Por Mariano Carreras
Es el día previo a la noche buena. Por esas cosas del destino, Barbie y Papá Noel se cruzan en una esquina (de la mesa). En un arrebato de sinceridad, el barbudo le cuenta a la modelo que anda con problemas económicos.
– “No tengo plata”, le dice.
La muñeca no puede creer lo que oye. En un llanto sin lágrimas, abraza –como puede- al gordinflón y reflexiona: – “Entonces… peligra la navidad”.
El silencio del hombre asevera la hipótesis de Barbie.
Quien pone palabras en la boca (plástica y rígida) de ambos juguetes es una niña. Ella desconoce el sentido religioso de la fiesta navideña. Desde su experiencia, el único objeto de la navidad es recibir obsequios a la medianoche.
Horas después de ese diálogo, recorro el centro de la ciudad y noto que la nena no es la única que considera que el mayor sentido de la navidad es entregar y recibir obsequios. Son muchos quienes piensan lo mismo. La mayoría.
Aquel villancico que repetía “noche de paz, noche de amor” prácticamente no se escucha más. Parece un cuento lejano que se perdió junto a otras tradiciones valiosas como la familia, la amistad, la confianza y la solidaridad.
La felicidad moderna parece estar signada por la compra-venta. Los manuales del sistema indican: más venta = más felicidad. También señalan: más compra = más alegría. Para ese manual, quienes venden poco y compran nada son -inexorablemente- infelices. Tristes.
Es ingenuo pensar que los saqueos previos a la navidad se dieron de manera espontánea. También es ingenuo pensar que muchos de los excluidos de siempre no estén dispuestos a poner el cuerpo con el fin de alcanzar unas migajas de alegría en forma de plasma, notebook o celular.
Un sistema que promueve el consumo voraz y, paradójicamente, no logra reducir las diferencias entre los que más tienen con quienes no tienen nada, no debe asombrarse de la violencia porque esa diferencia es la madre de las violencias.