Desde hace seis años viajo a córdoba varias veces por año y recorro algunos barrios, especialmente el barrio en que vivi cuando tenía entre 6 y 12 años. La ciudad no deja de asombrarme por las transformaciones que, me llama la atención, no estén más en primer plano en la crónica de los hechos de hoy. Seguramente el cuadro es incompleto y superficial, pero en algún grado todo lo que decimos de aquí en más, es parte de la ecuación del estallido.
Una de las grandes transformaciones de Córdoba capital son las ciudades dormitorios, satélites o como quiera llamárselas. Son el resultado de la erradicación de villas que ocupaban terrenos caros a la especulación inmobiliaria y al boom inmobiliario que trajo la recuperación económica de la provincia de la mano de la soja y la consolidación de la industria automotriz. Pero también son una herida en la sociedad (y de esta herida difícilmente alguien se hace cargo). Las ciudades dormitorio eran la promesa de relocalización “justa” y con servicios suficientes para las nuevas unidades habitacionales. Resulto en unidades inmobiliariamente miserables y segregadas por un celoso cerco policial que retiene en esas ciudades a miles de ciudadanos que, por portación de edad, cara, zapatillas inconsistentes con el prejuicio del observador, etc son objeto de retenes policiales sistemáticos. Los retenes demoran, aíslan y ofenden. Este orden que se aceitaba con los recursos que el narcotráfico le derivaba a la policía ha perdido transitoriamente su lubricante. Las denuncias sobre el narcoescandalo traen penuria a los guardianes del orden, mientras la inflación atiza el ánimo humillado de los excluidos de siempre en un contexto en que cierto estancamiento da lugar a más motivos de queja.