A 14 años de aquel diciembre de 2001, enREDando recuerda a algunas de las víctimas fatales de la represión policial en las calles rosarinas. Siete muertes en manos de las fuerzas de seguridad, y en la mayoría de los casos todavía esperan justicia.
Por Carina Toso
Claudio Pocho Lepratti
“Sabía que era solidario pero después de su muerte desgraciadamente me enteré de todo lo que hacía en realidad. No teníamos tanto contacto por la situación económica, estábamos lejos y él iba una o dos veces al año. No era de hablar mucho”, contó años atrás Orlando Lepralti, su papá, hoy fallecido. Vivía en Entre Ríos. Era un hombre humilde, con la piel curtida por el sol de las largas jornadas de trabajo en el campo.
Desde Concepción del Uruguay, Claudio Lepratti llegó a esta ciudad y tras estar un tiempo en el seminario se instaló en la villa para ofrecer su ayuda a todos aquellos que la necesitaran. Dedicó su tiempo a coordinar talleres para niños y adolescentes, a dar clases de filosofía y teología en la parroquia del padre Edgardo Montaldo y a colaborar en el comedor de la Escuela 756 “Mariano Serrano” de las Flores. Creó diferentes grupos como La Vagancia, Los Gatos, La Murga y Los Terribles, para contener a los pibes y que “no se metan en cosas raras”. El famoso “Ángel de Lata”, una publicación hecha por chicos de la calle, también fue su creación. Pocho Lepratti no estaba casado. “Es que si me caso no voy a tener tanto tiempo para estar con los chicos”, le había confesado a una compañera de trabajo.
“No tiren, hijos de puta, que hay chicos comiendo”, fueron las últimas palabras de Pocho. Cargadas de bronca, las soltó segundos antes de que la policía dispare su arma, una escopeta calibre 12.70, directo a su garganta. Tenía 38 años. Aquel 19 de diciembre el barrio presentaba un panorama inusual. “Ese día la gente se concentró acá a la vuelta de la escuela, sobre Circunvalación, muy lejos de los grandes supermercados. Esto se mantuvo toda la tarde, se sentían sirenas de autos, se veían patrulleros por todos lados. Como esto daba a la parte de atrás de la escuela y hay una escalera de madera que se apoya para ir arreglar los techos, muchos compañeros durante el día fuimos subiendo para ver qué pasaba”, dijo Carlos De la Torre en una entrevista realizada dos años después de la muerte de Pocho (Carlos de la Torre falleció en 2012). Era el Director de la Escuela N° 756 del barrio Las Flores y lo conocía a Lepratti desde la época de las protestas de la Cocina Centralizada.
El sol no había bajado todavía en el barrio. Eran las seis de la tarde y estaba muy caluroso. Las dos porteras, Graciela y Beatriz Capelano que trabajaban por la noche en el comedor con Lepratti y también el profesor de matemáticas, Diego Portesio, subieron al techo para ver el estado de las cosas. Pocho subió con ellos.
Uno de los móviles policiales se desprendió de la autopista, tomó una calle que está por debajo de Circunvalación, y a metros de Pocho se bajaron dos personas, una de ellas, con un arma similar a una Itaka, apuntó y tiró. Uno de los disparos le dio directamente en la tráquea. Los demás atinaron a tirarse a un techo más bajo pero reaccionaron enseguida porque faltaba Pocho. Comenzaron a gritarle a la policía por lo que había hecho, los miraron muy bien a la cara y eso sirvió para identificarlos más tarde.
A Lepratti lo bajaron por el costado del techo que es de cinc. Lo llevaron al Hospital Roque Sáenz Peña y de ahí al Hospital Víctor J. Vilela, pero ya no se podía hacer nada. Pocho había muerto.
Graciela Acosta
Graciela Acosta tenía 34 años. Era militante del Partido Comunista, de Derechos Humanos y del Movimiento de Desocupados de Guereño, de Villa Gobernador Gálvez. Por esto era conocida en el Fonavi donde vivía, porque “siempre defendía a la gente”. Era viuda y madre de siete chicos, algunos vivían con ella en un humilde departamento ubicado en el primer piso del Fonavi del camino Guereño en esa ciudad. Hacía cinco meses que había llegado desde Granadero Baigorria en busca de una mejor situación económica. Sus sustentos eran las changas como empleada doméstica, una pensión y la ayuda que le brindaba la Municipalidad. Siete bocas para alimentar exigen mucho más. Por eso Graciela se vio obligada a pedir ayuda a sus familiares a quienes les rogó que alberguen a alguno de sus hijos. “Como no los podía tener a todos se quedó con tres. El resto estaban con algunos parientes”, explicó Carmen Zeoli, su ex cuñada y la única persona que se encargó de todos las trámites en el Instituto Médico Legal, ya que el único familiar directo de Graciela era su hermano que vivía en las islas.
El 19 de diciembre por la tarde, Acosta, como muchos otros vecinos, estaba frente al supermercado La Gallega, sobre la Avenida San Martín de Villa Gobernador Gálvez. Junto con una amiga suya, Mónica Cabrera, buscaban a sus hijos entre la gente, preocupadas por lo que les podría pasar. “A unos 150 metros antes de llegar al supermercado nos para la policía”, recuerda Mónica, “Allí veo a mi hijo, lo llamé y le pregunté dónde estaba el hijo de Graciela, me indica que estaba cerca del supermercado. Así las cosas, Graciela se va a buscar a su hijo y yo me quedo”. Comienzan los disparos.
La policía comenzó a avanzar desde el supermercado hacia la gente rompiendo con el baristón los parabrisas de los autos. Tiraban con balas antitumulto pero también usaron de las otras, primero al piso, después al aire y por último hacia la gente. “Ahí escuché que decían que se había descompuesto una mujer y la vi a Graciela arrodillada en el piso. Cuando descubrí que tema un agujero en el pecho y mucha sangre empecé a los gritos pidiendo ayuda, entonces la llevamos a la rastra hasta un pasillo”, declaró Cabrera ante el juez Osvaldo Barbero, quien fue el encargado de investigar estas muertes.
“Sacame algo que me quema en la espalda”, le dijo Graciela a Mónica. Su amiga tenía una bala nueve milímetros y se la sacó. La muerte llegó de todas formas ya que el proyectil le había perforado dos arterias vitales. Murió a la madrugada, después de una intervención quirúrgica realizada en el Hospital de Emergencia Clemente Álvarez (Heca) con la esperanza de salvarle la vida. “Le saqué la bala y la tengo hasta hoy. Cuando me pedía que se la saque, la levanté y el proyectil estaba debajo de ella, cerca de la cintura”, decía Mónica mientras entregaba el proyectil a la Justicia. No lo había hecho antes por la gran cantidad de intimidaciones y amenazas que recibió. Pero la lealtad a su amiga con el tiempo venció el miedo que la obligaba a tener escondido en un tarrito de rollos de fotos ese pedazo de metal.
Yanina García
“El deceso se produjo por hemorragia masiva de tórax y abdomen por proyectil de arma de fuego que ingresó de adelante hacia atrás, de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha”. Esto es parte de la necropsia del Instituto Médico Legal realizada al cadáver de Liliana Yanina García el 20 de diciembre de 2001.
Tenía 18 años. No salía casi nunca, pasaba sus días en su casilla. Era ama de casa. Ramón, de 21, era su pareja. Vivían en Paseo al 4590, junto a Brenda, su hija que tenía en el momento de la tragedia sólo dos añitos. Ramón salía todos los días a changuear, para que a la nena nunca le faltara nada.
En los alrededores de Pasco y Gutemberg el clima ese 19 de diciembre era el siguiente: “Se oían disparos por todos lados. La policía tiraba a mansalva”, recordaron vecinos y familiares de Yanina. Los saqueos y enfrentamientos con los uniformados subían de tono. Brenda, que no alcanzaba a entender que era todo ese alboroto y quizás impulsada por esa curiosidad característica de todo chico, se escapó de los mayores y salió a la calle. Su mamá corrió a buscarla. No tuvo tiempo de volver a entrar. Ni siquiera de llegar al umbral de su casa. Justo después de bajar a la nena de sus brazos se inclinó de golpe, se tomó de la cintura y cayó al piso. “Me dieron y me duele” alcanzaron a escuchar sus suegros, Jesús Algañaráz y Silvia Flores, que estaban adentro.
No pudieron ver de dónde provino el disparo. Sólo observaron que “la policía intercambiaba tiros con un grupo de gente que tras empujar un acoplado intentaron ingresar al supermercado de Pasco y Gutemberg”. A Yanina primero la trasladaron al Hospital Carrasco y posteriormente al Hospital Centenario donde murió minutos antes de las 23 de ese día. La velaron en la villa de Felipe Moré al 1800, en la casa de sus padres.
Es probable que los dos años de Brenda en ese momento no le permitan recordar lo que vivió ese día.
Rubén Pereyra
Era la noche deI 19 de diciembre de 2001. Rubén Pereyra, que al momento de su muerte tenía 20 años, estaba con un grupo de personas en la autopista Rosario-Buenos Aires, a la altura del barrio Las Flores, cortando la ruta. Ese lugar ya había sido testigo en mayo de 1989 de una de las manifestaciones más calientes de Rosario. “Ese día estaban entregando cajas en el barrio. Un rato antes de la medianoche, unos amigos de Rubén le dijeron que se iban a parar un camión con mercadería en la ruta. La policía estaba dirigiendo el tránsito porque la ruta estaba cortada. La gente se abalanzó contra un colectivo a sacar bolsos. Él estaba ahí. Le dispararon. La bala le entró por el lado derecho, le tocó el corazón y le salió por el brazo izquierdo”, contó en una entrevista realizada en 2003 María Angélica, la pareja de Rubén. Hacía tres años que vivía con él y con la hija de ambos, Aldana de dos años.
Rubén era cartonero. Según sus vecinos, todas las mañanas se levantaba muy temprano para salir a ver que encontraba por las calles de la ciudad con su carro y su caballo. Cuando podía hacía changas. “De eso vivíamos”, dijo María Angélica mientras sacaba una naranja de la heladera para Aldana.
En Las Flores reinaba el caos. “Tiraban al aire, las balas de goma caían adentro de las casas, también gases lacrimógenos. No se podía ni respirar. Al otro día fue peor. No se podía salir a la vereda. En el barrio la gente empezó a cortar todas las esquinas, ponía troncos y carros cruzados para que no pasara la policía. Había autos de la policía identificados y otros no”, recordó Marcela, hermana de Rubén.
Según los testimonios, esa noche en la autopista detuvieron un ómnibus de larga distancia. Pereyra alcanzó a sacar un bolso. Junto a él había una pareja haciendo lo mismo. Un testigo aseguró que escuchó cinco o seis tiros seguidos, y cuando se dio vuelta vio que Rubén estaba caído en el piso y que dos personas lo socorría. Pereyra cayó arrodillado, se levantó y les dijo que estaba bien y que podía seguir. Pero metros más adelante volvió a caer sobre un puente que cruza el zanjón que está entre la autopista y el terraplén que la separa del barrio.
En ese lugar fue socorrido por Raúl Enrique Cardozo, un vecino del barrio que, desde el terraplén, observaba la represión policial y que prestó declaración testimonial en el Juzgado de Instrucción 13. Junto a otra persona trasladaron a Pereyra hasta la intersección de Flor de Nácar y Hortensia. Desde allí lo llevaron en un auto particular hasta el Hospital Roque Sáenz Peña. Cuando llegó, Rubén ya estaba muerto.
Cuando sus familiares regresaron del Hospital con el cuerpo para velarlo se encontraron con que en la entrada del barrio había gran cantidad de policías apostados en numerosos móviles que intentaron impedirles el acceso. Finalmente, lograron que les permitieran ingresar. No conformes con eso, el día del sepelio, en el trayecto al cementerio, la policía actuó nuevamente: “Cuando íbamos a sepultar el cuerpo, nos dispararon desde una chata de Infantería que pasó por Circunvalación y Oroño”, dijo María Angélica. No tiene dudas que los que disparaban sabían bien a donde dirigían las balas. Un año después de la muerte de Pereyra sus familiares y vecinos fueron a colocar una cruz donde cayó muerto. Se acercó un comisario con unos policías para sacarlos del lugar sin ninguna explicación. Otra vez, en medio del dolor, tuvieron que lidiar con los caprichos de los uniformados.
Ricardo Villalba
En Cabazza y Esquivel la situación fue también caótica. A sólo 25 cuadras del lugar en donde caería muerto Walter Campos, una bala alcanzó a Ricardo Villalba en la madrugada del 20 de diciembre. Esa sería la causa, tres días después en el Hospital de Emergencia Clemente Álvarez, del fin de sus 16 años de vida. La mayoría de los testimonios coinciden en que el chico no estaba participando de los saqueos, pero muchos callaron, por las amenazas de los miembros de la Comisaría 10°.
Según algunos relatos recolectados por la Comisión Investigadora (organismo no gubernamental conformado para echar luz sobre los hechos ocurridos el 19 y 20 de diciembre de 2001), a alrededor de las 18 de ese 19 de diciembre, policías de la Comisaría 10° llegaron abruptamente al barrio en varios móviles. Mientras recorrían las calles a toda velocidad, disparaban a la gente sin fijarse si las balas eran de plomo o de goma. “Pasaron tirando con lo que fiera y había chicos jugando, acá es una cuadra donde hay muchísimos chicos”, explicó uno de los testigos.
Esta odisea duró 20 minutos y se fueron para regresar a las tres horas: “A las 21 volvieron a pasar y empezaron otra vez a tirar por todos lados, a mi hermano le llenaron la espalda de balas de goma”. En esta segunda ronda fueron muchos los heridos. Los vecinos se defendieron prendiendo fuego cubiertas de goma y palos en las esquinas para impedir el paso de los vehículos. Esa noche no se durmió en el barrio.
Ricardo Villalba, según testigos, estaba parado en la entrada de uno de los pasillos en los que se refugió la gente al llegar la policía cuando recibió un disparo en la cara proveniente de un arma nueve milímetros.
Uno de los relatos del expediente es de un testigo ocular: “Veo que un policía agazapado detrás de un árbol, que está justo en la esquina de Cabazza y Esquivel, se pone en posición de disparo y tira, era de la 10°, gordo, de unos 35 o 40 años y disparaba con el arma reglamentaria”. Otros testigos afirman que en ese momento Villalba le arrojaba piedras a la policía, mientras otros aseguran que estaba asomado de la puerta de la casa de un amigo sólo como espectador de lo que pasaba. Ricardo cayó al piso boca arriba y un vecino, al ver que no se levantaba, se acercó y verificó que estaba herido. Entre varias personas lo arrastraron hasta el interior de uno de los pasillos para socorrerlo. Ya era la 1,40 de la madrugada del 20 de diciembre.
Ese es el momento en que les piden a los oficiales que llamen a una ambulancia, pero no lo hicieron. Tampoco dejaron de disparar. Un vecino relató: “Uno de los agentes que le solicitábamos la ambulancia no nos contestaba y cuando se dio vuelta dijo ‘que se joda’, entonces qué le podíamos pedir, ya no le podíamos pedir nada más, era claro que no lo querían llevar”.
Juan Delgado
“Un día que Juan me acompañó a tomar el colectivo en la esquina de Paseo y Necochea, pasó caminando un policía, entonces Juan me dijo: ‘Ese cana me tiene bronca y me juró que me va a matar’. No puedo creer que lo hayan matado justo en esa misma esquina”, dijo Mayra Hernández, el 20 de diciembre de 2001 al diario La Capital, un día después de la muerte de Juan Delgado, su pareja. Tenía 28 años. Era alto, con pelo castaño, largo y con rulos, de piel trigueña y ojos marrones. Cirujeaba y hacía changas, por esos días estaba trabajando como albañil. “Juan era un pibe tranquilo, era muy buen pibe. Tuvo problemas, tuvo antecedentes, eso todo el mundo lo sabe, pero hacia un tiempo que se había puesto las pilas”, contó en una entrevista Catalina Delgado, una de sus ocho hermanas.
El relevamiento de los antecedentes de Delgado fue lo primero que se hizo después de la denuncia y antes de cualquier paso para investigar su muerte.“Se estaba recuperando, saliendo de todos los problemas. Más que nada lo hizo por sus tres hijos (de 6, 4 y 3 años en el momento de su muerte)”, decía Catalina.
Ese miércoles 19 de diciembre, Juan se levantó a las 10. Después de almorzar le pidió prestada la bicicleta a un vecino para dar una vuelta. Al rato regresó con el comentario de que estaban saqueando en el barrio y decidió ir hasta el lugar donde se concentró la gente. Los hechos se debían a que el día anterior se corrió el rumor de que iban a repartir bolsones de comida. Todos salieron a esperarlos.
“Fuimos hasta el súper Meridian porque se corrió la voz de que entregaban bolsones. Llegué con mis dos hijos. La policía actuaba de intermediario con el dueño del súper”, declaró Elena Alegre, una vecina. La condición puesta para la entrega era que solamente las mujeres fueran a recibirla, por eso hubo una orden (de la que nunca se supo su origen) de que los hombres se retiraran del lugar. “Les dije a mis hijos que se fueran con el resto de los hombres y salieron por Necochea para Pasco… Llegó un camión que se metió de trompa al súper y veo que se baja un policía. Detrás del camión, a cien metros, venían cinco o seis móviles del Comando Radioeléctrico efectuando disparos”.
La idea de que los hombres se retiren no fue más que una emboscada, ya que éstos quedaron rodeados por los móviles policiales. El camión no traía comida, sino policías. La situación se descontroló. Los gases lacrimógenos y los disparos hicieron que la gente se desconcentre y se disperse por el barrio. Elena Alegre recibió un impacto de bala de goma en su brazo izquierdo. Herida y preocupada decidió regresar a su casa y comenzó a buscar a sus hijos temiendo lo peor.
Su declaración continúa: “Para el lado de Necochea veo a un muchacho tirado en el piso, cinco o seis policías lo estaban golpeando con palos o escopetas. Yo estaba a menos de media cuadra, pero veía que intentaba levantarse y la policía lo mataba a golpes, provocándole que cayera al suelo. Ahí le vi la cara y noté que no era uno de mis hijos, sino Juan Delgado”. Aterrada por el tono de la situación esta vecina salió corriendo. No pudo identificar quién era el agresor, sólo alcanzó a ver que se bajó de un móvil del Comando. “No dio voz de alto, solo bajó y le disparó”, afirmó. Según el juez Barbero este “fue el lugar más complicado y el hecho más relevante fue que los disparos fueron efectuados de muy cerca”.
El testimonio con más detalle y también el más desgarrador es el de María Marta Zapata, una vecina de Convención y Pasco, que no tenía lazos de amistad con la familia de Juan. Es ciruja y esa tarde pasó con su carro por el lugar. Como todos, paró para ver. En ese momento la policía la obligó a tirarse al piso. “Cuando me estaban por dejar ir, fui chocada por una persona que se escapaba de la policía y allí vi que se trataba de un chico que conozco del barrio, luego me enteré de su nombre al momento del sepelio”, declaró María Marta y continuó: “El personal policial le comienza a pegar baristonazos, hasta que uno le puso el baristón en las piernas y lo hizo caer. Le pedí a la policía que no lo golpearan ya que aún en el suelo le seguían pegando patadas y vi que tenía manchas de sangre por lo que supuse estaba herido”.
La mujer no estaba a más de cinco metros de donde lo mataron. Recuerda una de las frases que un policía le gritó a Delgado ante de dispararle: “¿Te gusta correr?, Ahora no vas a correr más”.
Walter Campos
Fue en Olivé y Arroyo Ludueña. No muy lejos del Gigante de Arroyito. Ahí perdió la vida Walter Campos, el Pela para los del barrio. La bala que le ingreso por el pómulo y le atravesó el cráneo no la disparó cualquiera: fue Ángel Omar Iglesias, uno de los cuatro francotiradores más destacados de la provincia, sargento de Las Tropas de Operaciones Especiales (TOE) por aquel entonces. Apretó el gatillo ese 21 de diciembre, pasado el mediodía. Walter fue otra víctima más de la promesa de repartición de cajas de alimentos.
Junto con su amigo, Mauro L., este joven de 16 años había decidido acompañar a su mamá a buscar la tan deseada ayuda alimentaria. Eran 1300 los vecinos que esperaban. Cuando una de las mujeres que estaba en la cola lo vio en el lugar, dio aviso a los oficiales de la Comisaría 20°. En ese momento comenzó la persecución. Según relató su mamá, Gregoria Luna, “cuando estaba cirujeando a la noche, lo llevaban a la 20° para que limpie”.
“Alrededor de las 13:30 pasé con un amigo, Walter Campos, por la calle Cabal porque decían que iban a dar cajas de alimentos y fuimos a ayudar a la madre de él. En ese momento aparecieron tres móviles de la policía, uno era de la 20°. Comenzaron a disparar contra nosotros, nos corrieron hasta el arroyo y lo cruzamos. Walter sacó un arma y comenzó a tirar él también a los policías. Veo que le pegan un tiro. Yo salí corriendo, no sabía que tenía un arma de fuego. Nosotros no habíamos hecho nada, no sé por qué la policía nos siguió a los tiros”, declaró Mauro L. el 22 de diciembre de 2001 en la Seccional 20°.
El día después de la muerte de Walter, el chico estaba andando en bicicleta por Empalme Graneros y lo detuvieron en una situación que más tarde despertaría muchas dudas a los abogados de la familia Campos.
En esta causa sucedió algo casi ilógico: la investigación policial y la detención del menor que acompañaba a Campos ese 21 de diciembre, estuvieron a cargo de efectivos de las TOE, la misma fuerza a la que pertenecía quién disparó la bala a la cabeza del chico. «Resultaba obvia la presión ejercida sobre L. al momento de declarar: el personal interviniente en su arresto y en su primera declaración pertenecía a las mismas divisiones de los implicados en el crimen» (Ver nota en La Capital)
La policía intentó sostener la versión de un enfrentamiento armado que nunca pudo acreditarse y aunque hubo testigos que afirmaron que Walter estaba desarmado, la justicia avaló la versión policial, ignorando la investigación y pruebas que recogió la Comisión Investigadora No Gubernamental. Así se dictó el sobreseimiento del imputado, al considerar que el crimen fue en legítima defensa de terceros.
– A Walter, como dicen en la calle, lo tenían fichado. “Lo llevaban, lo negaban con mi mamá cuando lo tenían adentro y lo cagaban a palos. Y ese día, mi hermano corrió porque lo vió al milico, vaya a saber por qué lo hizo”, se pregunta Sara una y otra vez. ¿Por qué corrió si el nunca corría?. “Ese día corrió y había muchos milicos y la gente dice que los milicos decían “agarrame al flaquito, al que tiene la camiseta de Central”. Mi hermano no tenía antecedentes, nada. Lo corrían y lo llevaban para el Arroyo. Tiraban tiros al aire y mi hermano no sirve para correr porque tiene reumatismo, una enfermedad en los huesos,- señaló su hermana Sara, en un informe publicado en nuestro medio. Y agregó: – “Cuando lo llevan ahí abajo, mi hermano quedó cansado, Iglesias (sargento de las Tropas de Operaciones Especiales) decía que lo único que se le veía era la cabeza y que estaba atrás de un árbol y que después se le veía la mano y dicen que en esa mano tenía un arma y qué si le tiraban a la mano, iba apretar el gatillo y ese disparo iba a darle al policía Ojeda. Y dijeron que fue un tiroteo. Había una viejita que dijo que a ella no la llamaron para declarar y que le hicieron levantar todas las balas. “Lo que ví es que estaba agachado, agarrándose las piernas, como cansado”, dijo la viejita.
«Gregoria murió sin que esta sociedad le haya podido explicar porque muchos llaman Justicia a la Impunidad e igualdad de oportunidades a la discriminación y al desamparo de millones. La muerte de Gregoria debería dejar desnudas, y a la vista de todos, la hipocresía, la estupidez, la avaricia y las refinadas prácticas racistas que a diario promueven los defensores de la democracia, pero lamentablemente esto no sucede ni sucederá si unos cuantos de miles no irrumpen para seguir su lucha. Otro disparo de olvido se puso en marcha apenas cerró sus ojos, gatillaron no sólo los “malos de siempre”, junto a ellos gatillaron todos los que pretenden llegar al futuro sin recordar el pasado ni pisar y transitar el presente. Ellos deciden olvidar artificialmente para no reconocerse en el nosotros que somos», escribio Gustavo Martinez de ATE cuando Gregoria Luna falleció luego de cumplirse 8 años del asesinato de su hijo.
Fuentes: Expedientes judiciales de las causas iniciadas por cada una de las muertes. Entrevistas realizadas a familiares y amigos de las víctimas en el año 2003. Diarios rosarinos.