Juan Ponce tuvo un antes y un después en su vida: fue el día en que su madre, la militante social Mercedes Delgado, fue asesinada tras quedar en el medio de una balacera en enero de 2013. Su militancia de lucha, la búsqueda de justicia, aprender para seguir andando. El corazón inmenso de Mecha Delgado: su faro.
Por Laura Hintze
Foto: Coop. de Comunicación La Brújula
“Ahí fue cuando arranqué”. Juan Ponce marca un antes y después en su vida. El día que tomó una decisión, el que empezó a ser el Juan Ponce, de 34 años, que está tomando mate frente al grabador, fue el 8 de enero de 2013. Mercedes Delgado, su madre, recibió esa tarde un tiro mortal en la espalda y murió horas después. Juan eligió: sabía que podía llamar a uno, dos, varios pibes que querían a la Mecha y estaban ahí en el hospital, que podían salir a buscar y matar al asesino de su madre. Sabía que también podía no hacerlo. “Les dije que no podía dejar a mi vieja muriéndose”, dice Juan, tres años y medio después. Ese es el momento bisagra de su vida. “Y ahí arranque”.
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Mercedes Delgado quedó en el medio de un enfrentamiento entre bandas en enero de 2013. Recién habían pasado las seis de la tarde y la mujer – catequista y con un amplio laburo solidario en el barrio Ludueña – estaba buscando a su hijo más chico para resguardarlo del tiroteo que estaba sucediendo frente a su casa. Una bala le atravesó el abdomen y le causó un shock letal. La investigación judicial determinó que el que disparó fue Héctor Riquelme y la condenale adjudicó el crimen a título de dolo eventual por 16 años.
El abogado de Riquelme planteó en junio de este año rever la sentencia: pidió la absolución por legítima defensa o la pena mínima de un homicidio culposo (seis meses). Este miércoles diez de abril se leerá la parte resolutiva del fallo de segunda instancia.
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La casa de Juan Ponce se distingue fácilmente. La fachada tiene un mural pintado que remite directamente a la Mecha, su mamá asesinada, y a la lucha por justicia. La referencia le da un plus al lugar. Una forma de señalizar que ahí pasan cosas. No sólo vive una familia, sino también se respira vida.
Juan vive con su pareja, Gisella. “Mi compañera en todo este tiempo”, la presenta. Gisella tiene 28 años y acaba de recibirse de asistente jurídica. Durante casi dos horas cebará mate, acompañado por una torta de coco y dulce de leche de ensueños y preparada por ella misma. Desde el momento que abren la puerta de su casa, Juan y Gisella no dejarán de ser uno. Ponce es la cara visible de una lucha por justicia, pero al lado de él está ella. Y en este caso, estará corroborando datos, aportando nombres y anécdotas y reflexionando sobre los tres años y medio que llevan peleándola.
Juan y Gisella tienen dos hijos: Lucía, de trece, y Benjamín, que está por cumplir siete y toca en la banda de cumbia Rancho Aparte. La pareja se conoció hace nueve años. Trabajaban en un salón de fiestas: Juan era bachero, Gisella moza, y la Mecha limpiaba el salón. Lucía, la hija biológica de Gisella (y por adopción y amor de Juan), tenía cuatro años en ese momento. Juan recuerda los inicios de la relación a través de la nena. “Mi familia conoció primero a Lucía y al tiempo recién les presenté a Gisella”, recuerda, entre risas. Su novia destaca esa actitud. “Fue muy lindo. Yo venía de tener una hija siendo soltera y tenía que afrontar un montón de prejuicios. Te dicen que la suegra nunca quiere a la criatura y esas cosas, pero acá fue totalmente distinto. Lucía es de la familia desde el principio. Y la Mecha fue eso: querer a Lucía como su propia nieta. No es que Lucía es la hija de la mujer de, sino que Lucía era su nieta grande”.
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Mercedes Delgado llegó a Rosario en el año 1991. Tenía tres hijos: Juan, Paola y Ernesto. El papá de los pibes quedó allá, en el norte de Santa Fe. Juan dice que nunca supo de la separación aunque supone desde lo que recuerda: alcoholismo, situaciones violentas y necesidades. Juan lo dirá varias veces: “nos hizo pasar necesidades”. Mercedes Delgado llegó a Rosario con un bagaje de trabajo solidario. Era catequista y ayudaba en la Iglesia, cocinaba en distintos comedores, fue enfermera.
El primer domicilio de Mercedes en Rosario estuvo en el barrio Casiano Casas. Sus primeros trabajos solidarios fueron en la iglesia Santa Agripina, con el padre Daniel Siñeriz, y en el Sagrado Corazón en la zona de La Florida. La familia de Mercedes se mudó, unos años después, a Ludueña, cuando el barrio todavía era, según el recuerdo de Juan, toda villa. Mercedes estaba pareja y allí crecieron sus otros tres hijos: Jessica, Tiago y Nicolás. “Lo primero que hizo mi mamá en este barrio fue dar la merienda en el comedor. Fue conociendo a algunas señoras y mi madre ofreció la casa para hacer actividades. Todavía vivíamos en un rancho de chapa: de piso de tierra, dos piezas y una cocinita”. Juan recuerda a su madre organizándose con “las doñas” y armando ferias: vendían ropa a muy bajo costo para que la gente del barrio pueda vestirse. Con esa plata, armaban actividades en la casa de Mecha. “Se nos hizo tan natural eso que, imagínate, se abrían las ventanas de la casa y la ropa para vender quedaba arriba de la cama. Mis hermanos dormían entre las prendas y la gente que se asomaba a ver qué compraba”.
La plata de la ropa sirvió para armar un taller de cocina. Después, se siguió con uno de costura. Después, lo infinito. Juan recuerda un taller “para que las mujeres se pinten las uñas y esas cosas”, por ejemplo. Todo sirvió para que los vecinos tengan confianza y manden a sus hijos. “El proyecto de ella fue siempre el mismo: que en su casa se trabaje para la gente”. Juan cuenta que su mamá terminó convirtiéndose en una referente; que los sábados no se podía entrar a su casa porque los chicos tiraban colchones en el piso y se quedaban durmiendo ahí; que ella salía de la casa y tenía un montón de pibes atrás. “Lo loco de esto es que nos dimos cuenta después de la muerte, mejor dicho, del asesinato de mi vieja, de todas las cosas que hizo y lo que significaba para muchas personas”.
Juan sostiene: no lo sabía, pero su vieja le dejó un camino trazado. “Me encausó y me cambió”, dice y vuelve a esa noche de enero, de hace tres años. “En ese hospital me cambió la vida. Yo hubiese hecho cualquier cosa. Muchos me reclamaron, que por qué no fuimos a buscar venganza. Pienso ahora en el camino que nos armó mi vieja: por qué íbamos a convertirnos en algo así, si ya nos habían arruinado la vida y podíamos seguir construyendo, ayudando”. Y vuelve a decir eso: que decidió quedarse en el hospital. Y que ahí arrancó.
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El día que “arrancó” fue el día que Juan Ponce empezó a transformarse en un referente social. Ni él ni nadie quiere pasar por eso: el asesinato de un familiar o ser querido y la lucha por el pedido de Justicia. No se trata de querer. Y no se trata sólo de querer. También de aprender. Los casos se repiten en las historias que deja la inseguridad en Rosario: desde los familiares de las víctimas de gatillo fácil hasta los de las víctimas de la explosión de calle Salta. Todos y todas aprenden: a lidiar con la Justicia, a entender al Estado y sus poderes y su burocracia, a transformar el dolor en fuerza. Juan Ponce lo explica, con confianza: fue re-loco. Lo explica, tres años después, con cosas que para él ahora son obviedades y sobre las que la cronista tendrá que leer y re-preguntar. Porque nadie sabe. “Yo no diferenciaba lo que era la policía del poder judicial”, dice Ponce casi riéndose. “Para mí era todo igual. Vivía mandando mensajes a mi abogado y él me decía que sí, para conformarme, pero el boludo nunca me explicaba. Me llevó un tiempo entender y diferenciar las cosas”.
Los primeros que arrancaron a marchar por Justicia fueron los militantes del barrio que laburaban con Mecha. Juan dice que a él le costó y habla del dolor. Es simple y claro: estaba destrozado. También da ejemplos. Juan se acuerda de un día que estaba trabajando de remisero, dos meses después de la muerte de su madre. Una pasajera que estaba con un bebe lo miraba fijamente. Juan la increpó y la mujer le dijo que había conocido a Mecha. Que el día que nació su hijo no tenía ropa y su mamá le llevó la ropa que tenía el bebe. “Esas cosas me hacían re-pelota. Era muy pronto y quedaba destrozado. Pero ahora lo veo positivo. Se aparecen los pibes a hablarme de Mecha, de lo bien que cocinaba, cosas que aprendí a que me den fuerzas, pero la verdad, me costó un montón llevar adelante la lucha por Mercedes Delgado”.
Juan aprendió a relacionarse con los políticos y la infinidad de agrupaciones que se le acercaron. También aprendió a dar una entrevista; a decir que su mamá no murió, sino que la asesinaron; y que la pelea por Mercedes Delgado la da una Comisión de Lucha y no una Multisectorial. “Por ahí, todo esto es medio choto porque no podes putear a nadie”, explica, ya en confianza. Y narra que se dio cuenta que empezaba a ser referencia cuando el vendedor de chipá que está en la puerta de Tribunales lo llamó por su nombre. También que sus compañeros de trabajo lo vieron por la televisión. Juan es ahora delegado gremial en la fábrica donde trabaja.
El relato sobre el proceso de lucha y organización lo remiten otra vez a la noche en el hospital. “No fue en vano la decisión que tomé, porque otras personas empezaron a organizarse conmigo. Todos mis compañeros están empapados de la causa”. Juan dice que estaba nulo pero ese día fue el inicio de todo y no se arrepiente de su decisión. “Está mi familia, mis hijos, Gisella, mis compañeros. Asumí responsabilidades. Tenía 30 años y aprendí un montón de cosas que ya sabía”.
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Juan Ponce nunca se imaginó estar donde está. Es una obviedad: nadie lo imagina. Él explica que incluso había llegado a alejarse del laburo social que hacía su mamá. “Cuando matan a Pocho Lepratti nosotros estábamos fuertes en el barrio, había muchas organizaciones, pibes comprometidos. Pudimos organizarnos e hicimos un acampe en la plaza que ahora es la plaza de Pocho. Uno de esos días marchamos y la policía me cagó a palos. Ese día estaba muy enojado y le dije a mi vieja que las cosas no iban a cambiar más, que no quería seguir con esto. Mi vieja siguió su camino y yo no, yo dejé y me puse a hacer otras cosas”. Juan tenía unos 16, 17 años cuando tomó esa decisión. Su referente en ese momento era Darío Santillán. “Tenía una idea medio boluda de ser revolucionario”, recuerda. También se acuerda que una vez su mamá le compró una bufanda como la de Darío. Mecha iba siempre a cocinar en los piquetes porteños. Juan la llamaba todos los días porque tenía miedo que la maten. Que la maten allá, nunca en su casa. La muerte de Mecha y el proceso de lucha puso a Juan en escena otra vez. Él se acuerda que nadie lo conocía: es el hijo más grande de seis, el primero que se fue de la casa y el que no era parte de esa vida. Juan tiene cinco hermanos: Paola, Ernesto, Tiago, Jessica y Nicolás. Él los define: “unos militantes de la puta madre”. Como Gisella, son los que lo acompañan. “No participarán directamente pero la tienen re-clara”.
Gisella dice que su novio era re-cargoso y mezquino y celoso de su mamá, y se sonríe. Juan la llamaba seis o siete veces por día. Tomaban mate y charlaban. Cada uno en la suya, pero nunca solos. “Me pongo a retroceder en el tiempo y pienso que la dejé sola a mi vieja. Siento un poco de culpa. Si bien yo no tenía cómo saber que iba a pasar eso, pero queda”. La noche que le cambió la vida, Juan ya estaba encausado. Nunca había pensado en ser referente pero sólo tuvo que aprender cosas que ya sabía.
Gisella tampoco se había pensado levantando banderas de lucha. Ella, como Juan, también decidió. No sólo por él, sino también por Mecha. “Era mi suegra, como una madre. Contaba con ella. La Mecha era algo especial”. Gisella cuenta que con Mecha aprendió a coser y cocinar (y muy bien, según pudo constatarse con la torta ya mencionada); que un año le donaron al comedor una camionada de pollos y había que pelarlos, y ella fue a ayudar y salió experta en desplumar y destripar. «Eso”, dice Gisella. “Ayudar”.
Juan Ponce trabaja en una fábrica de comida congelada. Entra a la medianoche y sale a las ocho. Llega, toma unos mates con Gisella y se pone con la causa de Mecha. A veces surge otro laburo, porque también es albañil, y él lo agarra y lo comparte con otros compañeros: es menos guita pero se ayudan entre todos, explica. “Es lo que hago. Lo que hacemos acá, nosotros. Nos ayudamos, ayudamos. Es lo que se construyó en estos tres años y medio que estamos en la pelea”.