Beatriz Vignoli presentó recientemente su último poemario Árbol solo. Un paso más en las búsquedas de una de las escritoras más relevantes de Rosario. Y un paso al costado, una vuelta sobre su propia historia que la encuentra renovando entonaciones, desmenuzando y volviendo a formar su propio lenguaje.
Por Lucas Paulinovich / Foto: La Canción del País
[dropcap]“[/dropcap]Es una forma de recuperar lo que fue mí poesía al comienzo”, dice y revuelve despacio el café que le acaban de acercar.
– ¿Qué implica este libro en tu trayectoria, en el modo en que observas tu propia escritura?
“Siento que en este libro buscó una poesía más directa, con palabras cotidianas, organizadas de una forma que no es el lenguaje cotidiano, pero son las palabras de todos los días. Yo empecé a escribir en el año ’77. Saqué dos libritos artesanales –’79 y ’80-. Paré de publicar después hasta el 2000 cuando gané una mención especial con recomendación en el concurso Felipe Aldana. Fue mi libro Almagro, que lo considero el primero. Ahí yo busco un lenguaje que tiene mucho que ver con lo que estaba de moda en esa época, que era el objetivismo y donde era muy importante la imagen, había que cuidar la forma. Era la búsqueda de una imagen estética”.
– ¿Y qué significó haberte formado e iniciado durante la dictadura?
“Fue muy traumático. Tuve muy lindas experiencias como hacer amigos a través de la poesía, porque los textos circulaban de mano en mano, entre gente que no era del ambiente de la poesía, eran más bien de la música o de ningún ambiente. Pero recibíamos eso con mucha inocencia. Tuve un par de episodios de censura. Sufrimos bastante con eso y me paralizó. Por un lado, tuve encontronazos traumáticos con las autoridades del colegio Normal 1. Para las autoridades lo que escribía era subversivo. Mucha gente la pasó peor, yo tuve bastante suerte, pero eso me sacó las ganas de publicar. La censura te deja con una tremenda preocupación sobre qué va a pasar cuando vuelvas a mostrar algo tuyo”.
Vignoli hace memoria, la mezcla en su boca y la suelta en historias. Recuerda cuando se llevaron detenido a su amigo Charly Bustos por cantar una canción que ella había escrito en un festival en la parroquia San Francisco Solano. La canción se llamaba “Para arreglar las cuentas con Rosario”. Ahora está disponible para escuchar en YouTube. Esos episodios la hundieron en un espiral de silencio. Escribía para sí misma, pero optó por seguir la carrera de Bellas Artes como una estrategia para cubrirse de colores y evitar las denuncias.
Ella es una de esas hijas del Proceso que merodean algunas de sus poesías, parte de esa “generación inútil” que ilustró en la novela DAF, fugitivos de una historia que heredaban y les dejaba los cuerpos marcados, un silencio estremecedor, un vacío que poco se podía explicar. Esos pibes que fueron jóvenes en los ’80 e ingresaron en la década menemista encontrándose de repente con una adultez impostada y con pocos espacios para aquellas viejas ansias.
– ¿Cómo era el contexto de la “generación inútil”?
“Por un lado estábamos los que teníamos alguna conciencia de lo que estaba pasando y organizábamos espacios de resistencia. No eran espacios estables, eran más bien instantes de resistencia. Recitales de música y poesía, me acuerdo de uno en Caras y Caretas. Todo circulaba de boca en boca. Yo me acuerdo que presenté un poema mural. Criticábamos a través de alegorías. Ese poema se llamaba ‘Ecce Homo’, y ahí use la imagen de Cristo torturado. Si preguntaban, era un poema religioso, pero quería ser una denuncia de la represión y de la parte económica. El Proceso destruyó la economía nacional, precarizó las condiciones laborales. Decía: ‘Aquí está el hombre / con su corona de espinas / Aquí está el ángel / le han cortado el pelo y las alas’. En su lenguaje era directo, trabajado poéticamente, a través de figuras retóricas. Y siento que en Árbol solo vuelvo a esa forma de hacer poesía. Y no es casualidad que salga en este momento, porque en muchos aspectos tiene que ver con lo que vivimos en la dictadura. Y mi ambición es hablarle a todo el mundo, que la puedan entender todos. Por ahí en otros tiempos más benignos, uno podía permitirse ciertos lujos, coquetear con la idea de escribir de cierta manera e incluirse en una elite cultural”.
La música de las palabras
Las revistas literarias-culturales tuvieron la función de refugio, a dónde se volcaban y protegían escritores, periodistas, artistas y experimentadores, pero también como motor de encuentros y producciones, lugares de puestas en común, intercambios y roces. Mientras la farándula empezaba a gobernar cada uno de los ámbitos, el periodismo se extraviaba en los negocios del espectáculo y la televisión inundaba hogares, bares, salas de esperas y vidrieras, las revistas hacían circular la producción local, establecían diálogos, zonas de discusión y disputas. E intentaban sobrevivir. Vignoli menciona algunas por las que transitó o con las que tuvo contacto, como estableciendo una constelación, reubicando nombres y títulos, recreando un escenario que nunca terminó por conformarse plenamente.
“Eran espacios que habilitaban un debate estético entre formas de escribir poesía. Ese debate fue muy intenso y abarcó todos esos años más democráticos. No empezó inmediatamente con la democracia, sino tres años después. Y había posiciones estéticas en juego, no tanto de lo político. A mí me abrió mucho los ojos Abbadón, el exterminador, de Sábato, donde cuenta que los milicos torturan a una chica de 16 años. Y yo tenía esa edad cuando lo leí. Después había gente que no tenía la menor idea y no quería tenerla sobre lo que sucedía. En Buenos Aires era mucho más duro, prácticamente estaba extinguida la vida nocturna. En cambio, acá prosperaban los boliches”.
– ¿Cómo crees que marcó eso a tu generación y de qué manera se da este reencuentro con un escenario que tiene similitudes, pero ya con toda una obra por detrás?
“Siento que lo que en aquel momento era una búsqueda y primeros intentos, toda esa experimentación con lo estético, me da una seguridad en lo que hago que antes no la tenía. Perdí toda ingenuidad respecto de la forma. Tampoco me siento como alguien que tenga verdades para decir, que eso me pasaba antes. Este tiempo mi poesía ha sido más de preguntas. El Diario de Poesía nos nutrió mucho, nos contuvo, nos situó y nos permitió identificarnos como poetas. La manera de pararse ante el texto de ellos era más esteticista. Pero había una fuerte intención de estar advertidos de que eso que hacíamos era un texto. Mi posición, como la de Helder o Prieto, era una posición muy atravesada por la crítica estructuralista, de alguien que sabe que hace algo con palabras, no con ideas o sentimientos, sino con palabras. A mí se me genera una tensión en ese espacio, porque venía de esa poesía de tratar de decir cosas. Y hoy siento que puedo hacer un poema directo, contundente, que incluso se permita bajar alguna línea, que en este periodo intermedio no me lo permitía, pero nunca dejo de lado que estoy trabajando con una forma, que tengo que buscar un buen sonido, un buen ritmo, buenos remates. Lo que tengas para decir es indisoluble de ese hacer que genera un efecto estético. El poema te tiene que llegar como una pieza musical”.
– ¿Qué resultó de ese debate estético?
“Ganaron los malos, como siempre, que vendríamos a ser nosotros. En un momento me alejé del Diario de Poesía. A Helder yo lo quiero y lo admiro muchísimo. Cuando escribía un poema, lo tenía presente a él. Almagro lo revise con Helder. Pero él, como lector, te castraba mucho. Te decía que sobraba un adjetivo, que podías evitar ponerlos, toda esa exquisitez respecto de la forma. Y yo necesitaba más oxígeno. Yo quería expresar emociones, no tanto ideas. Me aparte de esa poesía tan imagista, tan pendiente de la imagen. En Bengala, si bien toco temas sociales y políticos –una sección está dedicada al 2001-, la forma de trabajar con esos temas sigue siendo muy esteticista, muy formalista, en diálogo con esas posiciones. En ese momento hubo algunos poetas que nos quedamos muy solos, como Walter Cassara, que quedó aislado haciendo un barroco muy interesante, pero sin cabida en los círculos objetivistas. Por otro lado, el objetivismo fue decantando en una poesía mucho más cruda, más coloquial, más feroz, como la de Washington Cucurto o Gambarotta. Después generaciones más jóvenes como Tomás Boasso o Bernardo Orge, que tomaron la zona más francamente coloquial. Mientras el Diario de Poesía fue hegemónico, era un espacio complejo pero permitía cierta síntesis. Cuando aparece Hablar de Poesía, ahí se polariza, y algunos se abroquelan en lugares extremadamente coloquiales y para hablar de la realidad con mucho nihilismo. Y estábamos otros con búsqueda más barrocas que no teníamos absolutamente ninguna cabida en los nuevos espacios”.
– ¿Y en qué situación lo encontrás hoy?
“Eso sigue así y va a seguir así no sé por cuanto tiempo. Lo mío no tiene nada que ver con esa forma de hacer poesía coloquialista. Y me refiero al rescate de una charla en la vereda, por ejemplo, esa intención casi de cronista. O que te cuentan una aventura, que fueron a dedo a no sé dónde. Además, noto que los poetas jóvenes prácticamente abandonaron la ficción. Todo lo que se cuenta es verdad, es el mismo ‘yo’ que circula por la sociedad y se conecta a través de las redes sociales. Todo ‘yo’ es una ficción, pero no son conscientes de eso y un poco como respuesta estoy tratando de hacer cada vez más ficcional mi poesía. Después hay otra zona de la poesía actual que tiene que ver con el ensayo y me parece que esa es una búsqueda posible y hay lector para ese tipo de texto. Por ejemplo, lo que hace Franco Ingrassia”.
Escrituras al vacío
El problema de la escritura en Rosario se trenza con los conflictos sobre identidad y origen de la ciudad. Hay dos personajes que exponen de forma particular el problema de escribir en Rosario: Fonseca, en La doble ausencia, de Javier Núñez, se ofrece como imagen de la sustracción, la tradición perdida que se va y se fuga; y Molinari, en Molinari baila, de Vignoli, como la imposibilidad misma, una figura difusa que no se termina de concretar. Molinari baila, precisamente, es una novela inconclusa. Este año saldrá una reedición con un final agregado por la editorial Bajo la luna.
“Molinari es como inalcanzable. Ahora Molinari reaparece y ya no queda como tan inalcanzable. Cuando escribí esa novela trataba de contar la figura del artista en ese momento en Rosario. Y ahora veo que pasa en general. Encontré un Molinari por Santa Fe también. Es el artista que no para de crear y ningún critico ni mercado ni medio se ocupa de él, como artista no existe, pero en su imaginación es el gran artista, y ese amor propio y esa ilusión lo sostiene en su producción. Y bienaventurado el que logra engañarse hasta el punto de no saberlo. Pasa también con DAF, porque quería contar qué es ser músico en Rosario. Toco en mi living o para los amigos. Escribir es un poco también eso. La Escuela de Letras no se ocupa para nada, no nos considera escritores. No sé qué pensarán de nosotros, pero mi impresión es que piensan que somos unos caraduras, unos locos, que nos creemos escritores”.
– Tomando en cuenta que sos una de las pocas que no leen solo hacia adentro de un ámbito cerrado, ¿cómo consideras que se lee en Rosario y de qué manera interviene en la escritura?
“Ante esa orfandad crítica nos queda apoyarnos en los colegas y se arman grupos de pares que son muy cerrados, como pequeñas sectas. En poesía hay sectas que deciden quién va a entrar, quién va a salir y quién no va a volver a entrar. Otros espacios que aparecen compensando la ausencia de críticos son los talleres. Que se transforman en grandes familias italianas, que comen todos juntos y se legitiman entre ellos. Es muy triste la situación. Me parece que la forma de vivir con esto es saliendo de la ciudad, no necesariamente a Buenos Aires. Santa Fe, Rafaela, yo recupero las ganas de escribir y leer a los escritores argentinos cuando me tomo un colectivo que me lleve a ver qué se está haciendo en otras ciudades. Esas otras escenas locales, que son un mundo en sí mismo, y no dialogan entre sí ni se ponen en relación”.
– ¿Y quién está leyendo en esa clave?
“Elvio Gandolfo, que no vive acá, es un lector de esto. Daniel Gigena, desde Buenos Aires. Dentro de Rosario el único que soportó leer a todos los rosarinos es Eduardo D’anna. A mí no me gusta cómo lee D’anna, no me gusta lo que dice de nosotros. Me parece que incurre en simplificaciones y que es prejuicioso y con mucha mala leche hacia demasiada gente. Pero nos ha leído. No muchos hicieron ese trabajo. Los mejores lectores que tuvimos son los chicos de la revista RIEL, que hicieron un esfuerzo inmenso y poco reconocido. A comienzo de este siglo, sacaron un número dedicado a la novela rosarina. Y hablan de DAF y estaba inédita, circulaba digitalmente. Nunca nadie nos había tomado ni nos volvió a tomar tan en serio como ese equipo de gente. Cuando Nicolás Manzi, Federico Ferroggiaro, Marcelo Britos o Carolina Role, proponen las jornadas de literatura de Rosario, eso naufraga porque no termina de romper con ciertos prejuicios muy arraigados en la Escuela de Letras. Antes de ellos hubo otro intento que era la Cátedra Felipe Aldana, que estaba Roberto Retamoso y Mercedes Gómez de la Cruz. Una vez me invitaron y yo tenía mucho miedo de ir. No sabía si me iban a dejar hablar, si me iban a escuchar”.
– La novela parece ser un territorio medio abandonado o, por lo menos, no tan visitado en Rosario, ¿por qué te parece que pasa?
“Si se me permite una hipótesis: lo atribuyo a la incapacidad de ficcionar. Cada uno está tan pegado en su propia ficción autobiográfica, como supuesta verdad, cada joven está tan tomado por esa verdad, donde el poema es para quejarse lo mal que lo trató la mamá, está muy presente el ‘yo’ de la novela familiar del neurótico, ese ‘yo’ atravesado por fantasmas, cuando en realidad los buenos poetas son aquellos que logran pararse para decir lo que tienen para decir en un lugar que no es el del ‘yo’ biográfico. Hay una entrevista a Tarkovsky en un documental, y él dice que esa verdad interior no soy yo, eso no viene del ‘yo’. En ese punto, el arte se toca con cuestiones y ámbitos de la experiencia humana que tiene que ver con lo espiritual, en un sentido muy profundo, no dogmático ni sectario, y me parece que son zonas de confluencia que tendríamos que volver a explorar, sin prejuicios, sin miedo a la locura o a que nos vean como unos tarados la gente de Letras”.
La mujer que escribe
Vignoli es una de las pocas lectoras de lo que se escribe en la ciudad. Con las reseñas en Rosario 12, le lleva el pulso a la producción literaria y va detectando líneas estéticas y estilísticas, diseñando pequeños órdenes dentro de esa profusión dispersa y carente de tradiciones definidas. En su producción particular, Vignoli conjuga lenguas, tonos y escenas, subvierte personajes, los hace volátiles, salta de la prosa al verso o los intercala y combina. Es una exploración permanente de las posibilidades de la palabra localizada, del hacer literario en Rosario.
– En tus novelas hay un juego inverso, con una prosa cargada de poéticas, ¿cómo las pensás?
“En cada novela lo trabajé de forma distinta. Cuando empecé a escribir DAF la idea era escribir un poema en prosa de 200 páginas. Porque la poesía que se podía escribir sin quedar afuera del espacio de la poesía argentina era el objetivismo, que dejaba lugar para poco. Y los poetas que más me gustaban, que a los objetivistas no le gustaban ni medio, eran poetas como Walt Whitman o Allen Ginsberg, que después supe que se inspiraba en la poesía aborigen. Más tarde me explicó una poeta cherokee que vino al Festival de Poesía, que esa poesía de largo aliento tenía que ver con la posesión del espíritu del mundo, fluyente, sin ego”.
– Algo que no está demasiado presente en la actualidad.
“Eso es lo que me cansa y agota de los chicos que escriben hoy, que lo hacen desde su pequeño ego que es el mismo que se presenta a una entrevista laboral o va a visitar a la mamá. El poder de esta gente estaba en ser capaces en hacer hablar en ellos al espíritu del mundo. Y eso implica que el verso termine cuando se termina el aire. Mi ideal era poder escribir así cuando me senté a reescribir DAF. Llevaba muchos años tirando borradores, la empecé a los 18 años, pero fui tirando casi todos, y a los 26, en un momento de crisis personal, me senté a escribir y me permití hacer toda la poesía que quería hacer dentro de la novela. Hacer eso en un poema, para mi gusto, era cursi, excesivo. En cambio, inventando un personaje, que era un grasa, nadie podía reprocharme nada. Y me interesaba contar desde ahí como habían vivido la dictadura los pibes. En mi grupo, ellos la habían pasado peor. Por supuesto, que bajo la represión más cruda la pasaron mal todos y peor las mujeres. Pero nosotros no estábamos en la mira, éramos inorgánicos. Y los pibes salían más y se los llevaban. En esos años, las mujeres no salíamos tanto. Por eso estaban más expuestos ellos”.
– ¿Y cómo era y es ser mujer y escritora en Rosario?
“A mí me consideraban loca, directamente. Los únicos que me respetaban eran mis amigos no de Rosario. Yo viajaba mucho a lugares cómo Granadero Baigorria, Capitán Bermúdez. Había muchísima poesía que circulaba por correo, las revistas subterráneas, que a lo mejor era un papelito doblado y se mandaba por correo privado. Y ahí se comunicaban muchas ideas que no se podían publicar. Me acuerdo de revistas como Antimitomanías. En Rosario había varias revistas, estudiantiles no institucionales, que eran espacios críticos en lo posible. Había como una federación de revistas subterráneas. Estaba la revista Smog, que uno de los editores era Horacio Vargas, que ahora es mi jefe de redacción. Después estaba Punto de fuga, que era la de los estudiantes del politécnico. Ahí estaba Alejandro Beretta, el papá de Santiago, que ahora edita Apología. A mí y a un par más nos convocaron del Superior de Comercio para la revista Parábola. Yo ahí dirigía el arte con el pseudónimo Julia Casandra, porque contaba cosas que oía y nadie me creía”.
– Hace poco escribiste una nota repasando las lógicas de eclipse sobre la mujer en el arte, ¿de qué manera funciona el reconocimiento de la mujer en la literatura?
“Durante muchos años nadie creyó que una mujer pudiera producir literatura. Cambió hace muy poco. Cuando me tomaban por loca era mi círculo inmediato, mi clase de origen, de la cual reniego ferozmente. Pero, por otro lado, me sentía muy respetada en espacios donde había más lucidez ideológica. Ahora cambió porque hay figuras ineludibles, como Diana Bellessi. Pero el ambiente era tremendamente machista. Me acuerdo que a comienzos de los ‘80 había un grupo que se llamaba El poeta manco, que salían a pintar grafitis. Una vez fui a una reunión. Era la única chica y no solamente no me saludaron, no me miraron, no registraron mi presencia. Estuve observando todo como si fuera una película. Los primeros colegas varones donde encontré cabida fueron Helder y Prieto. En el Lagrimal Trifulca era todos muchachos. En esa época estaba Concepción Bertone y estos tipos se reían de ella, no la tomaban en serio”.
-Esta fuerza contemporánea del movimiento de mujeres, ¿presenta nuevos desafíos poéticos-narrativos?
“Me parece que son campos que no están dialogando entre sí y no habilitan diálogos. Este movimiento de mujeres es básicamente de actos. No es discursivo y creo que tampoco cabe esperar el gran discurso. Es muy bueno en actos. No acciones, ni palabras. El acto está entre la acción y la palabra. Ellas hacen actos, o nosotras hacemos actos. Y el acto no dialoga. Se presenta, da que hablar, se convierte en objeto de discurso. Se muestra para que se hable de él. Es básicamente una mostración, no un decir. Es muy difícil, por sus mismas condiciones de enunciación, que una propuesta así dialogue con la poesía. El acto discursivamente está cerrado, se pueden hacer infinitos comentarios alrededor, pero nadie puede dialogar con un acto, porque eso ya está ahí”.
– ¿Lo ves como una limitación del movimiento?
“Por algo es así y quizás no sea posible ir más allá de eso en este momento. Si lo pensamos críticamente, quizás hay una limitación en algún sentido. Aunque el problema es que si esos actos que son adialécticos, se volvieran dialécticos, a lo mejor se debilitarían. Tal vez lo que hay que hacer es eso: presentar actos adialécticos, a conciencia, sabiendo que nadie va a dialogar con esto. La dialéctica se basa en la contradicción. Cuando dialogas enuncias contradicciones. Quizás hay contradicciones que no están pidiendo ser enunciadas”.
– De forma proyectiva, ¿cómo ves el panorama literario de la ciudad respecto a sus dimensiones posibles?
“Como reseñista puedo llevarle el pulso a lo que pasa. Me gustaría acceder a más libros, pero leo lo que se produce actualmente. Las mujeres jóvenes están haciendo cosas interesantes. Rocío Muñoz, Maia Morosano, son lo más potente que hay. La poesía de Rocío Muñoz realmente me conmueve. Lamentablemente es muy difícil que la joven generación pueda lograr una perspectiva histórica, y es una lástima porque no están valorando lo que tienen. Recuerdo como algo reciente la época que las mujeres no salían de su casa, y eso era lo normal. Y las chicas que no vivieron eso, no lo saben. No hay memoria del pasado, hemos ido progresando y borrando el pasado. Creo que una de las tareas posibles del arte sería traer esos recuerdos. Y después otra cosa que veo es que falta humor. La ficción, el humor y la espiritualidad en un sentido muy amplio, constituyen la salud del ser humano. No podemos vivir encerrados en nuestros pequeños egos burgueses, edípicos, neuróticos, porque es una vida de infelicidad. Uno de los grandes poderes de la literatura es que nos brinda la posibilidad de jugar a través de la ficción. Y la ficción es a los adultos lo que el juego era a los niños. Ahora se juega a los juegos que ofrece la industria y los padres compran. Estamos perdiendo la capacidad de ficcionar porque perdemos la capacidad de jugar. El juego se parece a la metáfora, el nene sabe que es un palo de escoba, pero cuando juega él dice que es un caballo. Si podemos jugar, podemos reírnos, poner distancia de nuestro propio padecimiento. Tenemos que acercarnos a esa zona donde nosotros guardamos silencio y la que habla es la voz del mundo”.