Lo escuché relatar todo dos veces en menos de cuatro horas. En ambas ocasiones me senté frente a él, porque para tomar nota me gusta tener no sólo una buena audición, sino una buena visión de quien habla. Durante buena parte de la charla miró hacia abajo, apesadumbrado, pero cuando en medio de la narración de lo vivido levantaba la vista, podía ver la película a través de sus ojos.
Por Sofía Alberti para CTA Rosario
Sentí la indignación en la Alcaidía santacruceña cuando metieron en cana a su compañero mientras hablaba por radio, y reprimieron a miles que clamaban su libertad. Me dolieron los golpes en la espalda y la cabeza que los canas le dieron en esa camioneta, mientras lo amenazaban con tirarlo al mar. Sentí el desgarre del alma cuando, sin condena, lo metieron en cana teniendo su hijita sólo un mes… Y la angustia cuando, al salir de prisión, no lo reconocía. Mis mejillas se mojaron con sus lágrimas y hasta percibí la sensación de no saber dónde se va a estar en dos semanas.
Yendo y viniendo por el país, contando lo que los medios de comunicación comerciales no cuentan, exponiendo el calvario al que el poder económico, político y judicial los somete por luchar. Ramón, cuánta fuerza. Escuchar de la propia voz el relato desgarrador de un obrero condenado a prisión perpetua por un juicio armado y cuyas testimoniales se extrajeron bajo torturas, permite sentir distinto.
La indignación y las ganas de salir a la calle ante el simple relato o lectura de cualquier injusticia son potenciadas al tomar contacto con sus víctimas. Ramón y los compañeros petroleros de Las Heras son carne de cañón de un poder político que ensaya nuevas formas de reprimir la protesta. Pero no utiliza nuevas ideas. Contaban que fue Simón Radowitzky, entrado el Siglo XX el último trabajador condenado a prisión perpetua. Él asumió su inocencia moral y su responsabilidad material en la muerte del asesino Falcón. Pero en este caso no hubo ajusticiamiento: sólo el cuerpo de un policía con un tiro en la espalda, en el medio de una represión inusitada a manifestantes frente a una alcaidía. Repito: un tiro en la espalda. Y un juicio encajonado por impresentable, reflotado años después por un Estado Provincial servil a los intereses de las multinacionales petroleras, de la mano fiscal que avaló –y consta en expediente- la tortura como mecanismo de extracción de testimonios. Ariel Candia es el nombre de ese funcionario judicial, no debemos olvidarlo.
Y va y viene Ramón, rodeado de compañeros que siguen su peregrinar para alentar el boca a boca de esta violación flagrante a los derechos humanos hoy, en una democracia con 30 años de edad. Hoy, cerca de conmemorarse un nuevo aniversario del golpe genocida, nos toca repetir los cánticos de los ´70 que exigían: “¡¡libertad, libertad, a los presos por luchar!!”.
Todas esas personas que sienten la llama de luchar contra las injusticias, todas esas personas de bien que aun temen ir a una marcha, todas esas personas que van a las marchas, se quejan, se pelean, pero poco organizan el enojo para cambiar algo de esta realidad, son las interpeladas por este texto. Va a esos que hablan de Rodolfo Walsh y se les pone la piel de gallina, que escuchan la voz del Che Guevara y se alistan, los que recuerdan a Hugo Chávez con lágrimas en los ojos. Y a los que no les sucede nada de esto y piensan que, no obstante, las cosas así como están no van bien y debería buscarse una alternativa para que la mayoría esté mejor.
A todos ellos, a todas ellas, les digo que Ramón y los compañeros dieron ese paso que a muchos y muchas nos cuesta: salir a la calle a luchar porque las cosas cambien. No querían un convenio de mierda que los condenara al hambre, haciendo las mismas tareas que otros laburantes que cobraban mejor. No querían pagar el impuesto a las ganancias, siendo empleados de petroleras que la levantan en pala y gozan de beneficios por “confiar en el país” e invertir. No quisieron y no se quedaron con la queja hogareña. Tuvieron el valor de salir a la calle. Y en el caso de Ramón, solidariamente con otro sector en conflicto. Por ese acto de libertad no saben si ahora van a comerse el resto de su vida en cana.
Las personas de buena leche, las que creemos que podemos y nos merecemos estar mejor, las que podemos sentir como propia la injusticia cometida contra cualquiera en cualquier lugar del mundo, no podemos quedarnos callados.
Si más allá de cualquier posicionamiento político coyuntural y diferencia ideológica profunda, se tiene la sensibilidad para valorar a Walsh y emocionarse con su historia, no se puede más que hacer y repetir lo que él pidió en su carta abierta a la junta militar. Porque en este contexto histórico, que es distinto al que acuñó ese escrito que le valió la vida a Walsh, se mantienen las injusticias como pilares del plan económico de las multinacionales y los gobiernos adictos que él denunció. Retomemos y hagamos propio entonces el valiente planteo de Rodolfo: «Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información.» Ante el cerco informativo, ‘walshisemos’ estos relatos. Por la memoria de nuestros compañeros. Por la justicia que nos merecemos en este pedazo de historia que nos toca construir.
Sofía Alberti
Equipo de Comunicación CTA Rosario