Las figuritas de los billetes y las monedas que habitan cada vez con mayor fugacidad los bolsillos de las grandes mayorías argentinas sintetizan los valores de la clase dominante hasta estos primeros tiempos del tercer milenio. No resulta casual que la imagen del Cabildo, emblema de la revolución de Mayo, valga 25 centavos. El módico precio de la gran ilusión, de la esperanza original. Pocos centavos vale la fecha patria. De allí que no está mal preguntar si tiene sentido celebrar algo el 25 de mayo.
Si la historia solamente fuera una cuestión de fechas y sucesos que se produjeron ese día, no habría, efectivamente, muchos motivos para la celebración. Ciento sesenta y cinco personas, ni una más, ni una menos, decidieron inventar un país. Tenían una edad promedio de 35 años. El problema era que la población del entonces Virreynato del Río de la Plata era de casi 600 mil personas y esas jornadas que van desde el 22 de mayo en adelante solamente le importaban a algunas familias de la ciudad puerto de Buenos Aires. Un hecho municipal saludado por los cañones de buques ingleses que esperaban esa señal para comercializar con los porteños. Poco para festejar.
Sin embargo hubo un proyecto político que dio inicio a un proceso histórico de liberación, nacional y, simultáneamente, social.
Las ideas fuerzas de la plataforma política de mayo de 1810 se escriben en agosto de ese año: el plan de operaciones, redactado por Mariano Moreno sobre los principios de Manuel Belgrano. Líneas argumentales que se profundizarán y ensancharán en la asamblea del año 13 y que encontrarán encarnadura de multitudes en los ejércitos populares de Belgrano, Artigas, Güemes y San Martín.
Pueblos originarios, negros y gauchos pusieron el cuerpo por aquella primera emancipación. Como no sabían leer ni escribir hay poco registro de ellos. Es la gran excusa de los contadores de la historia. Pero esas muchedumbres dieron la vida por un proyecto: la felicidad como hija de la libertad y la igualdad.
Está en los papeles del Plan de Operaciones, en las actas de la asamblea del 13 y las proclamas de aquellos desesperados anteriormente citados.
Está en los versos finales del himno mutilado: se vivirá con gloria cuando en el trono de la vida cotidiana esté la noble igualdad.
Las clases dominantes usurparon aquel sueño a mediados de esa década e impusieron estatutos, códigos y leyes que limitaron el festejo: ya no estaban los españoles, ahora estaban ellas para manejar los negocios. Y en el trono de la vida cotidiana la innoble desigualdad. La primera constitución rivadaviana da cuenta de eso. Solamente serán tratados como ciudadanos los propietarios. Los que no tengan nada serán considerados nadies, nada.
Por eso el castigo personal contra Belgrano, Artigas, Güemes y San Martín que se habían animado a legislar e imponer que las tierras debían ser para todos y los derechos también para todos. No se lo perdonaron nunca. Por esos sus muertes tristes, cargadas de traición, exilio y asesinatos.
Pero celebrar el 25 de mayo es darse cuenta que el cabildo tiene continuidad en el cruce de los Andes y en el reparto de tierras de Artigas y Güemes; y cuestiona el presente porque sigue válido el sueño colectivo inconcluso de la igualdad.
En la Argentina de 2013, 12 millones de personas ganan menos de 3 mil pesos mensuales y hay empresas que facturan más de 40 mil pesos por minuto.
La noble igualdad pierde por goleada en el presente.
De allí la necesidad de descubrir la huella por la que caminan las mayorías. O somos continuadores del proyecto original o somos cómplices testigos de la perpetuación de la pesadilla que imponen las minorías.
Esa es la cuestión. En la respuesta existencial de cada uno de nosotros está la resolución del misterio, de celebrar o no el 25 de mayo.
Nosotros festejamos. Porque sabemos que somos insistidores en la pelea por la igualdad, el viejo sueño amanecido en 1810.
Publicado en Agencia Pelota de Trapo