El barrio Toba de la zona sudoeste de la ciudad fue el escenario de la represión del 2 abril a jóvenes de la comunidad Qom. También es el escenario, todos los días, de otros tipos de violencias.
Por Martín Stoianovich
Fotos: Raíz – comunicación desde abajo
Pibes de la comunidad Qom, del barrio Toba del sudoeste rosarino, terminaban la noche que se había extendido hasta las primeras claridades de la mañana. Apenas pasaban las siete del domingo 2 de abril. Llovía. Cuando se acercó un móvil del Comando Radioeléctrico al lugar, la escena solo remitió a un paisaje cotidiano en las barriadas rosarinas. Lo que parecía uno más de los rutinarios procedimientos policiales que, pese a su cuestionada legalidad, tienden a naturalizarse, pasó en pocos segundos a ser una verdadera razzia policial. Dos oficiales dando órdenes, jóvenes contra la pared, insultos, golpes y vecinos del barrio asomándose para repudiar un evidente abuso de autoridad. A los pocos minutos el refuerzo: de policías y por consiguiente de violencia. Más insultos, más golpes y, aún ante el intento de los vecinos de proteger a los jóvenes, el saldo final de quince detenidos, entre los que había tres menores de edad. Catorce fueron a parar a la comisaría 19. El restante, de 14 años, fue el elegido para ser paseado por la periferia de la ciudad. Lo torturaron, lo amenazaron y finalmente -en lo que es otra modalidad frecuente del abuso policial- lo dejaron tirado y solo en un descampado. Mojado, orinado, asustado y golpeado. Así volvió al barrio. Para las diez de la noche del mismo día, cuando el hecho ya había tomado trascendencia pública, los detenidos fueron liberados.
Para el relato oficial el operativo se dio en el marco de un procedimiento de identificación de personas. El propio jefe de la Unidad Regional II de la policía, Marcelo Villanúa, tuvo que salir a dar explicaciones. Entonces dijo que los vecinos del barrio se negaron a acatar el pedido policial de identificarse, que luego se resistieron a ser detenidos y que atacaron con piedras y palos a los policías. Más de 40 efectivos participaron del operativo, en el que no faltaron los disparos de goma. Una explícita operación mediática intentó engrosar la justificación policial y transformó en noticia el intento de la fuerza por enmarcar en algún tipo de legalidad semejante procedimiento. Se esforzaron en argumentar que el operativo policial estaba motivado por una estrategia de prevención del delito en las “zonas calientes” de la ciudad entre las que, por estadísticas del Ministerio de Seguridad, se encuentra el barrio Toba. Así fue que se dijo que entre los detenidos había cuatro con antecedentes. Uno con prontuario por desobediencia judicial, una mujer con tenencia de arma blanca y, finalmente, el detalle que terminó por inclinar la opinión pública –otra vez- a favor de la policía: un doble homicida que se mantenía prófugo luego de una salida transitoria en Coronda, y otro que tiene causas por tentativa de homicidio y tenencia de arma de guerra.
Días después, según dio a conocer el diario Rosario12, se supo que estas dos personas habían sido detenidas la noche del sábado 1 de abril, en otro barrio de la ciudad. El relato policial situó a estos dos detenidos entre los jóvenes de la comunidad Qom con el fin de proteger a la fuerza. En la lógica policial todo vale si se puede, de alguna manera aunque sea alterando la escena y la versión de los hechos, demostrar que del otro lado hay delincuentes. En los días siguientes al hecho el fiscal que tomó la investigación en un principio, Gustavo Ponce Asahad, habló de violencia institucional y sacó a la luz los antecedentes penales por apremios ilegales de varios de los policías que participaron del operativo. Pero la operación mediática arremetió contra esa verdad y habló de que el fiscal dejó libre a un homicida armado. Entonces, el fiscal general Jorge Baclini envió a la Fiscalía General una solicitud de sumario para Ponce Asahad. La causa pasó ahora a la fiscal de la unidad de Violencia Institucional, Carina Bartocci.
Pasados más de diez días de aquel hecho uno de los chicos atacados en el operativo sigue vomitando sangre. Tiene miedo de ir al centro de salud que está a unas dos cuadras de donde ocurrió el hecho. El motivo es que hay constantemente dos policías custodiando el dispensario. Ese paisaje ya es cotidiano y natural en un barrio en el que las luces del Comando por las calles, según relatan los vecinos, aumentaron desde el 2 de abril. Y el panorama es de temor: nadie protege a los vecinos de la policía.
Abuso por duplicado
“Lo fundamental de estar acá es expresarle al Estado represor que los pueblos originarios nos amamos y que hay solidaridad entre nosotros, que hay atención en relación a cada uno de los conflictos que se van desarrollando. Queremos terminar con este Estado racista criminal, que despoja y desplaza de manera forzosa a nuestras comunidades. Es importante que los pueblos originarios estemos unidos de norte a sur, de este a oeste, para ganar este lucha cueste lo que cueste”. Moira Millán, dirigente Mapuche de la comunidad Pillán Mahuiza, llegó desde la provincia de Chubut para solidarizarse y acompañar a los pueblos originarios que se manifestaron en repudio a la represión policial en Rosario. Viajo a dedo desde sus tierras y trajo la convicción de que es necesario “desmantelar las estructuras represivas que sostienen un vinculo político racista con nuestro pueblo”.
La relación entre Chubut y Rosario no empieza ni termina en la solidaridad que expresa Millán. Tiene fundamento y ejemplo concreto y reciente de un caso testigo: la represión en enero de Gendarmería sobre la comunidad Mapuche Pu Lof en Resistencia, en el departamento de Cushamen, promovida en el afán de la alianza Cambiemos de proteger con fuerzas nacionales el capital extranjero, en este caso del grupo Benetton. La represión en el barrio Toba se contextualiza en la historia represiva y racista de la que siempre fueron víctimas las comunidades originarias. Es necesario reparar en la violencia del discurso policial: en los “indios de mierda”, en los “vuelvan a sus pagos” que vomitaron los uniformados sobre los jóvenes de la comunidad Qom.
Pero el contexto represivo también implica, en un aspecto particular, a la propia institución policial de la provincia. En Rosario y sus alrededores son alarmantes las cifras de violencia institucional registradas a cada año. Desde la Defensoría Pública de la provincia de Santa Fe indican que el último informe de registros de violencia institucional arroja que en 2015 hubo al menos 274 víctimas de distintos tipos de prácticas abusivas de las fuerzas de seguridad. De la mano con estas cifras, la investigación “Sobrecriminalizados y desprotegidos. Jóvenes de sectores populares, policía y fuerzas de seguridad”, realizada desde la Cátedra de Criminología de la Facultad de Derecho de la UNR en conjunto con el Centro de Estudios Legales y Sociales, concluye que las prácticas abusivas de las fuerzas de seguridad responden a un fenómeno sistemático que se sostiene en el tiempo y focalizado en un grupo social determinado: los jóvenes de las barriadas populares.
“Sucede todos los fines de semana, no solo en esta comunidad sino en otro lugares de Rosario. Son episodios que vienen tomando una dimensión bastante importante en relación a la violencia institucional”, dice Ricardo López, dirigente de la comunidad Qom, trabajador del Estado provincial en carácter de agente sanitario y además tutor del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas. “Es un dolor histórico que venimos viviendo en el barrio. Yo me crié en este barrio y lo digo con conocimiento de causa”, agrega. Los vecinos del barrio dan cuenta de que en los últimos días, en distintos episodios, la policía circuló -incluso con cámaras en mano- por las casas dónde viven las víctimas de la represión del 2 de abril, y que también pretendieron allanar una cooperativa de trabajo sostenida por las mujeres de la comunidad.
Sobre el genocidio solapado
– Treinta negros que quieren pegar.
La frase resonó en la Dirección de Derechos Humanos de la Municipalidad el 26 de octubre de 2016. Decenas de dirigentes de distintas comunidades originarias habían tomado el edificio como medida de fuerza ante la falta de respuestas del poder ejecutivo a las demandas que se elevaban desde distintos barrios. Un funcionario de esta área del gobierno se dirigió así a la encargada de la seguridad del lugar, para pedirle que llamara a la policía. Sin embargo la toma era pacífica. Los dirigentes estaban sentados alrededor de una mesa grande con una Wiphala desplegada en el medio con la convicción de permanecer ahí hasta que fueran recibidos por algún cargo.
Ese día lograron el encuentro. Sobre la noche se reunieron con el secretario general de la Municipalidad, Pablo Javkin, y escucharon de su propia voz el supuesto compromiso a resolver en un mediano plazo las demandas de las distintas comunidades. Dirigentes de los qom “Qadh Noqte” de Los Pumitas, los “Lmac Na Alua” de Travesía y Juan José Paso, los “Qom-Pi” del barrio Toba del sudoeste, de la Asociación Comunitaria “Ralagay Yogoñi”, de los “La Som” de Cerrito y Lima y del pueblo Kolla de zona norte, representaron a los más de 6.500 rosarinos en comunidades originarias censadas, aunque se estima que el número real duplica a la cifra oficial, porque -como los “La Som”- hay comunidades que nunca fueron censadas.
En aquella ocasión el reclamo hizo pie en las necesidades básicas insatisfechas, que en los barrios rosarinos son muchas. Falta de servicios como agua, cloacas, conexiones seguras de luz y gas, atención en salud a enfermedades que deberían estar erradicadas, desocupación y falta de oportunidades para los jóvenes son puntos en común que se repiten en las distintas comunidades. Pero también repararon en el incumplimiento de ordenanzas municipales como la 9.119, aprobada en 2013, que implicó la creación de la Dirección de Pueblos Originarios, “que habilita la forma de organización según las propias necesidades de los pueblos indígenas en países independientes, respetando su cultura”, y la 9.382 que “habilita la incorporación de la figura de Agente Sanitario para los pueblos originarios dentro del sistema de salud de atención primaria”.
El mismo barrio Toba donde ocurrió el episodio del 2 de abril, es un caso que da cuenta de que el reclamo de las comunidades se basa en la propia realidad. En el barrio el agua solo sobra cuando llueve. Sobra cuando no puede escurrir porque no hay un sistema que lo permita y entonces los caminos de tierra se hacen barro. Sobra cuando entra por los techos de las casas, o de los ranchos de los asentamientos que se fueron creando por personas que no tienen un lugar digno en el cual vivir. Y falta, siempre, cuando se trata de agua potable. Nunca hubo en el barrio una red de agua segura. Hasta principios del 2016 Aguas Santafesinas administraba cubas en camiones que era repartidas entre los vecinos. Ahora hay canillas comunitarias sobre la calle Aborígenes Argentinos, instaladas entre zanjas y basuras, que largan un agua poco confiable.
Sobre el final del barrio se encuentra el Centro de Salud Libertad, en el que los vecinos suelen hacer guardia desde la noche anterior a la mañana en la que esperan ser atendidos. Casos de Tuberculosis y Mal de Chagas son la principal preocupación, por tratarse de una problemática extinguida desde las clases medias hacia arriba pero que persiste como enfermedad de los pobres. A estas afecciones se suman casos frecuentes de gastroenteritis, infecciones en la piel, parasitosis, afecciones respiratorias, y otros problemas que están íntimamente ligados a las malas condiciones de vida que se afrontan en estas barriadas. El Centro de Salud -que tambalea entre la falta de insumos y recursos y la complicada situación de sus trabajadores- es por excelencia el lazo más estrecho que la comunidad tiene con el sistema de salud pública. Los grandes hospitales del centro están a largos minutos de viaje que muchas veces se complican con las vicisitudes del 110, la única línea de transporte que entra al barrio.
Estas necesidades básicas insatisfechas, que pasan de ser un método práctico para medir la pobreza a ser una forma de describir el escenario en el cuál se dieron los hechos trascendidos el 2 de abril, no solo forman parte de la vida de las comunidades originarias sino que se extienden a todo el cordón de barrios que rodea al centro de la ciudad en el que finalmente se ve el contraste de las desigualdades sociales. Lo que sucede con los pueblos originarios es que a esta problemática se le suma otra, ligada a los aspectos culturales básicos para mantener de pie y con vida la verdadera esencia de las comunidades. Hacia ahí apunta la ordenanza 9.119, creada al calor del reclamo y la organización de las comunidades, pero estancada en cuanto su total puesta en práctica. La creación de la Dirección de Pueblos Originarios fue un logro, pero que hasta el momento solo funciona como un bonito nombre propio.
Los pueblos originarios reclaman su participación en la agenda política. No quieren ser un depósito de demagogias y tres o cuatro fiestas de conmemoraciones al año. “No hay política de Estado para que las comunidades desarrollen sus propias herramientas de trabajo. Eso desemboca en esta inestabilidad cultural que hoy está atravesando la comunidad”, dice Ricardo. La preservación de la cultura como algo práctico y no solo algo histórico -la lengua originaria, trabajos de artesanía y demás oficios y tradiciones- es una de las peleas principales de las comunidades. Un logro fue la escuela bilingüe, aunque para los dirigentes todavía es precaria y requiere de más cantidad de docentes y mayor carga horaria.
La enseñanza en las lenguas originarias no es un capricho y su único fin no es preservar la identidad. Tiene su anclaje práctico. En la docencia por ejemplo, siendo conscientes que la preparación de jóvenes que aprendan la lengua originaria es también la formación de futuros maestros. Y también en la día a día. Las comunidades piden que en los tribunales, en los hospitales públicos y en cada institución estatal, haya un representante de las lenguas originarias. Es que hay situaciones en donde las personas solo manejan la lengua de su comunidad y por lo tanto, habiendo -de mínima en el ámbito local- ordenanzas que en teoría amparan los derechos culturales, debería ser tarea del Estado garantizar el ejercicio de esos derechos.
Los líderes de las comunidades hablan de “genocidio solapado” cuando de parte del Estado no hay políticas que tiendan a abordar de forma integral la preservación de las culturas originarias. Un genocidio solapado porque se desenvuelve silencioso e implícito pero letal con el paso del tiempo. La cultura desaparece a cuentagotas cuando solo se habla de ella con manuales de historia y no se la pone en práctica. Las costumbres, los oficios, la música, los bailes, la propia lengua, se vuelven difícil de preservar y van muriendo de a poco si no se crean procesos integrales de aprendizaje. Así, excediéndose de un solo día en el calendario y transformándose en una problemática cotidiana, se perpetúan las otras formas de represión a las comunidades originarias.