La legalización y la regulación de las drogas forman parte de un debate que nunca se profundiza. El discurso oficial mantiene la postura de “la guerra contra las drogas” mientras que distintos sectores de la sociedad hablan de un necesario cambio de paradigma.
Por Martín Stoianovich
El pasado 7 de mayo se realizó en distintas regiones del mundo la marcha mundial por la legalización de la marihuana. En Rosario, como en el resto del país, asociaciones civiles, funcionarios políticos y referentes jurídicos hablan de la regulación estatal de las drogas como único camino para derrotar al narcotráfico. Por su parte, la “guerra contra las drogas”, que baja desde Estados Unidos como una enciclopedia infalible, sigue dando escuela de cómo, silenciosa y legítimamente, se pueden violar los derechos de la sociedad. La marihuana prensada que maneja el narcotráfico nunca deja de circular. Mientras tanto, en varios rincones del país una semilla germina, crece una planta y nace una flor. La actualidad argentina exige un pronto y profundo debate sobre las políticas de drogas.
El debate sobre la regulación de las drogas hace foco en la marihuana, por ser considerada una droga blanda, accesible y que alcanza a todos los sectores de la sociedad. También porque el autocultivo se hizo lugar y la cultura cannabica se hace oír a través de asociaciones civiles que buscan cambiar el desalentador panorama actual. La Ley de Drogas de Argentina impacta contra la realidad: se pena al usuario personal y mientras tanto el narcotráfico crece exponencialmente como el principal negocio clandestino del mundo, dejando números altos tanto en recaudación como en muertes como consecuencia de la violencia desplegada a fin de mantener su vigencia.
En el mes de marzo en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario se realizó un panel de debate sobre la necesidad de lograr la regulación estatal como principal forma de frenar el narcotráfico. Fue organizada por la Asociación Rosarina de Estudios Culturales (Arec) y el Grupo de Estudio Penales y Criminológicos. Participaron Pablo Ascolani, presidente de Arec; Matilde Bruera, defensora de la Cámara Federal de Casación Penal y docente de la carrera; Alberto Calabrese, sociólogo y ex director de Adicciones de la Dirección Nacional de Salud Mental y Relaciones Sanitarias; y Augusto Vitale, psicólogo e integrante del Instituto de Regulación y Control del Cannabis de la presidencia de Uruguay. Este último invitado brindó un panorama sobre la situación del país vecino, pionero de la regulación estatal en el continente. En comparación con Argentina, lo que queda es un horizonte desalentador: Vitale menciona al fin de la criminalización de la pobreza y la corrupción policial como pilares de un necesario cambio de paradigma. En Argentina, son problemáticas instaladas tan firmemente como el discurso conservador – político, jurídico, mediático y social – que continúa retrasando el debate.
La prohibición de la marihuana está arraigada a la astucia capitalista. Cuenta la historia que a fines de la década del 30, Henry Ford, buscando independizarse de la industria petrolera, impulsó el automóvil hecho con fibra de cannabis y el mecanismo para quemar aceite de cáñamo como combustible. Cuando las empresas petroleras y las acerías dieron con esta novedad presionaron políticamente para que el gobierno endureciera su postura respecto de la marihuana. Pero la prohibición también está arraigada al control social como herramienta de dominación ideológica y política que el mismo sistema capitalista promueve para su desarrollo y permanencia. De ahí la larga y contradictoria “guerra contra las drogas” que los Estados Unidos declararon, con Richard Nixon en la presidencia, a principios de la década del setenta. En 1972 la estadounidense Comisión Nacional sobre Marihuana y Abuso de Drogas (conocida como Comisión Shafer por el apellido de su entonces presidente), concluyó que el alcohol es más nocivo que la marihuana y que se debía descriminalizar su uso. Pero Nixon no hizo caso y sentenció así el inicio de lo que llamó una guerra, que terminó superando las fronteras de Estados Unidos y alcanzó a distintos países del mundo.
– Ni siquiera debes plantearte esto como una guerra.
– ¿Por qué no?
– Las guerras terminan.
Este diálogo pertenece a la serie televisiva estadounidense “The Wire”, del periodista y director David Simon. La serie trata los conflictos judiciales, la corrupción policial y el racismo desatado en la localidad de Baltimore alrededor del tráfico de drogas. El diálogo, que hace referencia a la guerra contra las drogas, describe de manera sencilla lo que se esconde detrás del grandilocuente discurso político contra el narcotráfico: leyes que permiten la permanencia y crecimiento del negocio, paradójicamente desde su ilegalidad.
La guerra contra las drogas bajó a Latinoamérica como el Plan Cóndor en los setenta, fundamentalmente a partir de la década de los ochenta. Se destinaron presupuestos multimillonarios para comprar armamentos, capacitar especialistas, crear ejércitos y oficinas específicamente ocupadas en dar pelea a la producción, comercio y consumo de sustancias ilegales. Mientras tanto, Estados Unidos fue posicionándose como líder en la tabla de países consumidores. Semejantes despliegues nunca pudieron frenar lo que decían combatir. El consumo no sólo continuó, sino que creció pero mediante las vías ilegales que ofrece el narcotráfico.
En Argentina las políticas relacionadas a la droga fueron siempre inestables y contradictorias. El paso de los distintos gobiernos fue configurando maneras diferentes de abordar la problemática del consumo y del comercio, pero siempre apuntando con una mira prohibicionista y punitiva. Una -no tan- nueva etapa se dio con el gobierno de Carlos Menem que, en una de sus tantas relaciones carnales con Estados Unidos, engendró la actual Ley de Drogas 23.737. Y fue durante los noventa, años fértiles del neoliberalismo, la etapa en que el narcotráfico creció y se fortaleció en el continente latinoamericano.
La ley actual es blanco de reproches por su dureza contra el consumidor y su pasividad en la pelea al narcotráfico. En su artículo 14 señala que por tenencia de escasa cantidad para consumo personal pueden darse penas de un mes a dos años de prisión. Ante esta ley, los debates se sostienen en torno a distintos fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Por un lado el caso “Montalbo”, que sostiene la constitucionalidad de la ley argumentando que no existe intimidad o privacidad cuando se consume en el exterior, práctica que puede afectar la moral pública y el derecho de terceros, por lo cual se considera punible la tenencia en cualquier cantidad. Por otro lado el conocido “fallo Arriola” del año 2009, en el que la Corte Suprema declara inconstitucional a la ley 23.737 por violar el artículo 19 de la Constitución Nacional que establece: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.
En este fallo, la Corte destaca una serie de puntos que remarcan las falencias de la actual ley:
– “El procesamiento de usuarios obstaculiza la persecución del tráfico, o al menos, del expendio minorista, pues el usuario imputado goza de los beneficios que la naturaleza del acto de defensa otorga a la declaración indagatoria y, en consecuencia, puede legalmente negarse a declarar revelando la fuente de provisión del tóxico, cosa que no podría hacer en el supuesto en el que se le interrogara en condición de testigo, so pena de incurrir en la sanción del testigo remiso o falso”.
– “Tanto la actividad policial como la judicial distraen esfuerzos que, con san criterio político criminal, deberían dedicarse a combatir el tráfico de tóxicos, en especial el de aquellos que resultan más lesivos para la salud, como los que hoy circulan entre los sectores más pobres y jóvenes de nuestra sociedad, con resultados letales de muy corto plazo y con alta probabilidad de secuelas neurológicas en los niños y adolescentes que logran recuperarse” (Eugenio Zaffaroni).
Lo que queda a la vista de la ley 23.737 son las contradicciones sin resolver y que conducen a un solo camino, que es el crecimiento de las vías ilegales para sostener el consumo en la sociedad. La lógica prohibicionista no genera beneficios en una sociedad ampliamente ligada al consumo y que más allá de las leyes con el paso del tiempo demostró que es una práctica permanente. Con las políticas de drogas que Argentina adoptó de Estados Unidos el consumo no frenó, sino que creció. Incluso favorecieron la ampliación de un menú de drogas que comprende a sustancias derivadas, con químicos y tóxicos que impactan de lleno en la salud del consumidor, a corto, mediano y largo plazo.
En relación a lo que deja la actual ley en materia de salud también hay duras críticas. Cuando se sancionó la ley se creó la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), una institución también creada siguiendo los pasos de los Estados Unidos. “El paradigma de atención socio-sanitario en prevención y atención de adicción a nivel nacional se basó en un modelo de salud de fundamentos neoliberales. Las políticas públicas sufrieron un fuerte ajuste y los espacios de atención fueron tercerizados o privatizados”, sostiene Arec en su libro “Marihuana en Argentina”, publicado en 2014. Allí también se destaca una reflexión sobre la figura del consumidor: “Existió una organizada retirada del Estado en la atención pública de adicciones y se instaló una nueva figura de enfermo/criminal, donde la persona era considerada desde el campo de la salud un enfermo, pero desde el ámbito jurídico, un criminal”. Fue el principio de lo que hoy se paga con la desinformación a nivel sociedad y la criminalización del consumidor.
Un presente que exige debatir
En la actualidad, en el escenario político donde deberían ponerse sobre la mesa estos debates, reina el silencio. En los últimos años se han presentado distintos proyectos que desataron intensas discusiones a nivel mediático pero no en el parlamento, donde al paso del poco tiempo quedan estancados. En los últimos días, en el marco de la marcha mundial por la legalización y regulación de la marihuana, los referentes del Frente de Izquierda, Nicolás del Caño y Myriam Bregman presentaron un proyecto que busca legalizar el cultivo, la comercialización y el consumo de marihuana. “La prohibición sólo beneficia a los narcotraficantes, que actúan en connivencia con distintos estamentos del Estado, como las fuerzas de seguridad, sectores del poder judicial y del poder político”, indicó la diputada Bregman a través de un comunicado. La presentación de un proyecto, luego la instalación del tema y la discusión mediática, y por último el estancamiento en Diputados o Senadores, en las experiencias anteriores, retrata una escena que tiende a repetirse.
Llama la atención cuando en las campañas electorales no se habla de drogas en términos de salud pública, pero sí se habla de narcotráfico en términos de seguridad. Así lo hizo por ejemplo el actual presidente Mauricio Macri en campaña, y luego en sus primeros meses de mandato desplegando un “plan de lucha contra el narcotráfico” que sólo viene a ser la repetición de un discurso y una práctica represiva. En aquel debate en marzo en la Facultad de Derecho de la UNR, Matilde Bruera especificó en este punto. Hoy se acentúa lo que Bruera llama “el paradigma de la persecución y la emergencia”.
Entonces se vuelve a hablar de derribo de aviones como la solución al problema. El desvío del discurso que supone la pelea contra el narcotráfico hace foco en los últimos eslabones del negocio, promoviendo así la militarización de las villas y los barrios periféricos. Haciendo noticias con operativos de saturación que decomisan en cientos de búnkers de drogas menos cantidad de lo que uno sólo vende en una jornada. Una excusa más para la persecución de la juventud de los barrios pobres. Un capítulo más para la guerra contra las drogas. Mientras tanto, con los pies en la tierra, los datos sobre narcotráfico que maneja el discurso oficial están basados en los porcentajes de secuestro de drogas que manejan las fuerzas de seguridad, conocidos cómplices del negocio.
Rosario, al paso de los años, se convirtió en un escenario que sirve de muestra. En 2015 tres disparos le quitaron la vida a Rolando Mansilla mientras custodiaba un búnker de drogas, desde el techo, en el barrio Ludueña. Tenía 12 años. Cientos de pibes, muchos menores de edad, murieron en los últimos años como consecuencia de la violencia en los sectores populares de la ciudad. La vinculación del narcotráfico con estas muertes es ineludible, como también lo es la vinculación con el negocio por parte de comisarios y jefes de la policía santafesina que son investigados y procesados.
Cuando Augusto Vitale trae a Rosario la experiencia de Uruguay, habla del fin de la criminalización de la pobreza y la corrupción policial como bases fundamentales para un necesario cambio de paradigma. La actualidad argentina, con pibes castigados por el consumo y abandonados por la no-política de salud pública, y con las fuerzas de seguridad persiguiéndolos y a la vez siendo parte del negocio, muestra un panorama sin esperanzas. Pero los distintos grupos de la sociedad que trabajan para generar otro discurso en torno a las drogas no bajan los brazos. Comienza a tomar fuerza la necesidad de debatir el uso terapéutico de la marihuana, abarcando distintos sectores de la sociedad que hacen uso de la planta para sobrellevar distintas enfermedades. Permanece también la urgencia de debatir un nuevo paradigma que necesariamente aborde la temática desde una óptica de salud pública. Que además no se reprima al consumidor y sí se persiga al crimen organizado. Y prevalece, sobre todo, la necesidad de desenmascarar a un sistema político y económico que se sostiene siendo parte de los negocios que dice combatir.
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