En poco más de siete meses de existencia, la Policía de Acción Táctica carga con un asesinato por gatillo fácil y decenas de acusaciones por abuso de autoridad. Las organizaciones sociales de distintos barrios se organizan contra la violencia institucional mientras el discurso oficial aborda la problemática hablando de casos aislados. Hay pruebas que dejan en evidencia el alto grado de agresiones físicas y verbales.
Por Martín Stoianovich
– Al chico, de catorce años, lo encierran contra la pared en uno de los pasillos del barrio Ludueña. Son oficiales de la flamante Policía de Acción Táctica. Lo tiran al suelo y le gritan. Pronuncian un nombre, un apellido y le preguntan dónde está. Al que buscan es a su hermano, de quince años. Ya no hay sólo gritos, también lo golpean. El pibe, asustado, los mira a los ojos y les pide que paren. “No me mirés”, es la respuesta seguida de nuevos golpes. Ahora le dejan el torso desnudo y con una rama firme lo azotan. Vuelven a preguntarle y él vuelve a decir que no sabe. Así, se repite el mecanismo: pregunta – respuesta – golpe. El cuerpo va marcándose, el chico se anima a cuestionarlos y les avisa que sabe que lo que le están haciendo es un delito. “Si a mí me echan te mato”, contesta uno de ellos. Después de algunos golpes más, los oficiales se retiran y hay puntos suspensivos a la tortura.
– Para los pibes de Ludueña son procedimientos comunes. El día a día de sus vidas les hizo entender, por la fuerza, que las requisas en la calle son moneda corriente. Ahora le tocó otro chico, que pone las manos sobre la pared y se abre de piernas ante la insistencia de un personal de la PAT. “Mirá el celular que tenés”, elogia el oficial. “Me lo compré trabajando”, responde el joven. “Cirujeando, no trabajando”, agrega el hombre de uniforme.
– Otra requisa. Esta vez son tres pibes. Uno de ellos, perspicaz, al apoyar las manos en la pared, con su teléfono prende la cámara de video y filma. Allí queda expuesta la cara del oficial, quien ocultando sus ojos detrás de un par de lentes negros responde: “Callate, te vamos a pegar todo lo que queremos”. El chico le había preguntado cuánto más le iba a pegar. Al instante aparecen en escena las madres. Atentas, avisan que no pueden pegarle al joven porque es menor de edad. La prepotencia continúa. “Cerrá el orto”, responde el oficial mientras, paradójicamente, obliga a no faltar el respeto. “Estamos trabajando”, continúa diciendo mientras amenaza a otro de los chicos con llevarlo, aduciendo que tampoco importa la intervención de sus madres.
– El chico, que va andando en su moto, para a saludar a sus amigos. A unos varios metros un trío de la Policía de Acción Táctica los mira. Cuando el joven emprende la marcha suena el primer disparo. Cuando su madre va a cuestionarlos por la peligrosa agresión, la respuesta se fundamenta en que el pibe se dio a la fuga. “¿A la fuga de qué?”, pregunta indignada la doña. Era insostenible la acusación, por lo que dejaron tranquilo al pibe pero no sin antes anotar la patente del vehículo. Ahora, dice el joven, cada vez que lo ven lo paran. A su madre, la acusan de cubrir delincuentes.
– Son las cuatro y media de la mañana cuando irrumpen en una de las casas levantadas a la vera de las vías del tren. Efectivos de la Policía de Acción Táctica derriban la puerta del rancho y entran por la fuerza argumentando que un prófugo se metió ahí en un intento por escaparse. La búsqueda del presunto fugitivo se torna irracional. Abren la heladera, levantan los colchones y revisan las bolsas de ropa. Los hijos lloran y gritan por el susto. En la casa nunca entró nadie, los oficiales lo reconocen y se marchan.
– El pibe es pibe, pero es grandote, y desafía el derecho de permanecer en las calles de su Santa Lucía natal tan sólo con risas entre sus amigos. Al oficial de la PAT, que le había dicho que se fuera a su casa, eso no le gusta. Entonces lo invita a pelear. Pero el chico ya escuchó que por el barrio hay uniformados agrediendo a los vecinos, y sabe que el próximo podrá ser él. Es entonces que se niega a ser parte de la invitación.
– Santa Lucía está rodeado de descampados cercanos a la Avenida Circunvalación. Es ahí donde los pibes, cuando pueden, juegan al fútbol. El potrero está armado en un terreno gastado por las corridas. El partido acontece hasta que es interrumpido por itakazos al aire. Es, otra vez, la Policía de Acción Táctica queriendo despejar el lugar. ¿Los motivos?, no aparecen. Sólo más disparos hasta que la permanencia se hace insostenible. Ahora, cada vez que quieren jugar un partido tienen que trasladarse tres kilómetros hasta Mendoza y Circunvalación.
Así se reconstruyen los hechos que pibes y pibas, junto a sus madres, padecen en las barriadas populares desde la llegada de la Policía de Acción Táctica a Rosario. Entre pretextos y discursos oficiales que intentan obstaculizar el reclamo, sostienen su testimonio con la verdad como única herramienta. La falta de denuncias formales, es decir en planos judiciales, no es la confirmación de que sólo se trata de rumores, sino que es producto de la desconfianza de los propios vecinos al supuesto amparo que el poder judicial debería garantizar. “¿Para qué vamos a denunciar si no sirve de nada?”, se pregunta una madre y agrega que si los policías, que ya tienen “fichados” a sus hijos, se enteran de las denuncias, van a aumentar la intensidad de sus agresiones.
La alerta se encendió en Ludueña con la repetición de casos de abusos de autoridad por parte de la Policía de Acción Táctica. Las madres de los pibes, muchos de ellos menores de edad o que apenas superan los veinte años, comenzaron a organizarse para reunirse junto a las organizaciones del barrio. Primero en una humilde capilla, luego en la plaza Pocho Lepratti, símbolo de la militancia en el barrio. Allí expusieron ante este cronista lo relatado líneas arriba y llegaron a la conclusión de que las agresiones sufridas por sus pibes no son producto de un desborde emocional por parte del personal policial, ni que tampoco se trata de errores o fallas en las prácticas profesionales de la fuerza. El testimonio de las madres y los pibes de Santa Lucía, otro barrio periférico pero separado por ocho kilómetros de distancia, da cuenta de que allí también existen los mismos relatos. Detalle que no constituye sólo una coincidencia sino que da el pie a la conclusión: hay una sistematicidad en las fuerzas de seguridad para ejercer la represión a las juventudes de las barriadas populares. La similitud de los procedimientos es otro aspecto que corrobora está postura. Los calificativos, las amenazas, la metodología de la tortura y sobre todo el blanco de las mismas, destierran de cuajo la idea de que se trata de hechos aislados.
De la urgencia por visibilizar esta situación, en las reuniones de Ludueña surgió la necesidad de organizar el Primer Encuentro Interbarrial contra la Violencia Institucional. Se realizó en la plaza Pocho Lepratti y contó con la presencia de organizaciones sociales, los pibes de este barrio y otros, sus madres, y vecinos que casualmente transitaban por el lugar. También estuvo Norma Vermeullen, Madre de la Plaza 25 de Mayo de Rosario, histórica militante por los derechos humanos y conocedora del accionar represivo desde su aspecto más crudo hasta el más implícito.
“Tienen que ser más mamás, yo entiendo que deben tener miedo, porque a nosotros nos pasó en la época de la dictadura. Pero la unión hace la fuerza, tienen que ser más y difundir, que esto se sepa, que llegue a las autoridades”, alentó en el encuentro la referente de Madres en Rosario. Y continuó: “No pueden tomar posición en un barrio y hacer lo que se les dé la gana, como en la época de la dictadura. No vivimos más en dictadura, estamos en democracia, aunque hay mucho por mejorar todavía”. El pañuelo blanco que envuelve a Norma es el símbolo de la lucha que tanto ella, como miles de Madres a lo largo y ancho del país, han sabido sostener a pesar del miedo y la presión política, policial y judicial, en tiempos de dictadura e incluso en años de democracia. Es la herencia que hoy les dejan a las madres de estos pibes que entre el desconcierto y la indiferencia intentan revertir el presente de sus hijos.
Las explicaciones del gobierno provincial
“Nosotros recibimos continuamente a los vecinos, formamos parte de la mesa de gestión de barrio Ludueña. Por lo tanto hay un conocimiento de que por ahí pudo haber pasado, pero no hay denuncia formal alguna. Son todos comentarios que hacen algunos vecinos”, analiza en contacto con enREDando Osvaldo Lafattigue, subsecretario de Seguridad Comunitaria del gobierno provincial. Tal como sucedió con los casos de abusos de autoridad por parte de las fuerzas federales en 2014 luego del desembarco de Gendarmería y Prefectura, el discurso oficial vuelve a recurrir a la falta de denuncias en el ámbito judicial. Así, logran quitarle mérito a aquellos testimonios que dan cuenta de la existencia de torturas y distintos tipos de violencia ejercida desde las fuerzas de seguridad.
Pero la ausencia de denuncias judiciales está enmarcada en la misma realidad que viven los vecinos de aquellos barrios que conviven con los frecuentes desembarcos de diversas fuerzas. Tanto Gendarmería como Prefectura, y ahora la Policía de Acción Táctica, presentan similares características en relación al impacto generado en los territorios a los cuales arriban. Desde un primer momento, la presencia de estas fuerzas modifica la cotidianidad de los vecinos. A través de los abusos relatados anteriormente, y mediante amenazas reproducidas de distintas formas, se genera un estado de temor constante. Es entonces cuando aparece el miedo a las represalias convirtiéndose en el primer obstáculo que impedirá la formalidad de las denuncias.
Las organizaciones sociales que trabajan en estos barrios, analizan la presencia de las fuerzas de seguridad como parte de una estrategia política represiva. Primero se invaden los barrios, luego se hostiga a los pibes y pibas, y mediante el miedo generado en ese período se bloquea la posibilidad de avanzar en términos legales. En aquel primer Encuentro Interbarrial contra la Violencia Institucional, Guillermo Campana, militante de la organización causa e integrante de la Asamblea por los Derechos de la Niñez y la Juventud, puso énfasis en esta postura: “Es algo planificado para poner a los pibes como los enemigos públicos de la sociedad y de esa manera evitar pensar cuáles son los verdaderos delincuentes, que andan sueltos, tranquilos y viviendo en el centro de la ciudad”. Sin embargo, desde el ámbito político niegan esta posibilidad. “No se quiere perseguir a los jóvenes, ni tampoco a los vecinos. No se quiere crear un ámbito de miedo, ni reemplazar un miedo al delincuente o al narcotráfico con un miedo policial”, explica Laffatigue.
“Hablamos con el jefe de la Policía de Acción Táctica, él habló con el personal como para ajustar y aquel que se comporte fuera de la ley con atropellos a los vecinos, va a tener alguna sanción como corresponde”, dice el funcionario provincial respecto de los abusos. El jefe de la PAT es el comisario Adrián Forni, también máxima autoridad de las Tropas de Operaciones Especiales. Cuando fue designado al mando de la fuerza, luego del asesinato de Jonathan Herrera, estrenó su nuevo cargo asegurando: “No vengo al fracaso, sino a atropellar, a triunfar, vengo con objetivos”. A pesar de que el mismo jefe de la PAT habla de “atropellar”, Laffatigue sostiene: “No hay bajada de línea, ni siquiera de los propios jefes policiales y mucho menos de la parte política del Ministerio. Algunos policías se dejan llevar por el uniforme, hay una demostración de fuerza y por ahí no realizan la actividad que tienen que realizar realmente”.
“Todavía están los huevos de la serpiente”, dice Norma Vermeullen, haciendo referencia a que la doctrina militar represiva dejó su herencia en las fuerzas de seguridad de la democracia. Es que esta situación no nace de un repollo, sino que está enmarcada en los miles de casos de denuncias de abusos de autoridad de las distintas fuerzas policiales en los últimos años. Por ejemplo, durante el 2014, el Servicio Público Provincial de la Defensa Penal recolectó 328 denuncias por torturas y abuso policial en la provincia de Santa Fe. Otro dato alarmante, que maneja la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), contabiliza más de 4300 pibes asesinados por el aparato represivo del Estado desde la vuelta de la democracia. Una cifra que se encarga de actualizar permanentemente el accionar policial en sus más diversas versiones, como por ejemplo sucedió en enero de este año con el asesinato por gatillo fácil de Jonathan Herrera en Rosario, a cargo de la misma Policía de Acción Táctica.