Eduardo D’anna es uno de los poetas con mayor reconocimiento y trayectoria en la ciudad de Rosario. Además, hizo lo que la academia no se permitió. Preguntó por lo vergonzoso, lo rebajado y subestimado: lo local. Leyó y exploró sus alrededores como si se tratara de la contraparte necesaria del oficio de escritor.
Por Lucas Paulinovich
Foto: http://alpialdelapalabra.blogspot.com.ar/
[dropcap]E[/dropcap]duardo D’anna me espera en un bar. Lo encuentro sentado, de espaldas. Ya se tomó el primer café y fumó su enésimo cigarrillo, que seguirá fumando, sacándolo del paquete y encendiéndolo al poco de haber apagado el anterior, como si fuera siempre el mismo, interminable, dilatado como la conversación.
– Hoy es un vergel, antes era peor. Ahora hay una cierta preocupación, está dentro de la agenda, de alguna manera. Pero no es fácil porque no se consiguen los libros, es muy difícil encontrarlos en las librerías- es casi lo primero que me dice.
Actualmente está preparando una historia literaria de Santa Fe, una extensión del marco de interpretación que había dispuesto en las historias rosarinas que escribió hace diez años. D’anna, además de uno de los poetas vivos de mayor trayectoria y reconocimiento de la ciudad, es el primer gran curioso. Hizo lo que la academia no se permitió. Preguntó por lo vergonzoso, lo rebajado y subestimado: lo local. Leyó y exploró sus alrededores como si se tratara de la contraparte necesaria del oficio de escritor.
– La literatura de Rosario tiene que enmarcarse en la literatura de la Provincia. Así se redimensiona un sentido. Es como tener un pedazo de una carta y juntarlo con otro pedazo para poder leerlo. Uno puede descubrir por qué hay una literatura urbana, una de la pampa gringa, una de la costa. Todo eso configura un sistema inteligible. En general, todos hemos jugado a que se trataba de dos ciudades autónomas. Lo hacen los santafecinos también, no solamente nosotros.
– ¿Qué aporta ese procedimiento a la visión global para salir de la lectura regionalista?
– Esta es una provincia que tiene una situación muy heterogénea, regiones muy distintas y una ciudad bastante metropolitana, mientras el resto podría funcionar como una literatura provinciana, donde la capital provincial administra toda la identidad. Rosario aparece como algo muy singular, porque era muy grande. Al tener una dimensión global, la cosa cambia y el regionalismo queda superado. Yo creo que es una corriente determinada, no una postura abstracta, como quieren hacer creer desde Buenos Aires. El regionalismo fue una respuesta para poder escribir dentro de las provincias, en condición Kelper, de autor de segunda clase, sin entrar en el canon pero que dentro de la provincia se pueda leer. Pero eso es un planteo falso, porque un escritor tiene que ser universal o no es nada. Ser un escritor santafecino o rosarino, es una cagada. Es donde te ponen en Buenos Aires.
D’anna se entusiasma con la charla, se toma unos segundos, mira alrededor, hace girar su cigarrillo entre los dedos y cuenta un chiste del poeta chileno José Donoso. “Quiso llegar a ser escritor, pero solo llego a ser escritor chileno”, dice que dijo.
– Esa situación que se da en Rosario, ¿puede tener que ver con el tipo de lectura que impera, pensando que no hay una lectura en clave política?
– No hay una lectura política que nos haga avanzar, porque son siempre políticas, aun las que menos parecen. No hay que olvidar que nuestra cultura se armó sobre la base de igualar a la cultura europea. Tuvieron cierto éxito, dentro de todo, pero no tanto como ellos creían que iba a ser. Quedaron algunos productos bizarros que no entraron en el desarrollo de una literatura europea, como el mismo Facundo, que no entra en esas categorías, como Martín Fierro o Excursión a los indios ranqueles. Ya hacia el ’80 del siglo XIX se empiezan a escribir novelas europeas, ensayos europeos, aparece una crítica literaria encargada de encarrilar eso. Y a partir de ahí hay un aparato cultural que se dedican a ajustar lo que hacemos a lo que pasa en Europa. Lo que queda fuera es ilegal, desechable. Y cuando todos leemos literatura, la leemos a esa luz. Estamos acostumbrados a pensar que lo que se escribe acá es despreciable. Ahora ese mundo europeo se está viniendo abajo, se cae a pedazos y no es ningún secreto que no es un modelo. Eso pone en cuestionamiento toda su literatura.
– En Rosario eso pasa respecto a Buenos Aires
– Acá mucha gente quiere parecerse a Buenos Aires, escribir como en Buenos Aires y, en muchos casos, se termina yendo a Buenos Aires. No digo que esté mal, Buenos Aires ofrece posibilidades de profesionalización más elevadas. Y el gran problema del interior es el dilentantismo, que yo le llamo a escribir lo que a uno ‘le gusta’. La literatura no es una satisfacción personal, es un laburo. Es decir, no es cuestión de que si a vos te dejó una mina, escribas un poema sobre eso. También es lo que la sociedad precisa, en sentido amplio. Si hubiera un mercado literario, las ventas darían una idea si lo de uno tiene sentido o no. Como eso no existe, todo vale veinte y hay tipos que se pasaron la vida escribiendo como un poeta de hace cien años que le gusta. Por supuesto, eso no tiene ningún valor. En la industria automotriz a vos te puede gustar mucho el Ford T, pero si vos te dedicas a armar uno, nadie te lo va a comprar y no vas a ir a Córdoba en un Ford T. El joven empieza así, pero llega un momento en que tenés que pensar que los problemas personales pueden ser materia prima, pero uno responde a una necesidad común. Un gasista no puede decir un día que no tiene ganas de arreglar una pérdida sino de cazar mariposas. Con el escritor tiene que pasar lo mismo.
– ¿Por qué te parece que se formó esa tendencia? ¿Crees que la postulada repolitización logró remover algo?
– Esa politización es importante, pero no llegó a grandes profundidades. Una decena de años no son demasiado, hay que sostenerlo más tiempo. Indudablemente la generación criada en la dictadura es un desastre, no quieren laburar, se nota mucho más esa cuestión diletantista, gastan guita en sacar libros para presentarlo en una sectita. Hay pocas excepciones. La generación más joven tiene otra postura, eso se ve.
– ¿Y cómo influyeron esas lecturas y el armado de sectas en lo que se escribía y se escribe?
– Para alguien formado en una generación anterior, fue un intervalo. Pero los hijos del Proceso, son gente que está cagada de miedo, tiene mucho miedo de sacar una revista, desarrollar una actitud propositiva. Hacen clubcitos. No es lo mismo lo que aparece ahora, hay otra proyección. Es cierto que hay grupos, eso no tiene que desaparecer, pero hay una idea de laburar y proyectarse a la sociedad que la gente de unos cincuenta años no la tiene. Eso es politización aunque uno no escriba una literatura estrictamente política. En el interior es muy fácil crear esa idea de la literatura como hobby. En los pueblos todo el mundo trata bien al que escribe, no te vas a hacer el Rimbaud o el Verlaine, porque todos piensan que sos un loco simpático y te llaman y te hacen hacer lecturas porque las municipalidades y comunales saben que hay que hacerlo, pero no entienden una goma. Y eso no desarrolla nada que tenga que ver con su momento, con su historia. Están los que escriben cosas que le gustan, señoras deprimidas, y eso no es literatura.
– ¿Tiene que ver la formación, pensando en la centralidad de la Escuela de Letras como círculo que concentra la literatura?
– Indudablemente para ser crítico hay que tener una formación, pero para ser escritor es otra cosa. En mi generación ninguno era académico, por lo menos no de Letras. Casi nadie seguía Letras porque si le decías a tu viejo, te contestaba de qué ibas a vivir e indudablemente era difícil. Yo me recibí de abogado y trabajé 40 años. Isaías sí se recibió de Letras, es una excepción. Hugo Diz nunca terminó la primaria. El viejo Gandolfo nada más la primaria. Elvio Gandolfo terminó la secundaria en una nocturna. Pero éramos muy lectores. Y la literatura que se enseñaba era muy avejentada, más con la dictadura de Onganía, cuando los escritores progresistas renunciaron todos y quedaron ayudantes y cómplices, que tenían una visión de la literatura sin mayor sentido. Hoy teóricamente un tipo puede formarse bien en la Escuela de Letras, pero eso no es ninguna garantía respecto a la literatura. Uno de los problemas que detecto, es que los estudiantes no leen o leen solamente lo que le indica la materia y a veces algunos capítulos o apuntes. Y eso, por más que tengas mil teorías, no funciona. Nosotros hacíamos eso: leer muchísimo, gastábamos nuestro tiempo en eso. Nadie te va a explicar cómo escribir un cuento o un poema, la mejor formación es leer.
– ¿Te parece que hay diferencias en la sensibilidad artística, política o vital con aquel momento?
– Todas las generaciones tienen gente sensible y bruta. La diferencia estaba en una rebeldía contra la enseñanza, que fue muy importante para nosotros porque nos puso al margen de la academia y de las instituciones, y eso nos dio una gran libertad. El peronismo estaba proscripto y odiábamos al profesor que nos hablaba de democracia. Y eso se trasladaba a la literatura. Nos daban textos españolizantes donde se hablaba de ‘tu’, y si nosotros hubiéramos hablado así en los recreos, se nos cagarían de risa. Nosotros queríamos leer cosas que nos expresaran como éramos, por eso fue tan importante el descubrimiento de Cortázar, cuyos personajes hablaban como nosotros. Estar por fuera de las instituciones ayuda porque nos desarrolló la capacidad de laburo, un pensamiento independiente y una forma de ver las cosas de autonomía respecto a los cánones. Aunque eso no puede ser perpetuo, porque el arte no puede estar siempre a contra mano.
– ¿Hay escritores actuales, que estén activos, que prescindan de esa autorización externa?
– Es difícil, porque ese prestigio que da la academia tampoco es muy amplio. El valor de prestigio lo dan las editoriales, que están en manos de las multinacionales. La crítica literaria masiva ha desaparecido. Podes encontrar trabajos académicos buenos, pero dentro del marco de la academia. Lo que hay en los suplementos literarios de los diarios ya no es crítica, es propaganda, con un lenguaje muy gracioso, que algún día voy a parodiar. Yo me he clavado como todos pagando trescientos mangos por libros que son una cagada pero que están promocionados como escritores de culto. Eso domina el mercado de narrativa y ensayo. La poesía, por más que cinchen y cinchen, no la pueden vender, porque el lector de poesía es muy especial. Nadie sabe lo que es un buen poema, pero tampoco acepta que se lo diga otro.
Dónde está el lector
La pregunta por la lectura es una clave para entender los momentos de la realidad cultural de un lugar. Quiénes son los que leen y qué tipo de lectura se despliega es, además, indagar en las condiciones de producción y recepción de los libros, las superficies por las que circulan, el modo en que intervienen en las experiencias de los que leen. En definitiva, pensar el reverso de lo escriturario, desmontar las idealizaciones que fraguan un medio de escritores que crean sin más, sin culpas ni responsabilidades.
– ¿Quién lee en Rosario y de qué manera se da esa subordinación que sucede a grandes rasgos en la cultura nacional?
– Acá hay un sector consumidor de clase media alta, porque los libros son caros. Si se dejan llevar por los suplementos, van y generalmente se clavan. Hay un montón de autores que están promocionando ahora que escriben pelotudeces. Brecht lo llamaba literatura culinaria, porque tienen un poquito de violencia, un poquito de sexo, un poquito de cada cosa. Pero como condimento, no pasa nada. Esas son las ventas en general. Después hay un sector intelectual, que tiene más criterio, pero que no recibe mucha orientación, porque no hay una crítica literaria. Además en la Facultad hay modas, que tampoco llevan a una lectura buena. Son muy pocos los que buscan, evalúan y crean una cierta estética. Se han hecho algunos intentos, pero se editaron libros lujosos, caros, como los de la Editorial Municipal, en vez de hacer ediciones populares. No los compra nadie.
– Por momentos, parecería que los libros son arrojados a la nada y ahí quedan flotando.
– Para que la literatura rosarina y santafecina fuera conocida, tendría que haber una distribuidora que pueda bancar y repartir los libros. La distribución es el gran problema. Te ofrecen pagarlo, pero lo que se necesita es armar equipos, tener logística, conformar catálogos, servicios de novedades, llevar los libros a los pueblos. Entregar subsidios para imprimir no sirve para nada.
– Pero no suele haber demasiadas repercusiones, incluso en quienes uno podría esperar que lo recibirían. Por ejemplo, con Tetris, la última novela de Federico Ferroggiaro, que problematiza en clave sarcástica algunas de estas cosas, no se recogen esas propuestas para ponerlas a conversar.
– Esa novela afortunadamente se está comentando bastante. Pero no hay demasiado que tomen eso y hagan críticas y lecturas. Son comentarios de un día, nada más. Eso sirve para el círculo que está en el asunto. No estamos en cero absoluto, pero es muy difícil que un lector común llegue. Si vos no estudias la obra, no sabes qué escritor es importante para trabajar. No se trata solamente de conseguir material. La verdadera solución es una cuestión política, crear una distribuidora que no se guíe por la ganancia, que asuma ciertas pérdidas hasta que la cosa marche.
Los saltos generacionales
La cuestión generacional es una directriz posible para comprender el mapa cultural de la ciudad. D’anna pertenece a la generación de los ’70, el grupo de El lagrimal trifulca, escritores activos, operativos, con decisión política. La marca terrorífica de la dictadura castró las imaginaciones y los deseos, implantó un miedo a lo rector que durante la democracia se configuró como la consolidación de pequeños círculos de amistades, timidez ante lo consagrado y un respeto un poco absurdo frente a las posibilidades del hacer. El descreimiento alcanzó a lo literario, como si ya no fuera necesario, como si la desconfianza hubiera impedido y condenado cualquier exceso y exageración.
– Ese temor de la postdictadura que mencionas también se ve en la intención de no romper los círculos de amistades ni generar teoría que pueda ser polémica.
– Tienen miedo de poner el dedo en cualquier lado para que no se desplome lo demás. A nosotros la dictadura no nos pudo amordazar porque estábamos acostumbrados a otro tipo de laburo. Seguimos trabajando y sobre todo escribiendo. Yo publiqué dos libros durante la dictadura. Inclusive salieron reseñas en La Nación, que estaba Villordo, que le gustaba lo que escribía. Era una escritura política, no descarada, pero el tipo con mucha astucia lo comentaba sin hacer olas. Nunca pasó nada porque los milicos no percibían esas sutilezas. Si vos no decías ‘viva Fidel’ no había muchos problemas.
– ¿Cómo se dio la convivencia con esa otra mirada más lúdica, individualista y despojada de la literatura?
– No es tan diferente. La diferencia con esa generación es que no quieren laburar. Para la revista Facundo yo junté algunos tipos talentosos, pero me costaba muchísimo, siempre tenían algo que hacer. Sacamos dos números, después hubo un problema con el que ponía la plata. Si a esa edad me ofrecían un sponsor que pagara todo, me hubiera puesto a laburar 25 horas en la revista. Siempre el problema era la guita, pero acá no querían laburar. Uno se termina sintiendo un pelotudo.
– ¿Y cómo percibís que variaron tus inquietudes e intenciones en tu laburo literario?
– Uno empieza como todos, escribiendo poemas a las minas. Después me di cuenta que eso no era un juego. Ese es un momento muy terrible. Te das cuenta que has elegido algo que te va a dar problemas. Es una profesión sin riesgo físico, pero es jodida. Nunca vas a hacer guita, nunca vas a ser un tipo capaz de hacer guita en gran cantidad. Te das cuenta que no te importa, pero que también puede ser peligroso. En fin, te das cuenta que siempre vas a ser sospechoso. Alguien que hace cosas que los otros preguntan ‘para qué las hace’. Después, cuando tenés cierta edad, te encontrás con que la gente termina respetándote. Parece que respetaran la constancia, no sé. Es un laburo y que tenés que escribir lo que tenés que escribir, no es un juego, aunque tiene mucho de juego, pero sos un adulto.
Capital de nada, ciudad de todo
El manto gris que avanzaba en el cielo cuando comenzó la entrevista, ahora se vuelve lluvia. Primero garúa. Estamos en una mesa en la vereda. D’anna sugiere ir adentro, para que no se mojen los libros. Pero continúa la charla. A los pocos minutos, cuando las gotitas de agua se enfurecen y la llovizna se hace lluvia torrencial, dice “ahora sí” y nos metemos al bar.
– Yo no era fanático de la literatura rosarina. Como todos, estaba en la tradición occidental, había leído los libros que hay que leer, pero de Rosario no sabía nada. Pero una vez nos cruzamos con los poemas de Felipe Aldana y nos impresionó mucho por su contemporaneidad. Eso fue despertando un cierto interés. Además mi mamá había frecuentado esos círculos y había algunos libros en casa. Me pregunté por el siglo XIX y descubrí ciertos autores. No había mucho, pero había. Al final, terminé explorando todo. Quería saber en qué tradición estaba. Eso ayuda mucho. Hay gente que se burla de la literatura localizada. Pero conocer cómo escribió la gente de la misma realidad donde estas, ayuda. Balzac se basó en Lamartine y en Chateaubriand. Leyendo novelas sobre la campiña inglesa, podes hacer una buena novelística acá; pero leyendo novelas de acá, va a ser mejor. No hay recetas, pero ayuda estudiar lo que hicieron los otros, los triunfos y fracasos en la representación de la ciudad.
El trabajo de investigación que D’anna realizó sobre la historia de la literatura rosarina, relevando autores, recuperando obras y arriesgando variables de interpretación, es una tarea titánica que ocupó un hueco llamativamente ignorado por la crítica especializada y académica. Ni cerca ni lejos, Rosario fue un vacío hasta para los propios escritores y lectores rosarinos. Un lugar para irse, una preocupación que evitar. Releer la literatura rosarina es una forma de inventar nuevos interrogantes sobre la escritura del presente.
– Hay una suerte de tradición de los que se fueron, incluso en tu generación.
– Estuvo esa mitología del escritor ausente y hay que volver a crearla, como fue con Marull, de algún modo. En los ’40 tenías que tener mucha paciencia para quedarte acá, o volverte loco como Aldana. En Santa Fe se fue Birri, Saer, Urondo, Catania. Era una ciudad que te daba poco espacio. Acá nadie te va a decir nada, tampoco te van a dar bola, pero no te van a censurar. Yo diría que hay dos clases de escritores que se van: están los que se olvidan y se metamorfosean en porteños, como Beatriz Guido. Hay varios: Patricia Suárez o Patricio Pron. En cambio, Osvaldo Aguirre o el propio Elvio Gandolfo, que siguieron conectados de alguna manera con la hipótesis de Rosario. Osvaldo está trabajando sobre las revistas literarias rosarinas, siempre está investigando y en relación. Hasta el ’50 se iban y no volvían a aparecer más. Mi generación empezó a poder acordarse de Rosario aunque vos te fueras.
– ¿Qué distancias detectás respecto a las otras corrientes que surgieron después?
– Suelen hacer desaparecer la figura del poeta. El texto trata de parecer como un texto prosaico. En los peores, tenés algunos que cuentan cosas, como que estaban en la casa de la novia y fueron a tal lado, todo con un título gancho como ‘el almirante Rojas se masturba’ y después Rojas no aparece en ninguna parte del poema. Eso es porque intentan hacer una poesía que no parezca poesía. En cambio, nuestra intención era hacer una poesía que pareciera hecha por todos. Que sea común a todos, que no convirtiera al poeta en un especialista ni dotado de poderes mágicos. Buscábamos una lengua, que no evitara lo poético, pero que pareciera una lengua en la que cualquiera pudiera escribir. Que es mentira, pero todo el arte es mentira.
– Esa es la diferencia entre lo anecdótico y lo cotidiano, de alguna manera. El minimalismo, lo asociado a lo anecdótico, en cierto sentido, por momentos parece ser un cotidianismo sin sustancia, volátil.
– Si vos podés decir algo en prosa, es mejor no escribir un poema. No significa usar palabras como Oliva. Pero hay un ritmo, una música, una prosodia, que vos podés decir eso en poesía y, en cambio, en prosa no podés. En cambio, lo que escriben estos tipos, muchas veces, sí se puede decir en prosa.
– ¿Por qué aparecen estas expresiones en este contexto y con tanta relevancia?
– No creen en los poetas porque no creen en los políticos, en los científicos y no creen en nada. El poeta romántico podía escribirle a una mina diciéndole que se va a cortar las venas por ella. Ahora, la mina lo manda al psicólogo. La gente ya no tiene tanta fe en la expresión de sentimientos, no te cree. Indudablemente, todavía en la época de Gelman, cuando el poeta era concebido como un artesano, un creador de realidad, cosa que yo no creo que sea, los mensajes de la poesía erótica eran ‘querida, qué suerte que tenés que estás con un tipo como yo’. Hoy ya no te dan bola, con toda razón. En el objetivismo el poeta no tiene que aparecer, yo creo que eso no es un camino adecuado. Y el minimalismo, no hace desaparecer la figura del poeta, pero baja completamente los cambios de cualquier cosa, y lo más terrible se tira como una banalidad. Aunque hay algunos que están pasando ya, hay otra cosa surgiendo.
D’anna respira. Pide la cuenta. Afuera llueve. Adentro, D’anna termina su cuarto café. Ya no puede fumar como cuando estábamos en la vereda. “Ahora estoy colgado de una palmera –dice- estoy esperando la jubilación de la docencia”. Uno de los objetivos es tener más tiempo para escribir. Terminó una obra de teatro, avanza en el ensayo sobre la literatura santafecina, prepara un libro de cuentos infantiles, piensa una nueva novela.
-No se llega nunca a decir lo que uno quiere, pero es apasionante. Yo traté de ir variando y no quedándome detenido en el tiempo. No sería quien soy si no lo hiciera, amo hacerlo. Esto es mi vida.
Después, vuelve a traer una anécdota. “Hokusai, el dibujante japonés, dijo que si viviera diez años más podría darle vida con un punto a cualquier cosa. Se murió nueve años después”, cuenta y se echa a reír.