Pergamino, entrevistado por el Colectivo Raíz explicó cuáles fueron los motivos por los cuales no pidió inmediatamente después del hecho la detención de los policías que estaban dentro de la Comisaría aquel día. Pretendía obtener la mayor cantidad de pruebas posibles antes de pedir la detención, y por eso fue que desde un principio se limitó a calificar la causa con la figura de “averiguación de causales de muertes”, sin ningún imputado. En poco más de veinte días Mastorchio obtuvo las pruebas que buscaba, y a su vez asumió el riesgo de dejar a los policías en libertad a sabiendas de los recursos con los que cuenta la institución policial para entorpecer investigaciones o permitir la fuga de los implicados. La misma cantidad de días que Mastorchio se tomó para elevar el pedido de detención, la tuvo el comisario Donza para borrarse del mapa.
La investigación, las sospechas, los hechos
Una medida acertada del fiscal fue la temprana decisión de apartar de la investigación a la policía Bonaerense. Esta iniciativa está sujeta a la Resolución 1.390 de la Procuración General de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires, que ordena “brindar máxima atención y especial importancia a la investigación de delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus atribuciones”. En este caso, el motivo es obvio: la Bonaerense -mucho menos con su historial criminal y de corrupción- no puede estar a cargo de una investigación en la que los imputados son miembros de la propia fuerza. A partir de esa decisión Mastorchio inició la investigación que hoy sigue sumando cuerpos al expediente.
Los primeros pasos fueron la misma noche de la masacre. Mastorchio llegó al lugar y tomó declaraciones a seis de los internos sobrevivientes y a los bomberos que intentaron apagar el fuego, filmó cada rincón de la Comisaría y selló las entradas de los espacios comprometidos con la investigación para disminuir las posibilidades de que se altere el escenario de los hechos. La declaración de los detenidos sobrevivientes fue clave, y así Mastorchio pudo dar los primeros pasos en la hipótesis del hecho. Se cree que cerca de las seis de la tarde de aquel 2 de marzo, los siete detenidos que luego murieron fueron encerrados en la celda número 1 de la comisaría. El motivo fue una aparente pelea entre dos de los detenidos, y como castigo los policías decidieron el encierro en el propio encierro.
La celda es tan chica que apenas podría permanecer, incómoda, una sola persona. La histórica costumbre de torturar y castigar en lugares de encierro se impuso nuevamente sobre los derechos humanos y fue así que de forma tan natural la policía obligó a los detenidos a ingresar a ese minúsculo espacio. Fue por eso que a los pocos minutos los jóvenes, que se negaban a naturalizar ese maltrato, empezaron a protestar para que los dejaran estar en otros espacios. Si bien se espera que la investigación aclare este punto, el fiscal estima que el comienzo del fuego estuvo relacionado a esta protesta: mientras gritaban, los internos prendieron fuego pedazos de un colchón y lo arrojaron al pasillo. Por este hecho, aseguraron los sobrevivientes, fueron reprimidos y así todo se volvió más tenso.
La base de la hipótesis de Mastorchio es que hubo dos focos de fuego: el iniciado por los internos y luego otro que alcanzó el interior de la celda. Sobre este último momento no hay evidencias que aclaren cómo se originó el fuego donde estaban los detenidos. Sí pudo conocerse que dentro de la celda el fuego creció en pocos segundos y que los gritos de auxilio de los detenidos se escuchaban desde la calle. Este aspecto sirvió para que Mastorchio considerara que no hubo forma de que alguno de los policías no supiera lo que estaba sucediendo. Las declaraciones testimoniales aportaron otro dato fundamental. Cuando llegaron los bomberos, pasadas las 18.40, los policías dijeron que no tenían llaves de la reja que da al pasillo que lleva a la celda. Entonces, hasta que por fin aparecieron las llaves, tuvieron que intentar repeler el fuego desde afuera del pasillo, desde un ángulo que no permitía que el alcance necesario del agua para paliar el incendio. Las autopsias determinaron que los chicos murieron por inhalación de monóxido de carbono.
Los días siguientes al hecho Mastorchio realizó una reconstrucción, ordenó una pericia acústica y fue de esa forma que determinó que los gritos de los detenidos se escuchaban desde la calle. También utilizó como material de investigación los mensajes de texto que, desde la celda, mandaron los detenidos a sus familiares. “Mamá vení rápido que nos mata la policía”, fue el mensaje más visto públicamente. Lo enviaron a las 18.26, varios minutos después de que se iniciara el conflicto y pocos minutos antes de que llegaran los bomberos. Con este piso de evidencias es que Mastorchio considera que la policía dejó morir a los chicos y que, por ende, la masacre se pudo haber evitado. El fiscal descarta la hipótesis policial que indica que todo ocurrió en unos pocos segundos y que por ese motivo no se pudo intervenir con eficacia para resguardar la vida de los detenidos. Por eso la carátula de la causa es abandono de persona seguido de muerte agravado por el cargo de funcionario público de los implicados. La pena por este delito puede oscilar entre un mínimo de cinco y un máximo de quince años de prisión.
Lo que desprende la masacre
Más allá de los avances en la investigación que llevaron a la detención de cinco policías, la fuga del comisario, jefe y por lo tanto apuntado como máximo responsable directo de lo sucedido, deja abierta la puerta a las críticas. En un sistema penal plagado de contradicciones cuesta entender cómo fue que desde un primer momento no se impulsó la detención de los policías, siendo que de antemano las características del hecho permitían, cuanto menos, que las sospechas -de responsabilidad, complicidad o desidia- recaigan sobre los uniformados. Por el contrario, los detenidos que murieron no contaban con esas garantías: el ejemplo lo pone uno de ellos, que estaba detenido en la comisaría hacía cuatro meses sin que se hubiera definido su situación procesal. No solo por las condiciones de detención y las torturas denunciadas, sino también por estos aspectos, es que la masacre de Pergamino pone en debate la situación de los detenidos en la provincia de Buenos Aires y la ilegal utilización de comisarías como cárceles.
Sobre las condiciones a las que son sometidas las personas en las comisarías y cárceles, se pronunció la Comisión Provincial por la Memoria, que además acompaña jurídicamente a familiares de tres de las víctimas de la masacre de Pergamino. “No se adoptaron desde el Estado provincial medidas tendientes a revertir la crítica situación producida por una política criminal, que basada en el punitivismo y la persecución de los sectores más pobres de la sociedad, ha llevado al aumento de las tasas sobre encarcelamiento y agravado las violaciones a los derechos humanos en lugares de encierro”, denunciaron en un documento emitido al cumplirse el primer mes del hecho. En la misma idea remarcaron que en las comisarías de la provincia de Buenos Aires se alojan a 3.100 personas en lugares no aptos y en ese argumento basaron la exigencia a que se clausuren los calabozos de las comisarías bonaerenses. En su décimo informe, presentado en 2015, la CPM destacó que en algunas comisarías la superpoblación alcanza un 500 por ciento: hay 3000 detenidos para 1060 camastros.
Puntualmente sobre la Comisaría 1ra de Pergamino, a través del testimonio de los familiares, se conocieron algunos aspectos que ponen un ejemplo concreto a lo que denuncia la CPM. No se trata solo del hacinamiento que precedió la masacre, al que fueron sometidos los internos a modo de castigo. Los chicos pasaban sus días en pésimas condiciones. Durmiendo en colchonetas tiradas en el suelo, en celdas con agujeros en los techos tapados con bolsas de plástico para que no pasara el agua ni la mugre de las palomas que se amontonaban ahí mismo. Del diálogo con los familiares, de los detalles que reconstruyen la cotidianidad de las víctimas, se reconstruye también el mal pasar de los detenidos que padecían el castigo por duplicado.
Con nombres, historias y la lucha que los mantiene presentes
Jhon Chilito Claros de 24 años, Federico Perrota de 23, Alan Córdoba de 18, Franco Pizarro de 27, Serguo Filiberto de 27, Juan Cabrera de 23 y Fernando Latorre de 24. Los pibes que murieron en Pergamino pasan a tener nombre, edad, e historias desde el momento en que dejan de ser solo un número más de las víctimas de las distintas formas de la violencia institucional. Y ese momento se da cuando sus seres queridos imprimen la foto de ellos en una remera, pintan una bandera, se comienzan a reunir y, juntos, a pedir justicia. Esa es la forma, aseguran, de exigir que se investigue y esclarezcan los hechos, se condene a los responsables, pero también de que sus pibes no sean olvidados y en todo caso también se contrarreste el discurso social y mediático que los estigmatiza. Es que esa estigmatización no afecta solo en lo personal y afectivo, sino también en el desarrollo de la causa: es más fácil llegar a la impunidad con el consenso social que condena de antemano a los pibes por el hecho de haber estado detenidos.
Sergio Filiberto tenía 27 años. Hacía treinta días que estaba detenido por un intento de robo en el que resultó herido por un balazo en el estómago. Fue la primera y única vez que cayó preso. Hacía diez años venía con problemas de adicción, y su madre destaca que más de una vez intentaron internarlo para que se rehabilitara. La negativa de los psiquiatras se justificaba en que el joven, entre otras aptitudes, podía sostener sin problemas su trabajo como administrativo en un centro de salud. Su imagen con la camiseta de Douglas Haig ahora también se luce en un mural de la ciudad, junto a las demás víctimas y distintas consignas que exigen esclarecimiento y justicia. El 2 de marzo su madre preparó la comida para llevarle a la Comisaría como lo venía haciendo cada día, hasta que su hija le avisó que pasaba algo en el lugar en que Sergio estaba detenido. Se enteraron de que el chico había muerto mediante la lectura de una lista con los nombres de las víctimas que un policía brindó en la puerta de la Comisaría, custodiado por sus pares con cascos y escudos.
Fernando Latorre hacía cuatro meses que estaba detenido, mientras esperaba que se definiera su situación procesal en una audiencia que se iba a celebrar el 15 de marzo. De su beba de nueve meses tenía alguna novedad cada tanto, cuando sus familiares lo iban a visitar. Silvia, su madre, con quien trabajaba en el taller de confección de la familia, cuenta que Fernando tenía problemas de adicción y que incluso estando detenido había pedido tratamiento. El derrotero de anécdotas que se le pasan por la cabeza a esta madre tiene una última del día anterior a que los chicos murieran. Le había escrito una carta para pedirle un postre especial: “Los pibes tienen ganas de comer budín de pan”.
Daiana elige recordar a su hermano Federico “como era”. “Una persona feliz”, dice. Entre los recuerdos con los que se quedará, elige su voz. Y no deberá hacer el esfuerzo, a veces tan en vano, de obligar a la memoria a traer lo que parece imposible: ella conservará una canción escrita y compuesta por Federico. Hacía quince días que estaba detenido por encubrimiento. Daiana asegura, y aporta un detalle que habla también de la violencia policial como parte transversal de esta historia, que la única vez que lo fue a visitar, su hermano le pidió que hablara con el abogado para que lo trasladaran. Tenía miedo, estaba amenazado por la policía. Y el miedo se hizo realidad. “No quisieron hacer nada para sacarlos, por qué no lo hicieron. No queremos saber si ellos eran santos o no, pero queremos saber por qué los dejaron morir con tanta crueldad”, cuestiona Daiana.
El periodista Nahuel Gallota, de diario Clarín, aportó a la reconstrucción de estas vidas dando a conocer la historia de Jhon Chilito Claros, colombiano radicado en Argentina. Era rapero, y con el seudónimo de Lochi Insane, dejó en YouTube una muestra de sus trabajos. Al momento de ser detenido por un supuesto robo, era empleado de una juguetería. Su hermana cuenta que incluso estando detenido Jhon seguía escribiendo canciones y que hasta uno de los policías le había prometido llevarlo a actuar en una discoteca de Junín. Su abogado asegura que faltaban horas para que el chico fuera liberado.
“Queremos que se esclarezca. Por el uniforme azul y por portar un arma se creen que tienen juicio de valor para decidir quién merece o no vivir. Para ellos nuestros hijos no eran nada, eran siete pibes chorros menos”, dice Cristina, madre de Sergio Filiberto. Y agrega: “Tratamos de estar unidas para que no pase más, sabemos que cuando mata alguien que pertenece a las fuerzas de seguridad, es un doble crimen, es un crimen de Estado y debe ser juzgado como tal”. Por estos días, la Comisaría 1ª volvió a abrir para cumplir funciones administrativas. En su fachada actual, ante la celosa mirada de los nuevos agentes, todavía se luce el cartel instalado en el año 2014, que habla de la tortura y la muerte como cosas del pasado.