Por Dahiana Belfiori*
[dropcap]E[/dropcap]scribo desde las sierras de Córdoba. Aquí es fácil distraerse. Del mismo modo lo es concentrarse. Distraerse en la exuberancia desplegada luego de una buena temporada de lluvias, concentrarse en una misma. Como si el canto de los pájaros, el olor de las lavandas y del romero y de la tierra, que aun seca huele, se adosaran a mi piel como un vestido de seda liviano y fresco obligándome a reparar en la piel y no en la tela. Como si la profusión y proliferación de hojas de todos los tamaños y tonos de verde oficiara de conjuro para el encuentro con los silencios que ahogo en la ciudad. Pura ficción, el caos y el orden; la naturaleza o lo que llamamos así tiene un ritmo que le es propio y que va abriéndose a medida que oigo. Oír, oler. Esos verbos dominan los sentidos cuando los colores saturan la vista y la ciegan de maravilla. Se abren paso otros modos de la percepción. Y si la tacuarita canta, algo reverbera en mi estómago: puedo escucharme otras urgencias. Algo similar ocurre cuando en la ciudad creamos momentos fuera de lo habitual. Crear exige trabajo extra y una disposición a que ocurra. Y a veces ocurre. Entonces hablamos de magia, de felicidad, otro mapa se despliega.
Selva Almada visitó Rafaela los días sábado 29 y domingo 30 de octubre. El sábado las integrantes del Taller de lectura y escritura creativa de Jauss Espacio de Arte tendieron la mesa para un desayuno que se demoró en el día y que incluyó un menú variado de frutas y textos. Olimos, oímos. Con la fruición de quien concibe generosidades, íbamos del patio al living para oír un cuento o un poema y devoluciones atentas, certeras. Antes hubo que hacerle lugar a los silencios de la duda, de la espera, de la respiración que tanto exigimos a los textos vivos. Selva Almada, con ese tono pausado que la caracteriza al hablar (alguna dijo: Selva es agua), nos hizo conscientes de las respiraciones, hubo que nadar en los textos. Hubo que saber en qué lugar nos ahogábamos. Hubo que querernos ahí.
El domingo abrimos la casa a las visitas. Otro convite, otros manjares. María Elena Vásquez, Laura Calderón, Andrés Desuque y Luis Acosta pusieron la mesa esta vez. Las flores que comimos fueron difícilmente cosechadas. Selva habló de arañas, de pescar arañas, de la escritura y la paciencia, de la espera. Ahora era la tierra la que imponía el ritmo.
Mientras releía los libros de Selva Almada para presentar su trabajo en Jauss tuve un sueño. En una de esas madrugadas lluviosas de la última semana de octubre me desperté conmovida en medio de la noche. Salir de esos sueños cuesta. Antes de intentar entender dónde estaba hurgué en las imágenes y sensaciones vividas. Vívidas. Abrí los ojos en la oscuridad y mantuve mi cuerpo en la misma posición en la que el sueño me había dejado. De costado, con la cabeza hundida en la almohada, quedé contemplando esas imágenes, demorando la sensación como quien ve pasar, tendida sobre el pasto húmedo, las últimas nubes luego de una tormenta que alivia el calor en un cielo casi limpio. Camino apurada de pasadizo en pasadizo sin llegar jamás a destino. Camino en hilera junto a otras personas, en silencio, como en una procesión en la que el santo no se ve pero se intuye, guiándola. Vamos por una especie de manga de abordaje, esas pasarelas de acceso que conducen a los aviones. Cuando por fin parece que estamos por entrar el pasadizo se rearma y continuamos caminando. La sensación es la de quien marcha alrededor de una plaza o por una costanera en domingo para hacer ejercicio: ese andar sin pausa, sin detenerse, pero sin apuro. Nadie parece sorprenderse por el desajuste de no llegar nunca a las butacas del avión o a otra cosa más allá del camino, tampoco yo. Ahora el suelo es tierra blanda de la que emergen caras con las bocas abiertas en forma de grito mudo, las órbitas hundidas, y en el lugar de los ojos, dos hoyos vacíos y negros. Una cara al lado de la otra, color hueso. Me veo obligada a pisarlas porque no hay sitio libre. Curiosamente no me espantan ni sus gestos ni el mío. ¿No caminamos acaso sobre cuerpos, sobre gritos mudos, sobre los muertos? Esta es una imagen arquetípica del pasado, de la historia, pero también y, de eso se encarga Almada, del –a la vez horroroso y dulce– presente. Habitar ese espacio entre la vigilia y el sueño es como habitar un espacio de agonía. Es precisamente en la agonía donde, por ejemplo, los personajes de Ladrilleros escriben sus historias. No es un sueño, pero parece. Y en ese parecer se revela la conciencia: estoy viva o me estoy muriendo.
Ya despierta hilvano pensamientos. ¿Por qué este sueño ahora? Lo asocio de inmediato a las relecturas de esos días. Al universo que Almada crea y recrea en sus libros. Me digo que tengo que escribir sobre ésto porque es lo primero que se me viene a la cabeza, porque en este gesto de desnudez algo de lo genuino se manifiesta: la literatura de Almada hace su trabajo. Ya despierta pienso que la vida vale la pena. Que valga la pena la vida es saberla ese sitio en el que andamos con la conciencia de los muertos y las muertas que pisamos: cruda metáfora para nombrar que somos porque otros cuerpos fueron antes y, más aún, que somos –dolorosamente– con aquellos cuerpos que no importaron y que no importan hoy y que Almada rescata en sus libros. Con sus historias –todas sus historias, las que amamos y las que odiamos, las que nos revelan en nuestras contradicciones– tejemos y destejemos otras, somos. Las historias que narra Almada nos convocan a revolvernos, nos obligan a salir de los lugares cómodos. Historias escritas con los cuerpos de la muerte y de la vida. Historias escritas con todos nuestros muertos y todas nuestras muertas. Entrar en esta incomodidad es, tal vez, una manera de querernos.
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dahiabell@yahoo.com.ar
* Escritora, activista feminista. Desde el año 2013 coordina talleres de lectura y escritura creativa en Jauss Espacio de Arte, Rafaela y desde 2016 en Mandrake Libros, Rosario. Ha publicado contratapas en Rosario|12. Es autora del libro Código Rosa. Relatos sobre abortos.