El presidente Macri y sus funcionarios nos retornaron a este imposible debate, tal como pretenden otros muchos negacionistas del mundo.
Por Fabiana Rousseaux (Fuente: Agencia Paco Urondo)
[dropcap]L[/dropcap]a memoria traumática de los crímenes masivos se reconstruye de un modo específico e implica sobre todas las cosas, un silencio agudo y muchas veces eternizado hasta que un hecho, un acto, una fecha, provocan un movimiento de des-coagulación inesperada, y que no se dieron a conocer hasta hace muy poco tiempo atrás.
Dicho esto, debo marcar que sólo volver a hablar del in-número del crimen estatal, significa de cuajo haber retrocedido a la filosofía de la impunidad. El presidente Macri y sus funcionarios nos retornaron a este imposible debate, tal como pretenden otros muchos negacionistas del mundo.
En nuestro país “los 30.000” reflejan no sólo el “nombre” de la desaparición y el exterminio, sino y sobre todo la clandestinización de los crímenes cometidos. Esta cifra implica a nivel simbólico muchas cosas y más que un número, nos enfrentamos a un in-número, es decir, a aquello que no puede ser reducido a un hecho contable.
Por un lado, significa que la desaparición (no la muerte, sino la desaparición) no es medible. No se puede medir la desaparición de personas si la muerte fue abolida y aún no podemos “escribirla”. Es un imposible. Las muertes se “escriben” en el aparato burocrático del Estado, para luego ser “inscriptas” en un registro psíquico. Esto las hace registrables y contables. Se sabe cuántas son. Y hay un hilo entre la escritura y la inscripción, es decir, alguna certeza proveniente de la realidad externa es necesaria para la inscripción en términos de la realidad psíquica. Pero ya se ha debatido mucho sobre este tema hace tantas décadas atrás.
Es probable que para quienes recién han llegado al gobierno esto sea un debate desconocido. Pero el tema de los “desaparecidos” en Argentina, es un tema del que están muy empapados no sólo todos los países de la región, y varios países de otros continentes, sino además los organismos internacionales que recubren una función vinculada a las violaciones de DDHH. Es decir que la comunidad internacional, está al tanto de la significación que este tema tiene en la Argentina y en la misma comunidad internacional. Razón por la cual el Presidente del “Ni idea”, parece estar aislado en un soliloquio decididamente banalizante de tamaña tragedia colectiva.
El problema es que para entrar en ese terreno una vez más como si nada hubiera sucedido, es necesario que se hayan vuelto a traspasar algunas fronteras éticas, sobre todo si ese debate se da desde el propio Estado. Si se entiende que fue el Estado quien torturó, asesinó, desapareció, sustrajo identidades, apropió, y además por décadas no investigó -sino que impulsó el ocultamiento de sus crímenes-, es evidente y necesaria una fuerte política de memoria, verdad y justicia para que un Estado democrático pueda diferenciarse de un Estado torturador. Cuando digo Estado democrático, me estoy refiriendo a una dimensión ética del Estado, no sólo a la formalización de los procesos electoralistas (por llamarlos de alguna manera).
En ese sentido, la impronta marcada no ya a nivel nacional, sino a nivel internacional por los gobiernos de los últimos “12 años y medio”, respecto de las políticas de DDHH, permitió a la sociedad (no me estoy refiriendo ahora a las víctimas) salir de ese campo ominoso de ser partícipe involuntario del ocultamiento de los crímenes de Estado.
No se trata de un tema menor, ya que cuando una sociedad, vió, oyó, tembló, se aterrorizó por la convivencia con un espanto cotidiano, hay marcas que trascienden el impacto por varias generaciones y una de esas marcas es la de saberse testigo de algo que ocurrió y estuvo a la vista de todos, pero sin embargo se reniega de su existencia. Es decir que estamos hablando de un terreno tan complejo que ninguna generalización podría ser una respuesta responsable. Entiendo que un gobierno democrático es aquel que produce respuestas responsables.
Es por esta razón que no podemos esperar que sean los torturadores los que hablen de los horrores que cometieron. Han pasado 4 décadas y eso no ha sucedido en el marco de las 162 causas con sentencia desarrollados en el país y 14 juicios orales en curso (CELS, 2016). A excepción de la “confesión” de Scilingo en el año ´95, no se han aportado hasta el momento datos verdaderamente novedosos y significativos provenientes de los responsables, que nos permitan completar la lista de nuestros desaparecidos.
¿Por qué están incompletas esas listas aún hoy? Hay respuestas muy serias al respecto. No podemos permitir que se manoseen las razones.
La desaparición basa su efecto desestructurante en dos operatorias articuladas, la clandestinización y renegación del crimen. No es sólo el ocultamiento de la prueba del delito -ocultar o quemar las pruebas (lo cual también ocurrió)- es más complejo. Implica un acto de renegación colectiva como consecuencia de ello. Se trata de la complicidad forzada del todo social que a pesar de haber estado involucrado en esa escena cotidianamente, tambalea en la creencia – lo ominoso siempre tiene un efecto de verdad irreal-, pero eso que tambalea, es enunciado por el Estado (el responsable) como inexistente. Por esta razón es tan central el vuelco que le dieron las políticas en derechos humanos de los últimos doce años y medio, a este gran problema social.
Como parte de este dilema en la complejidad de recabar las pruebas que certifiquen el número, pero que además hablen de los interminables modos que tomó el terror de Estado en la Argentina, tenemos algunos casos que dan cuenta de la imposibilidad de “terminar” de analizar lo sucedido e incluso de la imposibilidad de dar por cerrado el número de víctimas; y el proceso de investigación, por ejemplo, de los archivos de las fuerzas armadas y de seguridad, y todos los archivos existentes en las instituciones que atravesaron nuestra vida cotidiana durante los años ’70 y colaboraron abiertamente con el genocidio (universidades, fábricas, escuelas, hospitales, etc.) Gracias a enormes investigaciones –tanto de colectivos de Derechos humanos como de equipos estatales durante el último período- que se llevaron a cabo en muchas de estas instituciones pudimos acceder a parte de esa verdad, y es evidente que aún resta mucho por “abrir”.
En ese in-número “30.000”, siempre estuvieron contempladas todas las víctimas, no sólo las que aún hoy permanecen desaparecidas, sino todas aquellas personas que fueron tocadas por la desaparición (en algunos casos liberadas luego de su secuestro, pero secuestradas). En otros casos se trató de cuerpos que circularon por la alternancia de los dispositivos de encierro (legales e ilegales, ya que ese sistema de circulación de cuerpos estaba coordinado por ambas instancias). En todos ellos la tortura fue un común denominador, motivo por el cual se hace difícil sostener la frontera entre lo legal e ilegal, ya que la tortura no es legal en ningún dispositivo. Pero nos referimos al modo de escritura burocrática en un caso y la inexistencia de la misma en otro. Hubo también casos de personas que fueron sacadas de ese circuito ilegal pero no devueltas a sus vidas, sino traspasadas a una frontera más allá de la misma ilegalidad, y convertidas en personas desaparecidas vivas durante años y algunas de ellas nunca pudieron volver de allí.
Esto significa que el hecho de haber sido un desaparecido, no finaliza en el momento de la liberación del cuerpo secuestrado, como tantas veces nos advirtieron los y las sobrevivientes, a quienes escucho en su dimensión más íntima hace más de dos décadas. Más bien, sabemos que se abre una dimensión imposible de desinscribir para ese sujeto. Se fue un desaparecido. Se es un exdesaparecido. ¿Cómo definir esa temporalidad? ¿Hay una temporalidad para esa experiencia? Ese nombre se conjuga con todos los tiempos verbales, pero ninguno logra definirlo. Y esto lo puedo confirmar a través de mi experiencia clínica.
Lo mínimo que podemos hacer entonces, es ser muy respetuosos de lo que eso significa. Porque esta es una sociedad que no sólo convive –hablando de temporalidades- con la desaparición de cuerpos muertos, sino también con al menos 400 cuerpos desaparecidos vivos y cuyas identidades siguen apropiadas. Pero también convivimos con 20.000 nombres que nos faltan, no porque no existan sino porque nos faltan, y con personas que han sido liberadas de esas fronteras del más allá de la clandestinidad pero que ellas aún no han podido volver a su vida porque la sociedad ni siquiera sabe que existen.
Acá tenemos un tema que debemos comenzar a poner en evidencia y considerarlo fuertemente. Los desaparecidos vivos que aún hoy se encuentran apropiados. Los nietos en primer lugar. Cuerpos que circulan en el espacio social, con una identidad falseada e invisibles a los ojos de sus propios familiares, que los buscan incesantemente. De eso también estamos hechos. De esa convivencia. Pero también convivimos con los cuerpos de muchas mujeres e hijos de esas mujeres que han sido arrastrados a fronteras que están más allá de la clandestinidad, como dijimos más arriba y que analizaremos en un futuro texto.
1 – Con estas palabras “dimensión del crimen masivo”, le contestaba Eduardo L. Duhalde a Graciela Fernández Meijide, en la Carta del 11 de agosto del 2009.
2 – Psicoanalista. Fundadora y Ex directora del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de DDHH Dr Fernando Ulloa (Secretaría DDHH de Nación) y ex coordinadora nacional del Plan de Acompañamiento a Testigos y Querellantes en los juicios por delitos de lesa humanidad, articuladora por PNUD del Proyecto Clínicas del testimonio del ministerio de justicia de Brasil (2015), autora junto a Eduardo Luis Duhalde del libro “El ex detenido desaparecido como testigo de los juicios por crímenes de lesa humanidad”.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)