Empalme Graneros – 23 de Febrero. El ancho de la ciudad como distancia. Los mismos relatos y la misma realidad. Un panorama del andar y el día a día de los barrios rosarinos.
Por Martín Stoianovich
Foto: Flavia Guzmán
[dropcap]E[/dropcap]s el día de la madre. En el Centro Comunitario La Morena se festeja. Rosa, encargada de lugar, junto a sus compañeras, preparó comida y suvenires para que las madres que cada viernes y sábado van a retirar una porción de alimentos para sus hijos, ahora puedan encontrarse y pasar un buen rato. El clima es amable, pero algo anda mal. Hay una señora que está incómoda, que no come y habla poco.
– Al rato mi hija se le acerca y cuando le pregunta qué le pasaba, contó que no comía porque prefería llevarle la comida a su hijo, porque en su casa no tenía nada.
Rosa elije esa anécdota para dar un panorama de la situación. El comedor está ubicado en la calle Comando 602 y Aborígenes Argentinos, en barrio 23 de Febrero. A pocos metros, se levanta un asentamiento en el cual viven más de 200 familias en la pobreza extrema. Viviendas precarias en donde la tierra es piso y aire que se respira. Donde las chapas son paredes y donde un vaso con agua potable es todo un evento. Los niños y niñas de ese asentamiento, del barrio 23 de Febrero y también algunos del vecino barrio Toba, se alimentan cada fin de semana de lo que cocina Rosa en su comedor. De lunes a viernes, quienes pueden comen en la escuela y por lo tanto muchas veces a la semana sólo una vez por día.
Son 500 chicos de 1 a 13 años los que alimenta Rosa con poco más de 8 mil pesos al mes. Cinco mil pesos les da el municipio, cuatro mil pesos la provincia. Con eso se la rebuscan para comprar los alimentos y pagar los 700 pesos de gas cada mes.
– No se puede más.
Rosa está lejos de resignarse. Pero es realista a fuerza de lo cotidiano. Sentada en la mesa de la cocina que montó al lado de su casa a la cual llegó en el año 2000, señala el amplio espacio construido para el comedor que se mantiene reluciente pero algo oscuro. Dice que ella está convencida de que puede alimentar a muchos chicos más. Pero no le alcanza. “Dicen que no tienen más plata”, cuenta cuando habla de sus reclamos al Estado. El comedor funciona hace nueve años, y asegura que en los últimos meses la cantidad de chicos se duplicó y que cada día llegan nuevas madres a pedir algo de comida para sus hijos.
– Si quisiéramos tener más de mil chicos podríamos, pero no tenemos para darles de comer. Yo tengo olla, horno, cocina, freezer, no me falta nada de eso. Lo que me falta es para meter adentro de la olla. Hoy no nos da abasto.
El presupuesto que brindan municipio y provincia alcanza para lo justo. Esto no solo limita la cantidad de chicos que pueden llegar a tener un plato de comida sino que también afecta a la variedad de la comida. No es pretensión, sino el derecho a una alimentación digna. Con sus años de experiencia Rosa sabe cómo y dónde comprar pero asimismo las posibilidades están acotadas.
– Arroz amarillo, guiso de fideo, guiso de arroz, polenta y fideo con salsa.
“Otra cosa no podemos hacer. Carne poca, lo que podemos conseguir es menudo y alita de pollo”, dice. Por cada tanda de compra, Rosa y sus compañeras se toman colectivos a distintos puntos de la ciudad donde han encontrado buenas ofertas o alguna mano de los comerciantes. Pone el ejemplo del menudo, que para conseguirlo a tres pesos el kilo se toman un colectivo al centro y vuelven con cuarenta kilos sobre sus espaldas. “Si no hacemos así no cocinamos, si tenemos que pedir un proveedor que traiga, es carísimo”, explica.
Cada día de producción las mujeres usan tres ollas. Los viernes, cuando la entrega de comida es a las 18, el trabajo empieza a las 12 del mediodía. Los sábado se entrega a las 11 de la mañana y entonces la producción comienza bien temprano. Durante la semana, cuenta Rosa, hace una copa de leche pero por fuera de lo que administra el Estado. Recibe una donación que le alcanza para una porción de chocolatada y un pastelito, una porción de torta o lo que la improvisación permita en cada ocasión.
Rosa habla de casos de desnutrición en el barrio, sobre quienes desde el comedor hay muy poco para hacer. “Ellos necesitan alimentación especial. Pero si no tenemos ni para darle una comida común, menos para una comida especial. Necesitan lentejas, huevo, hígado, cosas que si compramos para hacer en cantidad no alcanza”, explica.
La situación que cuenta esta mujer respecto del comedor que lleva adelante, es también el reflejo de un contexto barrial que supera a la zona sudoeste y se adentra en cada barrio de la periferia rosarina. Rosa recuerda el año 2000 cuando llegó al barrio. “Tiempos jodidos”, dice. Pero con amargura traza un paralelismo que no piensa ocultar para evitar parecer alarmista: “Ahora se ve más la necesidad”.
– En el barrio se habla de que están echando a mucha gente del trabajo. Siempre hay una excusa para largar a la gente. La mayoría anda a carro a caballo, con carro a bicicleta o en mano, cirujeando. Otros no tienen trabajo directamente. Hay mamás de seis o siete chicos sin trabajo.
Un indicador de la situación es el asentamiento vecino, el cual comienza a poblarse de forma pareja a medida que pasan los meses. “Mucha gente se va a vivir ahí porque no tienen donde vivir”, dice Rosa y deja el pie para otras problemáticas: la laboral y la habitacional. Una forma certera de explicar la pobreza y los procesos de exclusión que conlleva.
Empalme Graneros es un termómetro
No hay riesgo de caer en la repetición porque el relato de Graciela viene del sector de Los Pumitas, en el barrio Empalme Graneros. Hay un ancho de ciudad de distancia. Es, entonces, un testimonio que pone de manifiesto una problemática que va generalizándose en las barriadas rosarinas.
– Ahora se nota más la desigualdad, mucha gente está quedando sin trabajo. Vienen y me preguntan si puedo anotar a los nenes en la copa de leche porque mamá o papá se quedaron sin trabajo.
Graciela sirve la copa de leche en un sector de Empalme Graneros que no figura en el mapa, donde la exclusión alcanza al territorio y también a las personas: sin pavimento, sin luz segura, sin agua potable, sin cloacas, sin trabajo. La cancha del barrio está destruida como también los juegos de lo que parece haber sido una plaza en algún momento. Los vecinos de Los Pumitas exigieron en una reunión al director del Centro Municipal del Distrito de la zona que tomara cartas en el asunto. Se organizaron y, por lo menos y aunque demasiado no signifique, lograron que el Estado largue algunas promesas que ahora -asegura Graciela- deberán cumplir o habrá nuevas acciones de lucha.
La copa de leche que brinda Graciela está en marcha hace tres meses desde su casa en un pasillito del barrio. “Ahora vienen a preguntar si vamos a poner el comedor”, dice y explica por qué no lo ve como algo posible: “No tengo el espacio acorde para trabajar con comida, se necesita un piso, un techo, que sea un lugar digno para cocinar y yo no lo tengo”. Son 130 chicos y algunos jubilados y discapacitados que van con una jarra por familia a retirar la leche y la torta o los pastelitos que se puedan hacer. A diferencia de Rosa, Graciela recibe directamente los productos. La última factura muestra 100 kilos de leche, 30 kilos de yerba, 70 de harina y azúcar, 30 de cacao y un tarro de dulce de leche. A veces, dice, le dan batata o membrillo. Cuando llueve preparan la leche al fuego de una anafe que prestó una vecina, pero el resto de los días prefiere hacer un fuego en el pequeño patio de la casa.
La charla con Graciela deja de ser solo un recorrido por las dificultades diarias y su relato pasa a estar conformado por una serie de denuncias:
– A esta parte no entran las ambulancias, solo cuando un patrullero acompaña. O tenés que esperar con el enfermo en Génova o en Olivé. La mayoría de veces es con un vecino que tiene vehículo y te da una mano y te lleva al hospital.
– La luz se trae de Olivé y es precaria, los vecinos se agrupan y traen la luz. Le dijimos a la Municipalidad que trajeran un cable para que no hubiera tanto enredo. En tormenta puede caer cable en las chapas -. Y Graciela nombra a Yanina Acosta, de 23 años, que en 2015 murió electrocutada manipulando un ventilador.
– Acá es mucha la droga que se maneja. Los chicos no tienen ninguna atención, las mamás piden ayuda y no hay nada desde el Estado para tratar a los chicos. Vas a hacer una denuncia para que ayuden a tu hijo y te dan vueltas –
– La policía no va al búnker, espera a que los chicos salgan de comprar y ahí le sacan la droga, y no detienen al que está vendiendo.
Cuando Graciela menciona a la policía se refiere específicamente a la Comisaría 20. Un lugar, según explica, en donde hacer una denuncia es en vano. Todos los rumores sobre dicha seccional rodean a la venta de drogas, la violencia institucional y la complicidad en hechos delictivos que sacuden al barrio. “Una vecina contó que a su hijo que trabaja con carro a caballo, por la denuncia de una vecina por maltrato al animal, la policía le dijo que si no le pagaba le sacaba el caballo. 400 pesos tenía, lo esperó a una cuadra y media, dio vuelta el patrullero, agarró la plata y se fue”, comenta la señora. “¿A quién le denunciás?”, se pregunta después. Explica que estos hechos son cotidianos, que están naturalizados no solo por la policía sino también por los vecinos: “Así es la vida en Empalme Graneros”.
– Ahora mucha gente está sin trabajo. El carro a caballo aumentó, la mayoría siempre está trabajando como cartoneros. Hasta la gente se cuida de tirar cosas, ahora por ejemplo no tira más cables, los guardan y después los venden. Antes los dejaban en el contenedor.
Graciela contextualiza todo su relato en un marco desfavorable que está viviendo el barrio. Habla de diciembre, y dice que tiene miedo porque los vecinos están hablando de posibles saqueos. Empalme Graneros es un termómetro, como lo fue en el 2001 siendo uno de los primeros focos de movilización en la ciudad. Pero Empalme Graneros también es un escenario donde los derechos son más fáciles de ser violados. Algo así como en un estado de excepción, como también lo fue en el 2001, cuando la policía reprimió a los vecinos y un francotirador mató a Walter Campos, de 16 años. Por eso Graciela se preocupa, porque sabe que el barrio tiene tantas necesidades insatisfechas como posibilidades de seguir perdiendo en caso de un episodio conflictivo. La esperanza, dice, está en “muchas organizaciones que se acercan para trabajar con los jóvenes”. Ahí está la otra parte del barrio: el trabajo diario por la construcción de un mejor andar en el que los derechos sean más que una utopía.