Por Agustina Verano
¿Cómo puede ser que alguien quiera echarle la culpa a la ternura misma de las transparentes miserias que tipos como los gobernadores, los poderosos siembran todos los días?
Lanzó esa pregunta como si fuera una flecha filosa, cargada de experiencias, de luchas y de poesía, direccionada a cada una de las personas que asistimos a ese encuentro.
Alberto se preguntaba con respuestas escritas en sus ojos, con respuestas que todos sabemos pero que ninguno se anima a balbucear si quiera.
Alberto cuando hablaba miraba a cada uno a los ojos, por más que en el contexto en el que esté inmerso haya cinco, veinte o cien personas escuchándolo.
Miraba a los ojos, sin miedo de encontrar esa respuesta escondida.
“Esos gobernadores creen que la inseguridad tiene su génesis en los pibes, los que viven en cárceles a cielo abierto”.
En la fría sala de la facultad de derecho de la ciudad de Santa Fe donde aconteció aquella charla, las paredes parecían desdibujarse a medida que aquel hombre denunciaba las injusticias en las cuales los pibes están sumergidos, nadando sin saber nadar, ahogándose cada vez más, diciendo sin pelos en la lengua que el crimen más imperdonable es el hambre.
Esa sensación de que el espacio va desapareciendo, de que sus palabras lleguen como si fuera un viejo conocido, compañero de alguna vida, de que el contexto se resuma en una poesía transformadora, eso transmitía Alberto cuando hablaba, o cuando miraba.
He intentado escribir estas palabras de otra manera, quizás cargada con menos subjetividades, pero me resulta imposible.
Aunque haya charlado personalmente sólo un rato con Morlachetti, esa sensación de cercanía no puede desprenderse.
Por eso el día gris, por eso las palabras cargadas de una nostalgia escondida, la indiscutible necesidad de comprender partidas innecesarias.
“Para comprender lo que es Pelota de Trapo, para entender su lógica, para poder indagar sobre su contexto, tenés que venirte a Avellaneda, veníte al hogar y habla con los pibes”, eran siempre sus palabras de inicio en las conversaciones previas a la entrevista que le tenía que hacer, sosteniendo siempre que las palabras no describen lo que los ojos pueden llegar a ver.
Alberto quería que como él, los demás hiciéramos, que como él, nos jactáramos de la acción como clave fundamental para la transformación.
Porque pareciera que aquel sociólogo no era amigo del prestigio, a la palabra la usaba pero no para desparramar teorías y conceptos desde un escritorio, estaba en contra de toda acción vacía, de palabras de libreto, estudiadas sólo para una ocasión.
“Basta de hipocresía, esos organismos internacionales llevan opacidad a la lectura de las cosas humanas, no llevan transparencia. Son esos intelectuales que van a la villa, ponen el zapato ahí, se ensucian un poco el zapato y cuando se van tiran el zapato”, sentenció en aquel bar a aquellos a los que el barro no llega a ensuciarles los pies.
Más bien lo suyo era el acto preciso, pleno y transparente, la acción necesaria cargada de ternura política.
Nunca vacía.
Y dentro de esas palabras que hacían, hubo una a la que supo darle un significado especial, dignificándola, sacándola de los simples cuentos para pocos, para darle un sentido político, para integrar un slogan que buscaba cambiar el mundo: “Con ternura venceremos”, “hasta la ternura siempre” cantaba, escribía, reía, o alentaba.
Cuando llegué al hotel donde se encontraba para entrevistarlo, me recibió con uno de sus compañeros y una niña de aproximadamente seis años que le sacaba una sonrisa indescriptible, y entre un cóctel de papas fritas, chocolatada y Seven up, Alberto me sorprendió con una clara definición de la verdadera inseguridad, que contrarresta con cualquier titular amarillista:
“La inseguridad la genera un capitalismo feroz, la fuerza represiva que representa ese capitalismo feroz y la droga que va aniquilando progresivamente a la niñez y la juventud más vulnerable. Eso lo sabemos todos, pero no lo podemos decir, entonces a mí se me ocurre decirlo porque esa es la verdad y nadie puede negarla”
Tenía eso al parecer, una extraña forma de responderte algo que no le preguntaste, o que ni siquiera estaba en los planes, y una vez que tiraba su piedra, todo lo que uno podía llegar a preguntar resultaba insignificante.
Y aquella palabra, la ternura, que el transformó en una palabra combativa hacia las injusticias, la representaba mediante la belleza, su forma de accionarla, de plasmarla en la mirada de cada niño, de cada adulto, de cada anciano, de cada hombre y de cada mujer en su plenitud, porque Alberto – como dijo en aquella entrevista- no dividía al ser humano en etapas, creía que éste es como una película, “hoy es chico, mañana adulto y pasado anciano, un movimiento permanente, una fascinación”.
Creía en la belleza como insumo básico para lograr esa transformación, por eso el hogar, la necesaria leche caliente, los abrazos, el trabajo, su presencia permanente, porque sin esa belleza el niño no podría transformar con su ternura.
“Porque la belleza también transmite tragedia, como alegrías, y es necesario demostrarla en su máxima versión”.
Y esa belleza, esa ternura transformadora la reflejaba en la poesía que transmitía, creyendo en la capacidad de asombro de cualquier niño, capacidad que consideraba fundamental.
Aquel encuentro, aquella charla, aquellas miradas a todos y a cada uno en una facultad a la cual no pertenecía, termina con una poesía que interpela el contexto, la vida:
“La solución viene de abajo, la fortaleza de los árboles no está en las copas, sino en las raíces”.