De un lado, un fotógrafo. Del otro, un empresario multimillonario. En la cadena, una estructura criminal para acabar con la vida del reportero gráfico. Cada eslabón era un símbolo de un sector delictivo. Juntos, una radiografía de un país impune.
Publicado en Cosecha Roja, por Gabriel Michi
Lo que desnudó el crimen de José Luis Cabezas no fue otra cosa que una síntesis de todos los males de la Argentina de aquel entonces. Un diagrama homicida donde figuraban: una banda de delincuentes comunes (los “Horneros” Horacio Braga, Sergio Gustavo González, José Luis Auge y Héctor Retana), algunos de ellos barrabravas de clubes de fútbol que hacían trabajos para punteros políticos, que a su vez se relacionaban con policías asesinos y corruptos de la Bonaerense (Gustavo Prellezo, Sergio Cammarata y Aníbal Luna) que gozaban de la protección de la “zona liberada” por la Comisaría local (a cargo de Alberto Gómez), uniformados que también se vinculaban con un ejército de custodios privados (Gregorio Ríos y sus discípulos) con contactos con represores impunes de la dictadura militar y que todos ellos remitían a un empresario híper poderoso (Alfredo Yabrán) con peligrosa sintonía con el poder político, económico, judicial, eclesiástico, sindical, militar y de los servicios de inteligencia. El verdadero poder detrás del poder. Todos ellos capaces de cegarle la vida a quien pudiese poner luz sobre sus oscuros “negocios”. En este caso, José Luis Cabezas.
O sea: una pirámide criminal cuyos estamentos eran delincuentes comunes, policías corruptos, custodios sin control y empresarios voraces, complotados para el silencio y la muerte. Todos operando desde las sombras. Con protección especial. Evitando, como sea, quedar revelados ante una sociedad que era víctima de sus atropellos y mezquindades. Y donde la prensa independiente podía poner en peligro sus subterráneos negociados.
José Luis Cabezas sacó esa foto reveladora. Antes y después de muerto. Retrató al hombre más oculto de la Argentina. Pero también retrató a esas mafias. Eso le costó la vida. Y el acusado de ese crimen, el hombre para el que tener poder era sinónimo de impunidad, se suicidó.
La Justicia determinó la responsabilidad del empresario Alfredo Yabrán en la autoría intelectual del asesinato, instigando a su jefe de custodia, Gregorio Ríos, quien a su vez instigó al policía Prellezo que se valió de la ayuda de los “Horneros” y los otros uniformados para matar a Cabezas, en medio de una “zona liberada” por un comisario de la Bonaerense.
Ese hecho aberrante conmovió a la sociedad argentina que salió a la calle a reclamar justicia bajo el grito “No se olviden de Cabezas”. Y nadie se olvidó. Y hubo justicia como pocas veces antes. Y después, nuevamente, impunidad.
El hombre que quería mantener en secreto su imagen y que había logrado capitalizar miles de millones de dólares y poder, manejando los negocios más sensibles en la puerta de entrada y salida de la Argentina a través de los negocios aeroportuarios, además de la circulación interna a través de correos y clearings, y hasta acercándose a la confección de los documentos de todos los ciudadanos, creía tener sus razones para conservar su anonimato. Tenía la convicción de que sus enemigos eran tan peligrosos como él. Algunas marcas en su vida le dejaron muchos temores. Y desconfianzas. Incluso con aquellos que tenían la misión de protegerlo. Y espantar a sus fantasmas.
Lo que quedó en limpio, después de tanta hojarasca, fue que a José Luis Cabezas lo mataron por su trabajo. Por sus fotos y por nuestra búsqueda informativa. Que su crimen fue un intento de silenciarlo a él y a toda la prensa. Que fue ordenado por un empresario poderoso en complicidad con su custodia y con policías que trabajaban con delincuentes comunes y que gozaban de la inmunidad de las “zonas liberadas”.
También que el crimen fue planificado desde tiempo antes, que hubo inteligencia y seguimientos sobre nosotros, que la forma de concretarlo fue brutal y que el intento por encubrir a los responsables fue escandaloso. Pero también que los medios, los periodistas, algunos jueces, muchos dirigentes políticos y sociales, y sobre todo la sociedad en su conjunto decidió decir “¡Basta!”. Y actuó en consecuencia. Ya nadie se pudo hacer el distraído.
José Luis Cabezas dejó de ser simplemente nuestro entrañable compañero para convertirse en un símbolo colectivo contra la impunidad y el olvido, componentes imprescindibles de todos los males de la Argentina. Y sus compañeros y amigos cumplimos la doble misión de investigar e informar (tal como reza el ABC de nuestra labor) y de movilizar y recordar para que la desmemoria y la injusticia no ganen de nuevo.
En agosto de 1995, después de la denuncia de Cavallo, Alfredo Yabrán le dijo a la revista Noticias: “No creo que haya un solo periodista que tenga motivos para tenerme miedo”. La realidad lo contradijo con creces. Hubo temor. Pero no nos paralizó. Todos entendimos que en esta disputa se jugaba mucho más que la vida de José Luis. Se jugaba la vida de un país que no quería más mensajes mafiosos. Que no quería más silencios. Que no quería más oscuridad. José Luis Cabezas iluminó con su flash y sus luces. Expuso dos lados que se enfrentaron en una encrucijada. De un lado, la verdad. Del otro, la mentira. El ciudadano común versus el poder más oscuro. La sociedad contra las mafias. Dos universos. Y, en el medio, un asesinato.
La familia Cabezas conoció el dolor más profundo. Y, con un coraje absoluto, sacó fuerza desde lo más profundo y se enfrentó a verdaderas corporaciones criminales. Como lo hicieron sus colegas periodistas y reporteros gráficos. Luchamos en una pelea desigual contra la impunidad del poder, sus protagonistas y sus protectores. Con el único impulso de la verdad. No fue fácil. Pero lo hicimos. Hubo justicia, a medias, es cierto. Pero hubo algo que quedó en claro: Cabezas está en la memoria de todos. A nosotros nos duele su ausencia. Pero a ellos, los asesinos, les duele su presencia.
Este es mi recuerdo para José Luis. Mi compañero inseparable de cada temporada. Al que nunca dejaré de extrañar. Un libro para que nadie lo olvide. Para que el mundo sepa que en la democracia argentina ultimaron a un reportero gráfico por mostrar la verdad. Esta es la historia del fotógrafo que retrató a las mafias. Y a una Argentina oculta. La historia de un periodista. Un crimen. Un país.
(*) Fragmento del capítulo Dos Universos del libro CABEZAS, UN PERIODISTA, UN CRIMEN, UN PAÍS.
Foto: Guillermo Cantón