Fueron la voz navaja que desgarró los velos del silencio impuesto. El movimiento implacable que cansó al olvido, que lo dejó exhausto al borde de una memoria victoriosa. Fueron, siguen siendo siempre, el trazo lúcido en un mapa plagado de incertidumbres, de nombres ausentes, de señales rotas. El encuentro y la sonrisa a tiempo, la alegría a pesar de tanto dolor asomando en las miradas dulcísimas y abiertas. Fueron -son- tanto amor derrotando al odio que no hay, no habrá, palabras completas que puedan contemplarlas en toda su dimensión de mujeres, nuestras Madres de los pañuelos.
El nudo aprieta cada vez que sus ojos nos miran. Como si en ellos volviéramos a nacer. Un pañuelo no es solo un pañuelo. La memoria lo transformó en un símbolo que todos los jueves, en un rito esperanzador, circula en una plaza cargada de otros tantos rituales paridos del dolor. El abrazo, el grito, un llanto. La lágrima, la sonrisa. Un mate y una carta. El recuerdo, la memoria, el cuerpo agotado, la esperanza intacta.
Cuando nos quedamos sin aire, ellas alientan con fuego, con esa llamarada que nace de una pulsión de vida tremendamente corajuda; de una ausencia indecible.
A veces no estamos ni aquí ni allá. Simplemente nos perdemos.
Ellas están, siempre están. Aquí y allá.
«Circulen» les ordenaron los militares aquella vez. Ellas subvirtieron la orden transformándola en poder. El poder decir; el poder hacer.
Con el alma desgarrada, sus voces salieron a pedir la aparición con vida de sus hijos. Implorar ante el olvido y enfrentar el terror en la más injusta soledad.
Vencieron. Juro que lo lograron.
Hoy estamos acá, siendo testigos de cada juicio que ampara un granito de justicia. Y entonces recuerdo esa imagen, ese tan esperado momento que más tarde o más temprano, nos alcanzó.
Era un rabioso día de sol. Con emoción, esperábamos el roce de la justicia, apenas se escuchase la voz del Tribunal. Teníamos el grito atragantado.
En el recinto de los Tribunales se debatía la suerte de los genocidas de la causa Guerrieri.
-Cadena perpetua y cárcel común- sentenciaron los jueces.
Estallamos.
Miré hacia arriba y los ví. Eran miles. El cielo se cubrió con la mirada de los nuestros. El sol ardió y la luna con gatillo fusiló el rostro gris de los asesinos. Las Madres acariciaron ese instante y acunaron, una vez más, las fotos de sus hijos. Y los hijos de sus hijos, empuñaron esas fotos como armas. Apuntaron al cielo y tatuaron el aire con la voz de los desaparecidos.
Puedo recordar la música y los versos y los poemas y los afectos. Y la mirada de mi vieja queriendo respirar burbujas de esperanza.
Desde ese día, llevo la foto en la memoria. Me sujeto a ella, a las manos que sostienen con profundo amor las postales de sus hijos siempre jóvenes que resguardan las pancartas. Me aferro también a los ojos de las Madres que empañados en lágrimas reflejan el dolor y la alegría. O a la tierna sonrisa de Chiche, y de todas ellas.
Cada vez que mi boca las nombre será para admirarlas todavía más. Eso me lo enseñaron mis viejos -y esa historia que llevan en el cuerpo- que es también mía y de mis hermanxs.
Por mi sangre corre ese orgullo que heredé por nuestras Madres. Va y viene, salpicando las venas, la piel, el cuerpo entero. En los más pibitos, esa sangre ya circula con fuerza. Cada 24 van renaciendo, de a poquito, los retoños de sus nietos.
¿Será que la historia familiar nos encuentra en esa imborrable foto colectiva? Será que sí, que ahí estamos, reencontrándonos en los 30 mil desaparecidos que acunan sus pañuelos.
Que ellas traen al presente para derrotar al horror.
Porque en ese brillo de luz, está la vida. Y en cada palmo del territorio nacional donde no están sus cuerpos, ellos resucitaron.
Gracias a todas las Madres de la Plaza 25 de Mayo por tanta dignidad, por tanto coraje.
Por no claudicar en la desesperación y en los tiempos más injustos. Por seguir en la lucha y multiplicarla. Por sus pasos y sus rondas.
Por cada nacimiento que alumbran sus ojos.