Por Aída Albarrán
El viernes pasado, es decir, hace casi una semana, el dictador ha muerto. Hoy jueves en la plaza, casi nadie lo comenta. Según las noticias murió de muerte natural. Varias fuentes periodísticas (si el informe es veraz) afirman que según el certificado de defunción “se lo encuentra en el baño de su celda, sentado en el inodoro, inconsciente. Los médicos constatan que no presenta signos vitales”. ¿Una metáfora? El dictador ha muerto en el lugar adecuado: allí, donde se arroja el excremento. Según otras versiones de internos que comparten pabellón y condena por crímenes de lesa humanidad “el general” no recibió la atención adecuada. Entonces, la versión fehaciente se difunde; un periodista médico o un médico que dice trabajar de periodista instala la posibilidad de que se haya tratado de mala praxis médica y falta de cuidados; los replicantes toman nota, quizá hubo abandono de persona. Conmueve tanta preocupación.
Así de fácil parece construir y desarmar el pasado, que por supuesto no está formado solo por hechos fidedignos sino por las palabras que le dan forma y sentido .Cada discurso es irrevocable; en algún momento cada uno se tendrá que hacer cargo de lo dicho u omitido, de su posición en el mundo.
Hoy es jueves, Chiche y Norma todavía pueden seguir las huellas de sus compañeras. El dictador ha muerto, nadie lo menciona ni comenta; el hablar de las madres arranca en el pasado pero tiene forma de presente, poseen el don de reclamar poéticamente, la plaza es un remanso para el dolor, pero también es la fortaleza donde se sostienen convicciones y acontece la memoria, la plaza es vida que se acurruca en los pañuelos.
Después de la ronda, como es costumbre, estamos en el bar; Chiche recorre con su índice la tapa de un diario, “la viste”, me pregunta. Ajena a la rapidez de las redes sociales que publican, difunden y fagocitan con la liviandad de lo efímero todo tipo de imágenes, opiniones y noticias, no sabe que esa tapa fue compartida infinidad de veces. Ella desliza con delicadeza su mano sobre la palabra VIDA que en la superficie emerge de la muerte. El nombre del dictador se quiebra, es una ausencia. Qué sentiste cuando escuchaste la noticia, le digo; ella con sabiduría responde “nada, sólo una pena muy grande por todo lo que no dijo y se llevó a la tumba”. Una voz asiente, “aunque hubiese vivido cien años más, nada hubiese dicho, hay un pacto de silencio, todo depende de nosotros”.
Eso fue todo, apenas un comentario que se desliza como susurro ,nada es casual, no le dan entidad a quien quiso negar entidad e identidad a los desaparecidos hoy presentes más que nunca en el devenir de «ese discurso amoroso» que articularon con dignidad y paciencia. Ellas, como escuché decir alguna vez, pasaron el cepillo a contrapelo de la historia. El tiempo ha limado el dolor, pero recuerdan la infinita presencia de sus hijos con la contundencia de la vida.
En el discurrir de la plaza Norma confesó alguna vez que preferiría no recuperar los restos de su hijo, desea recordarlo vivo, como era, buen mozo y alegre, tal como salió ese día de su casa cuando le dijo hasta luego y nunca más volvió, ésa es la imagen que guarda anclada en algún lugar de su intimidad. A Lila la saludo siempre con un «hola profe», y hace un guiño, sabe que fui su alumna en la secundaria, quizá su hija haya tenido mi edad. Se ríe cuando le cuento que en quinto año fue la primera vez que no me llevé matemática. Tal vez me hizo entender que hay que comprometerse y esforzarse con cualquier actividad aunque no nos guste. Ese carácter fuerte la llevó a buscar primero a su hija, a recuperar a su nieta detenida junto a su mamá cuando tenía un año y tres meses. A su nieta la recuperó, a su hija no, pero dio testimonio y fue querellante en los juicios. Lila también hizo lo que no le gustaba, o acaso algún desprevenido ciudadano, de esos que cruzan la plaza sin detenerse pensará que esas mujeres están allí para el goce y la fama. Están en la plaza por sus hijos -los verdaderos protagonistas-, la verdad no se escapa, su aparente fugacidad renace en cada ronda, la dictadura es un pasado cargado de tiempo actual. Pero no se comprende, todavía algunos pretenden esconder la historia debajo de la alfombra, no ver, no saber, no entender, adormecer la conciencia.
Hoy es jueves, están en la plaza como todos los jueves, y allí seguirán. No es casual que Norma, cuando un familiar muy cercano le recriminó «¡hasta cuándo vas a seguir con esto!», le haya contestado «hasta que me den la cabeza y las piernas».
Nada fue ni es fácil para ellas, ni el comienzo signado por la búsqueda, el engaño y la soledad, ni el presente marcado por la indiferencia -aunque hayan logrado algunos reconocimientos-, nada es suficiente para restaurar la orfandad a las que estuvieron expuestas; o los comentarios despectivos de amables ciudadanos que en la actualidad pagan sus impuestos, se conduelen por algún asesinato, se preocupan porque esta democracia se parece a una dictadura pero no se acercan o apuran el paso cuando cruzan la plaza porque allí la corriente subterránea de la historia emerge con la contundencia de la luz e ilumina las ideologías.
Nada fue ni es fácil para ellas, ni el pacto de silencio de los asesinos, ni el silencio en la vida del hogar. Difícil es digerir una desaparición en la familia, alrededor de la mesa había y hay un ausente, ni muerto ni vivo, desaparecido, ¿cómo digerir el plato servido con este ingrediente? ¿cómo sazonar la vida? Cada uno hizo lo que pudo, la frustración de los sueños y los proyectos convirtió al dolor en silencio, en deseos y reclamos nunca satisfechos o enunciados. ¡La verdad se sirve cruda!, y ellas, las mujeres, abandonaron la cocina, asumieron la crudeza de la calle y pusieron las palabras, el cuerpo y la esperanza.
Hoy es jueves, están en la plaza, ni los muertos están a salvo de los asesinos, lo saben, lo aprendieron con el tiempo. El dictador ha muerto, nadie lo nombra, ellas son las puertas por donde entra el futuro.