Voces urgentes
A 38 años del Golpe cívico militar, enREDando comparte dos testimonios de familiares y víctimas de las prácticas que el terrorismo de Estado desparramó por el suelo argentino. Los recuerdos y la experiencia como material indispensable para la búsqueda de justicia.
Por Martín Stoianovich
Son historias duras, que a más de uno puede resultarles difícil relatarlas una y otra vez, como si se tratase de cuentos y no de verdaderos hechos que reviven y se reproducen. Quizás tienen ese destino por el simple motivo de tratarse de relatos dolorosos, similares a una herida que costará cerrar. Los testimonios de los familiares de los detenidos y desaparecidos, o bien de las propias víctimas del Terrorismo de Estado, tienen que ver con la reconstrucción de la memoria y la verdad de una etapa de la historia argentina que se ha intentado dejar en el olvido o, cuanto menos, recordarla entre la tibieza y la liviandad. Podrán cortar mil flores y aún así la primavera va a volver a llegar, dijeron por ahí al percibirse esta suerte de fenómeno de resurgimiento y continuidad de las voces que callan o intentan callar y que, naturalmente, siguen gritando.
Primero las investigaciones de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), después los juicios a las juntas y más tarde, luego del perezoso paso del tiempo, los juicios a los genocidas por los delitos de Lesa Humanidad. Para el poder judicial y sus procesos era y es valioso el testimonio de los familiares y víctimas, pero también lo es para la sociedad en general que busca conocer, ver, oír y palpar lo que antes había estado oculto. Los que vinieron después, esas generaciones que sufren las consecuencias de la dictadura militar y del neoliberalismo siguiente, también andan en la búsqueda del saber. Saber a quiénes, cómo y por qué. Las preguntas, las dudas, vivirán eternamente porque siempre surgirán en cada sujeto que haga uso de su condición de ciudadano. Se tratará, entonces, de encontrar la respuesta. Para eso están los testimonios: para responder las infinitas preguntas y aportar así a la reconstrucción de la justicia, la memoria y la verdad que se ha intentado despejar de la cancha de los humanos.
Los testimonios que siguen a continuación pertenecen a entrevistas realizadas durante el período de juicios por algunos de los delitos de Lesa Humanidad perpetrados en la ciudad de San Nicolás de los Arroyos durante la dictadura. Decenas de testigos, familiares y víctimas desfilaron por los tribunales de aquella ciudad y de Rosario, en un proceso realizado en ambas localidades que concluyó con la condena de prisión perpetua con cumplimiento efectivo en cárcel común para tres represores. En el mes aniversario del 38 aniversario del golpe de Estado militar de 1976, enREDando comparte, en este primer informe, dos testimonios de miles, dos piezas de un rompecabezas que se estará armando para siempre, en la eternidad de la memoria y en la eternidad de las primaveras.
Beatriz, con los ojos de María Rosa y Alberto
La dulce y calma voz de Beatriz no condice para nada con la crudeza de su relato, cómo sí lo hace la humedad de sus ojos y el silencio de segundos que cada tanto la interrumpe. Con Beatriz, armonía, dolor, bronca y la posterior esperanza, se toman de la mano y dan lugar a la historia suya y de su familia. Nacida y criada en la localidad de Elortondo del departamento General López, a trescientos kilómetros de la ciudad de Santa Fe, hermana de Alberto y María Rosa. El primero fue asesinado durante la dictadura junto a su mujer, mientras que su hermana fue secuestrada en 1977 con su esposo Eduardo Reale. Este último caso formó parte del juicio que tuvo a Beatriz como querellante.
“Éramos una familia feliz”, dice hoy Beatriz. En el año 1970 su hermano terminó la escuela secundaria y se trasladó a la ciudad de Santa Fe para comenzar a estudiar Ingeniería Química. Por otra parte, su hermana María Rosa concluyó el secundario en 1972 y corrió el mismo destino pero para comenzar sus estudios en la carrera Derecho. Todavía hoy recuerda la emoción que se vivía en la familia cada vez que los hermanos volvían al pueblo: “Ellos iban una vez por mes o cada dos meses porque los viajes eran lentos. Cuando llegaban era todo alegría, mi hermana era muy especial”.
La intensidad represiva de la década del 70 llegó a las escuelas secundarias y las universidades, siendo este escenario el que encontraría a los hermanos Baronio en la militancia. Alberto y María Rosa pertenecían a la Juventud Universitaria Peronista y fueron suspendidos en 1975 por sus actividades, lo que empujaría luego de otros sucesos similares a que comenzaran a vivir en la clandestinidad. Él se fue junto a su compañera Mónica a vivir a Zárate, mientras que María Rosa hizo lo mismo con Eduardo Reale pero en San Nicolás de los Arroyos. Ya por aquellos días empezaba una nueva etapa en la familia, atravesada por encuentros cada vez menos frecuentes y más ocultos. “Casi no iban al pueblo pero nosotros íbamos a San Nicolás, mi hermano viajaba desde Zárate y ahí nos encontrábamos”, recuerda Beatriz.
El último encuentro fue una navidad, la del 76, con la dictadura ya estaba instalada, y los secuestros, las detenciones, las torturas y las muertes formalizados como moneda corriente. El 21 de abril de 1977 matan a Alberto Baronio y su compañera, que ya pertenecían a la columna 17 de Montoneros. Fue a manos del Ejército de Campana, en un procedimiento realizado cerca de las tres de la madrugada a cargo de aproximadamente cien soldados que rodeaban la casa por encima de los techos y en inmediaciones de la manzana. Los vecinos reconstruyeron el hecho, y la cantidad desmesurada de disparos escuchados dejaría descartada la hipótesis de suicidio con pastilla de cianuro. El dolor se apoderó de la familia, Beatriz abandonó la escuela en tercer año para acompañar a su madre, debido a la ausencia prolongada de su padre por motivos laborales en el campo.
En medio de la difícil tarea de superar una pérdida, la familia Baronio recibió una correspondencia anónima que avisaba de la detención de María Rosa y Eduardo. Así describe Beatriz ese momento: “Para la familia fue terrible, mi madre lloraba, se quería matar y se daba la cabeza contra la pared”. El día del secuestro fue un 4 de mayo, el mismo día en que las hermanas habían hablado por teléfono sobre la llegada del cadáver de Alberto al pueblo. “Me llamó la atención que no me llamara más, pero yo pensé que era para resguardarse. Después me enteré que ese día habló conmigo, cortó y a las dos cuadras se la llevaron”, reflexiona hoy la menor de los hermanos.
Los vecinos de las víctimas fueron los encargados de reconstruirle a la familia el desarrollo de los hechos. “Cuando mis padres viajan a San Nicolás – explicó Beatriz – los vecinos les dijeron que había sido el Ejército, que había estado un camión de ellos, que se habían llevado todas las cosas y que estuvieron una semana dentro de la casa”. A María Rosa la secuestraron en la calle, y a Eduardo en su propia casa. Beatriz supone que a su hermana le sacaron la llave del domicilio, porque el Ejército no tuvo que forcejear la puerta para realizar el operativo que concluiría con el secuestro de Reale.
Luego del hecho, durante lo que quedó de la dictadura, esta historia comenzó a incursionar el conflictivo camino de los Habeas Corpus y las visitas a distintas comisarias que terminaban en la nada. “Todo en vano”, resumió Beatriz. Los abogados no querían saber nada con este tipo de casos, los Habeas Corpus no recibían respuestas, y sobre todas las cosas la crueldad del Terrorismo de Estado reducía un tanto a la potencia de cada actividad. Viajar cada quince días a la ciudad de Buenos Aires, al Ministerio del Interior en busca de alguna posible información en las repentinas listas que se daban a conocer, pasó a formar parte de la cotidianeidad de los familiares de las víctimas.
Beatriz afirma que cuando llegaron las elecciones en el 83 la esperanza volvió a reavivar su fuego, pero que al poco tiempo las conocidas leyes del olvido volvieron a disminuir esa llama que, de todos modos, nunca iba a morir. Al poco tiempo a su madre le diagnosticaron cáncer y su padre entró en una gran depresión, lo que terminó con la muerte de ambos antes de comenzada la década del noventa. “Es como que quedé sola, a la deriva, no tenía nada, pensé que nunca iba a llegar la justicia y que se había terminado todo”, sintetizó.
Pero no fue así, Beatriz se refugió en sus hijos y el resto de su familia y junto a la Mesa de la Memoria por la Justicia de San Nicolás, fiscales, abogados y demás querellantes, comenzaron a construir de a poco la justicia que al fin llegaría. Fue el 27 de diciembre de 2012, varias navidades después de aquella en que los hermanos Baronio se vieron por última vez sus rostros, esos que hoy brillan en los ojos de Beatriz.
Víctor, con la fuerza de la militancia
Formó su militancia en la provincia de Santa Fe con Montoneros, pero tuvo que arribar a San Nicolás para resguardarse él y su familia. Allí, lo esperaría un destino que marcaría su vida para siempre. Víctor Almada vio, a pocos metros y escondido, cómo en un operativo de las fuerzas conjuntas unos ocho oficiales se llevaban a su compañera y madre de sus dos hijos. También lo buscaban a él, pero pudo escapar y lograr que su relato sirviera, primero para encontrar rápidamente a sus hijos, y luego para que años después la justicia llegara a su vida. Hoy, a varias décadas de aquellos hechos, la dureza y la seriedad que Víctor demuestra al hablar se ablanda de a poco cuando vuelve a recordar a su mujer, quien todavía forma parte de la larga lista de desaparecidos.
El vínculo de Víctor con la militancia llega a partir de la década del setenta, cuando luego de la muerte de un tío decidió continuar la relación que este tenía con sus compañeros. Así, recordó: “Ingresé a la militancia por la ventana y cuando me di cuenta estaba en medio de un montón de acontecimientos”. Era joven, ni siquiera llegaba a la mayoría de edad cuando ya consideraba que la única forma de lograr un cambio social era “con compromiso político en la movida juvenil que se venía gestando entonces”. Dicha relación heredada de su tío, continuó con la llegada del joven a la estructura de Montoneros. “Me sorprendió la situación y me la banqué, me hice cargo de que estaba a la altura de las circunstancias y ahí empecé a trabajar con las organizaciones de la agrupación. Hasta ese momento no había antecedentes de tamaña rebelión popular, la juventud se había plantado en las calles”, sintetizó.
Cuando, aún antes del Golpe de Estado de 1976, comenzó a hacerse frecuente el secuestro de personas como herramienta de las fuerzas represivas, la situación en Montoneros empezó a agravarse. De esta forma lo ve hoy Víctor, quien lo describe como un “período muy difícil porque más que en sobrellevar la lucha había que pensar en preservar las vidas que corrían riesgos”.
Para el año 1975, la Argentina, luego de la muerte de su presidente Juan Domingo Perón el año anterior, se encontraba al mando de la ex primera dama Estela Martínez, con José Lópeza Rega ejerciendo influencias represivas y derechistas. El entorno de Víctor Almada no era ajeno al presente del país, por lo cual debido a las persecuciones, muertes y desapariciones de compañeros, tuvo que abandonar la provincia de Santa Fe. Así, junto a su compañera Regina Spotti, decidieron mudarse a San Nicolás el último día de 1975. “San Nicolás fue el destino por su experiencia peronista, por su clase trabajadora como columna vertebral y por tratarse de un polo industrial impresionante con Acindar y Somisa”, sostuvo Almada. En esta nueva vida, tuvo que protagonizar un cambio debiendo constituir “otra imagen” para la sociedad. Fue por esto que como acción de cobertura social se transformó en corredor de motos y comenzó a trabajar en un taller de tapicería y talabartería.
Pero de todos modos la persecución a Almada también continuó en San Nicolás, luego de que un compañero con el que se reunía por aquel entonces cayera en manos de las fuerzas conjuntas. Por ese motivo tuvo que abandonar la ciudad por algunas semanas, y así el miedo comenzaba a hacerse frecuente en la familia. Pasaron los años, llegó el Golpe de Estado, dos hijos a la familia y una vida que continuaba entre la clandestinidad y el peligro constante. Era cuestión de tiempo, y así sucedió aquel 21 de abril de 1977, cuando volviendo del taller donde había estado arreglando su moto pudo ser testigo del secuestro de su mujer y sus hijos. “Observo el operativo que encabezaban unas ocho o nueve personas y me doy cuenta de qué se trataba cuando escucho dos disparos”, detalló. El relato continúa como si se tratase de un guión: “Yo llego a la esquina, doblo y me voy corriendo, salto el hotel alojamiento Desiree que está por la ruta 188 (su casa se ubicada en dichas inmediaciones), corrí un poco más y me di cuenta que no me habían visto. Entonces me volví por debajo de la línea de cableado de alta tensión que pasa justo frente a mi casa y me quedé mirando. Yo veía a mi mujer parada con las manos en la nuca contra la pared, y a los nenes que lloraban”.
Fue así que el operativo concluyó con el secuestro de Regina Spotti y sus hijos, Víctor de poco más de un año y medio, y Martín de ocho meses. Tan pronto como pudo, Víctor viajó a Buenos Aires para contactarse con la familia de su esposa. “Fuimos a lo del cura Miguel Ángel Regueiro para buscar a los chicos, después fuimos a ver a Sain Amant (Manuel Fernando Saint Amant, jefe del área 132 del Primer Cuerpo del Ejército, imputado y condenado por esta causa), quien aceptó darle los chicos a mi suegra”, recordó.
Víctor reconoce que a partir de aquel momento comenzó una nueva etapa en la historia, “que es la etapa de la reconstrucción y recuperación de la identidad de los compañeros”. Mantiene en su memoria el primer encuentro con José María Budassi, de La Mesa de la Memoria por la Justicia de San Nicolás, cuando cada uno por su parte fue a declarar a la CONADEP con Luis Moreno Ocampos. Allí, Budassi nombró a Regina Spotti y a partir de ese detalle Moreno Ocampos alertó a los testigos del posible contacto y de esta manera se concretó lo que más adelante sería un lazo fundamental en la búsqueda de la justicia. “Desde entonces trabajamos juntos en la reconstrucción, recuperación de la identidad y la memoria de los compañeros”, sostuvo Víctor.
A partir de todos los hechos que nacieron como producto de la persecución y del Terrorismo de Estado, la vida de Víctor Almada cambió. “Mi vida comenzó a basarse en desdoblar la actividad, un tiempo para esto y un tiempo para el trabajo”, sintetizó. Haber dedicado gran parte de su vida a la tarea de recuperar la memoria y la justicia, Víctor considera que es algo incorporado a uno como parte de la militancia misma.
Las últimas palabras en esta entrevista fueron concisas y suficientes para terminar de sentar su postura: “Esto es parte de la vida, el mismo compromiso con la historia, con el presente y el futuro, no concibo un militante sin el compromiso con los proyectos sociales y con el trabajo por recuperar la memoria y castigar a los culpables”.