Al joven Ricardo Villalba lo asesinaron en las primeras horas del jueves 20 de diciembre de 2001, en la zona norte de Rosario. Pese a los testimonios y las pruebas que involucran a policías de la Comisaría 10ª, el Poder Judicial no avanzó en el caso. La protección de los autores materiales blinda a los responsables políticos de aquella masacre.
Por Fabián Chiaramello
Miseria y hambre. La economía en un declinar imparable. La apatía de los gobernantes hacia los desposeídos y una alicaída clase media que ya no soportaba su situación. Jubilados hambreados y abandonados. La reacción popular fue evidente: manifestaciones, piquetes y saqueos. La respuesta estatal también: represión, criminalización y estado de sitio. Y muertos. Después, como medida inevitable, aparecerán las cajas alimentarias y la creación de comedores populares. Pero ya era tarde, el Presidente debió apurar su salida del Ejecutivo nacional antes de terminar su mandato.
El minúsculo cuadro corresponde a los sucesos de 1989. En Rosario se vivió uno de los principales focos aquellos días: a los saqueos de mayo le siguieron una brutal represión —a cargo de fuerzas provinciales, Policía Federal, Gendarmería Nacional, Prefectura y el apoyo logístico del II Cuerpo del Ejército—, más de 1500 detenidos —muchos de ellos ilegalmente, menores incluidos—, torturas y una muerte.
Un gran intelectual aseguró hace ya tiempo que la historia se repite dos veces, «primero como tragedia y después como farsa». El devenir histórico argentino demostró una y mil veces que la reincidencia sigue siendo en la tragedia.
Con el nuevo siglo no llegó el pronosticado fin del mundo, pero tampoco las soluciones mágicas ni los vientos de cambio. Hacia finales de 2001 se repetía una situación que bien podría encajar con la descripción de más arriba: todos los indicadores económicos en caída libre, la mitad de la población bajo la línea de pobreza, mucha miseria y hambre… Los piquetes que se habían convertido en la estrategia popular de lucha contra la avanzada neoliberal varios años antes eran brutalmente reprimidos —segando muchas vidas de las calles y rutas— y le marcaban la cancha a los gobiernos.
El hartazgo, otra vez, se hacía incontenible. El «fantasma del ’89» —así lo describieron con temor las crónicas periodísticas y algunos voceros de las cadenas de supermercados— apareció en diciembre. El viernes 14 de ese mes hubo intentos de saqueos en distintos puntos de Rosario, algunos se concretaron. Le siguieron la represión y criminalización. Aparecieron las medidas de emergencia para intentar apaciguar el hambre y la desesperanza en los barrios más necesitados. Pero, otra vez, ya era demasiado tarde.
Luego de varios días en los que la tensión se sentía en el aire, con cortocircuitos intermitentes, estalló esa tregua implícita y vecinos de todas partes se congregaron para exigir algún tipo de ayuda. El miércoles 19 de diciembre, desde temprano, cientos de personas se encontraban en lugares clave a la espera de bolsones de alimentos prometidos por el Ejecutivo municipal y también por algunos supermercadistas. Pero el hambre era tan inaguantable que no importó la militarización que se estaba organizando para «prevenir» desbordes. Los saqueos se dieron, la represión también. Y donde no hubo saqueo, igual se reprimió. Palos, gases, patadas, corridas, tiros. Muertos, miles de heridos, detenidos —muchos ilegalmente, otra vez—. Los perros del cadalso estaban sin bozal y con órdenes de morder.
Ese día una pueblada hizo temblar a todo el país. Algunos salían a la calle por sus ahorros, otros por la ignominia del hambre. La mayoría gritando «¡que se vayan todos!». Pocas horas más tarde se iría antes de tiempo, escapando en helicóptero, otro Presidente argentino.
Noche sitiada
Cuando el entonces presidente Fernando de la Rúa declaró el estado de sitio en todo el territorio nacional «para asegurar la ley y el orden» y proteger la propiedad privada, Ricardo Villalba no estaba en la casa en la que vivía junto a Mabel Aquino, su mamá, en el barrio Parque Casas. Esa noche, el joven fue asesinado por la policía.
La Comisión Investigadora No Gubernamental (CING), encabezada en ese momento por el profesor e incansable militante por los Derechos Humanos Rubén Naranjo, pudo reconstruir a través de varios testimonios los hechos que aún siguen impunes.
La tarde del miércoles, alrededor de las 18, varios móviles de la Comisaría 10ª recorrieron las calles de la zona a gran velocidad, disparando a la gente y al aire. Los testigos afirmaron que tiraban balas de goma y plomo, sin importar siquiera que había muchos niños jugando. La escena duró unos veinte minutos, pero se repitió cerca de las 21; esta vez con más ferocidad, dejando como saldo varios heridos. Como reacción, algunos vecinos comenzaron a prender fuego cubiertas de autos y maderas en distintas esquinas para cortar el paso a los vehículos policiales. Cerca de la medianoche había gente dando vueltas por todo el barrio. A pocas cuadras, los efectivos seguían al acecho. Hacía mucho calor y el clima que se vivía era espeso… De miedo e incertidumbre.
En la esquina de Cabassa y Esquivel también hubo fuego y se agruparon un puñado de personas frente a un pequeño comercio. La dueña, por temor al saqueo, llamó a la policía. Los primeros en llegar disparaban con itakas y armas reglamentarias, recordaron los testigos. La gente corrió, algunos se escondieron y comenzaron a arrojar piedras contra los uniformados. En la entrada de un pasillo estaba parado el joven Villalba. Faltaban veinte minutos para las dos de la madrugada cuando el joven cayó al piso, con la cara destrozada. Una bala calibre 9 milímetros le atravesó el rostro y le perforó el cráneo.
«Veo que un policía agazapado detrás de un árbol, justo en la esquina de Cabassa y Esquivel, se pone en posición de disparo y tira. Era de la 10ª, gordo, de unos 35 o 40 años. Disparaba con el arma reglamentaria, con la zurda», describió con precisión de cirujano uno de los testimonios. Otra persona que aportó su relato a la Comisión Investigadora dijo que estaba parado cerca de Ricardo cuando escuchó dos disparos e inmediatamente vio cómo se desplomó. Junto a un grupo de vecinos lo cargaron y le pidieron a la policía —que no dejaba de disparar— que llamaran a una ambulancia, pero la respuesta seguían siendo los tiros, hasta que un efectivo se dio vuelta y, con una frialdad asesina, les gritó: «¡Que se joda!». Ricardo falleció tres días más tarde en el Hospital Centenario. Tenía apenas 16 años.
Luego de la feroz represión, un grupo finalmente saqueó el comercio de Cabassa al 1700. Los efectivos de la 10ª ya se habían retirado cuando llegaron agentes del Comando Radioeléctrico que respondieron, otra vez, disparando a quemarropa y golpeando a las personas. Una testigo relató a la CING que cerca de las dos de la madrugada, policías de la seccional 10ª volvieron al lugar y realizaron allanamientos ilegales y detenciones. Al día siguiente, la situación se repitió: un pibe que había estado cerca de Villalba al momento de su muerte fue detenido y un uniformado entró a la casa de un testigo para intimidarlo. Otro denunció que su hijo fue amenazado de muerte para que no de su testimonio.
Todas las personas que presentaron su declaración en Tribunales aseguraron haber identificado, al menos, a tres efectivos de la Comisaría 10ª al momento de la muerte del pibe de 16 años. Uno de ellos era el subcomisario Horacio Dimenza. Un testigo dio precisiones: dos disparaban con el arma reglamentaria y otro con Itaka. Otro de los testimonios asentados en sede judicial declaró haber visto a uno de los uniformados separarse «unos veinte metros de los otros», arrodillarse en posición de tiro y disparar con un «arma corta» hacia donde se encontraba Villalba tirando piedras, a unos 50 metros.
La pericia de la división científica de Gendarmería Nacional arrojó que la herida fue producida por un proyectil calibre 9 milímetros, desde una distancia de 50 metros, cuando la víctima se encontraba arrojando piedras contra personal policial, «con la posición de su cuerpo inclinado hacia atrás» y el victimario en posición «de tirador rodilla a tierra».
Pese a que el peritaje confirmó lo que declararon los testigos, la policía no explicó cómo se dio la muerte del joven. Como en todos los casos, el acta oficial registró que sólo se dispararon cartuchos antitumulto como respuesta a la agresión de la gente. Nunca tuvieron que rendir cuentas sobre el origen de la bala disparada desde un arma reglamentaria.
La reconstrucción de los hechos a través de los testimonios fue muy clara: el asesino de Villalba era efectivo de la Comisaría 10ª. No había dudas. Disparaban con itakas y pistolas. También hacía sospechar de los mismos la denuncia sobre las intimidaciones que empezaron al día siguiente, cuando patrulleros de esa seccional hicieron varias detenciones en el barrio y hostigaron a vecinos.
Muerte joven, impunidad eterna
Pese a tantas contradicciones, tantos testimonios y tantos señalamientos contra los efectivos de la Comisaría 10ª, nunca se secuestraron armas para hacer los peritajes que determinarían si alguna fue la homicida. Tampoco se analizaron irregularidades inocultables, como el acta labrada en un lugar distinto al de los hechos. No se tuvo en cuenta la declaración que afirmó que el subcomisario Dimenza concurrió al domicilio de unos de los testigos con fines intimidatorios. Hubo una clara intención de determinar la presencia de armas en la población civil, a pesar de que la totalidad de los testimonios dejaron en claro que sólo arrojaron piedras. El informe de la CING fue duro respecto al caso: «No existe una actividad tendiente a colectar pruebas que permitan dilucidar la verdad histórica de los hechos ocurridos, por lo que podemos afirmar que no se estableció hipótesis de investigación alguna». Hubo al menos tres agentes de la misma seccional que fueron involucrados —y sólo declararon en la Jefatura de Policía— pero no se imputó a ninguno por el asesinato.
La mayoría de los testigos que declararon ante la Comisión Investigadora coincidieron en que el pibe no participaba del saqueo del minimercado de Cabassa al 1700, sino que fue asesinado a la vuelta del lugar, sobre la calle Esquivel. El Informe Preliminar presentado por la CING al cumplirse un año de ese diciembre negro daba cuenta de las órdenes de reprimir con las que actuaron los efectivos de la policía provincial. También de la estrategia de preparar emboscadas contra los desesperados que buscaban alimentos, reprimirlos y detenerlos para luego criminalizarlos.
Ricardo Villalba fue víctima de esa represión planificada. Y hoy, quince años más tarde, sigue siendo víctima de la nefasta impunidad que no se tuerce ni ante una vida que pudo cumplir apenas 16 años, casi el mismo tiempo que llevan en libertad sus asesinos.