Por Familiares y Amigos de Luciano Arruga
Foto: La Retaguardia
El ministro de Justicia y Derechos Humanos Germán Garavano esgrimió en una entrevista en Radio Nacional que el ejecutivo dará la discusión a lo largo del 2017, para que el Congreso trate en el 2018, “lejos de las elecciones”, un proyecto que incluya la baja en la edad de imputabilidad. Claudia Cesaroni, abogada, escritora e investigadora, disipó un error del funcionario que se volcó a medios de comunicación, militantes y opinólogos: no es imputabilidad, es punibilidad o Edad Mínima de Responsabilidad Penal. Se trata de un concepto más amplio que la posibilidad de resultar imputados por un delito.
Por una senda institucional, en una instancia de apariencias con debates superficiales e inducidos a la confusión, en el planeta de los medios hegemónicos- sacando de ellos honrosas excepciones de colegas que se esfuerzan por ir más allá- , se debate si los “menores” de 16 años que cometen delitos son responsables igual que un adulto. Quienes acompañamos esta causa pero, además, hemos trabajado o trabajamos en el marco de la ley Provincial 13.298 de Promoción y Protección Integral de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes, sabemos que esa discusión es estéril. El Sistema de Promoción y Protección (SPPDN) contempla que jóvenes en situaciones de vulnerabilidad tengan un resguardo dentro de las instituciones “no tradicionales”. La vulnerabilidad incluye el conflicto con la ley penal, acorde a las reglamentaciones y principios internacionales, como la Convención sobre los Derechos del Niño, que tiene jerarquía constitucional desde 1994. La ley 13.298 sancionada durante el kirchnerismo plantea en la Provincia de Buenos Aires, la creación, o puesta en marcha, de programas sociales que fortalezcan distintos aspectos: identidad, educación, salud, vínculos sociales, trabajo, etc, creando dispositivos administrativos como los Servicios Zonales y Locales. Pegadito al SPPDN, también se crea en la Provincia de Buenos Aires, la ley 13.634 de Responsabilidad Penal Juvenil, estableciendo principios, garantías y plazos procesales de implementación para los niños punibles, desplegando un no acotado número de dispositivos judiciales, que regulan las medidas coercitivas sobre los mismos, pese a que la ley establece en su artículo 36 inc. 4 “Que la privación de libertad sea sólo una medida de último recurso y que sea aplicada por el período más breve posible (…)”.
La aplicación y ejecución del SPPDN es y fue, sin embargo, muy precaria, no podemos decir lo mismo del Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil, que en la puesta en marcha de la cadena punitiva, se incrementa cada vez más la circulación de niños, niñas y adolescentes de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, al mismo tiempo que se incrementa el endurecimiento en las prácticas judiciales dirigidas hacia estos en relación a los tiempos de permanencia, dónde son alojados y las sentencias que recaen sobre ellos. Una prueba contundente de esto es la expansión de los espacios de encierro absoluto, actualmente llamados Centros de Régimen Cerrado. Desde la implementación de la ley 13.634, se han abierto 8 establecimientos más de los que ya existían, ya sea porque se abrieron nuevos o porque se los ha re-tipificado por su modalidad o régimen.
Esto no es un dato menor a la hora de pensar cual es el lugar que se le da a la Niñez en términos de políticas públicas, pero por sobre todo, cuál es el lugar que el Estado le da a la niñez perteneciente a los sectores más vulnerables. El SPPDN vino a reemplazar a Ley del Patronato, cambiando el paradigma: de menores tutelados por el Estado para resguardarlos del abandono moral o material, con una clara connotación criminalizante sobre los sectores populares, pasando a un Estado que bajo el principio del “interés superior del niño” debiera garantizar el ejercicio de todos sus derechos, de todos los Niños, Niñas y Adolescentes. Sin embargo en la cotidianeidad, el acceso a los derechos es precario y hasta inexistente, esto no sólo afecta la calidad de vida de niños, niñas y adolescentes en vulnerabilidad: también es la contracara del mismo Estado que genera y alimenta la cadena punitiva de forma sistemática y selectiva. La “necesidad” de bajar la edad en la imputabilidad (punibilidad, si queremos ser más amplios) de los menores de 16 años parte de una falacia: sería una necesidad si se hubieran agotado todos los dispositivos previos, pero no funcionan los mecanismos que evitarían que cometan delitos o que los resguardarían de seguir haciéndolo. Ni siquiera en el caso de los que representan, o decían representar, un cambio de paradigma en materia penal juvenil.
La construcción social de la figura del “pibe chorro” está compuesta por tres características: “pobre, drogadicto y delincuente”. Fogoneada principalmente por los medios de comunicación hegemónicos, recae con una fuerza brutal sobre los pibes de nuestros barrios, sobre sus familias y sobre los barrios mismos con una clara connotación segregativa, en donde se reclasifica la pobreza: se criminaliza y estigmatiza a los niños, niñas y adolescentes primeramente por ser pobres. En este contexto, suscribiéndonos a todos los prejuicios instalados: que abundan los delincuentes menores, drogadictos y pobres y que implican alguna cifra de influencia a la hora de instalar y analizar el debate de la inseguridad, esos jóvenes pobres, drogadictos y delincuentes han sido prácticamente inducidos por el Estado a estancarse en esa vida.
Así fue que allá por el 2009, mientras nosotros buscábamos con desesperación Luciano Arruga, el entonces gobernador Daniel Scioli, consideró que la falla integral no fue el sistemático desfinanciamiento del SPPDN (trabajadores sin cobrar durante meses, precarización laboral, inexistencia de espacios físicos o en condiciones deplorables para trabajar, falta de recursos materiales, humanos y económicos, etc) sino que la legislación penal juvenil no incluía a los niños de 14 años entre quienes eran responsables adultos de los delitos que cometían. Luciano es un ejemplo siniestro de que la realidad dice lo contrario: el pibe no quería robar y por eso lo mataron. El artículo publicado en Página/12 denominado “Casi no hay chicos que matan”, revela una cantidad de datos: según la Corte Suprema (información relevada hasta 2012) menos del 2 % de los asesinatos en CABA son cometidos por niños y menos del 4% en La Plata y el Conurbano.
Existen infinidades de barrios en la Argentina completa, a los que la década que pasó no trajo la prosperidad anunciada y el macrismo destruye con la más perversa de las injusticias: el hambre. Si antes de señalar a los niños, hablamos de responsables adultos, deberíamos comenzar por funcionarios públicos que desde hace años escatiman el acceso a la educación y la salud, obturan como cuello de botella las posibilidades de que en las familias todos tengan todos los días para comer, achican los espacios de recreación para niños, niñas y adolescentes, eso fue y es la inclusión precarizada y a esta le sigue la exclusión social, la desesperación de las familias, que como respuesta reciben la violencia del Estado en todas sus formas, desde las más sutiles hasta las más perversas.
El problema no es que el pibe chorea, el problema es que le están robando la niñez a los pibes y pibas, que les suprimen la esperanza, la capacidad de crear, de imaginar, de jugar, que los condenan al hambre y a vivir en la marginalidad. El problema más grande es que los pibes y las pibas de los barrios conviven más con la muerte que con la vida.